sábado, 11 de julio de 2009

Mundano observador


Me pasa que voy caminando errante por las calles y me fijo en las gentes, imaginando y tratando de adivinarles, de advertir sus vidas en el más nimio gesto que profesen, en el más leve suspiro que de sus labios emanen, incluso en el más ligero ademán que se les escape en acto de saludo o tímido adiós. Me escondo de la contaminación acústica de la urbe para dejarme arrastrar por otra de un modo más melódico, la del mp3 en modo shuffle que tapona mis oídos y quizá me invita al cine mudo en tres dimensiones. Suenan Los Delincuentes, la próxima quizá sea La Excepción, es lo que llevo ahora, mezclando ritmos latinos con versos agudos, apuñalando con lengua viperina la calma sociedad y dando aliento con canciones a aquellas almas que buscan asirse a cualquiera que les diga que todo va bien y que puede mejorar. De falsas esperanzas todos se han cansado, pero resurge la fe en lo verdadero, en lo realizable, porque la esperanza en sí invita a una espera y ya iba siendo hora de dejarla a un lado y tirar el muro invisible que ésta siempre impone reteniéndote y evitando que realices aquello que anhelas. Todo llega, es cierto, pero si al mismo tiempo vas avanzando el camino se hace más llevadero, más animoso y enriquecedor.

Como decía, trato de adivinar los secretos más ocultos y las patrañas más sublimes de cada uno de los transeúntes con los que me cruzo y, a veces, quizá con demasiada frecuencia, me quedo embelesado mirando a lo lejos, al otro lado de la calle y agudizo los sentidos que aún me permiten intuir en lo que veo alguna historia. Caminando hacia el centro en busca de un autobús miro a mi derecha, hay cuatro carriles que me separan de una pareja. Ella se adelanta con paso enérgico y al tiempo meloso, él se queda atrás. Una pareja de ancianos adelantan la escena que los muchachos provocan a su diestra. Los veo venir mientras sigo andando y pronto tendré que parar o girar la cabeza para seguir el juego de los jóvenes ya recién acabada su adolescencia. La chica seria mantiene firme su paso y el chico no duda en quedarse unos metros atrás para acercarse como una fiera rápidamente y cogerla del brazo izquierdo. Ella no le mira de primeras, pero él le ofrece un beso en el cuello que no es más que el previo que le avisa de la accesibilidad de la fémina. Ella se vuelve y toma los labios del chico entre la carne de los suyos. Muy leve. Avanzan juntos. Imagino que acaban de despertar, no más de media hora atrás. Ella aún tiene el pelo algo enmarañado. Noche loca, no es muy temprano, el reloj roza las once. La chica, aturdida y ayunada corre llegando tarde a algún sitio.

Quizá a casa de sus padres, tal vez alguna cita con la esthéticienne. De cualquier manera huye con prisa, y es probable incluso que huya del muchacho que la acompaña, casi persiguiéndola por entre la gente que se cruza con ellos. Antes mencioné a una pareja de ancianos que les adelantaban por la acera, ellos también evocan en mi imaginación algunas miles de historias y no siempre con final feliz, pues la vida al avanzar la edad parece que nos dice que nuestro tiempo pasa y otros vienen detrás, los tiempos se hacen distantes, extraños y, en ocasiones, nos sorprendemos mirando con esa misma extrañeza a nuestro alrededor, como buscando retales del pasado, recuerdos olvidados en cualquier esquina o portón. Miramos a veces más allá y nos arremete como un soplido cálido una imagen del parque que tenemos frente a nosotros, el arrumaco que le dimos a aquella chica entre la vigorosa maleza de sus entresijos intentando rozar algo más que sus labios o su cara, adentrándonos con timidez por entre los pliegos de su ropa, advirtiendo esas arruguitas que nos decían un sí y no, que al mismo tiempo forzados, nos confundían.
Miramos la puerta de aquella gran iglesia en la gran vía y pensamos en la tienda que hay detrás y aún persiste, aquella en la que siempre parabas cuando tus pasos te llevaban a esa zona y la música que antes era parte de tu alma te arrastraba al más profundo de sus orígenes, los instrumentos que la ejecutaban. Muchos recuerdos que asocias irremisiblemente a todos esos viandantes que se aman entre ellos, que alzan un brazo para que a lo lejos se les identifique, el mendigo que pide dinero con su mal alfabeto desdibujado en el lateral de una cajita de cartón. A mi me pasa eso, que pienso mucho cuando me muevo de un sitio a otro, observo e imagino. Ahora entro en un gran centro comercial, me dirijo a la sección de libros, los nuevos son muy caros e interesado en el contenido más que en el continente me acerco a los de bolsillo ávido de nuevas aventuras y misterios desvelados.
Un hombre que se acerca a la jubilación prepara sus tardes de soledad cargando con clásicos de misterio e intriga. Mira con desgana los títulos pensando que le vale cualquiera con tal de dar relleno a ese tiempo que se le come, con tal de ver pasar el día de hora en hora en lugar de contar los segundos. Se coloca bien las gafas y al instante las baja un poco para mirar por encima de los cristales el libro que tiene ahora entre las manos. Isaac Asimov, el Hombre Bicentenario, que no él sino uno de sus personajes incluso llevados al cine, es la obra que tantea. Es barato leer aquellos que sobre una mesa allí se encuentran, pero su sueldo, imagino, hace que todo sea menos económico de lo que a simple vista pudiera parecer y mecido entre dudas lo vuelve a dejar en la pila y se dirige a la caja para pagar los cuatro que ya tenía y que estaban en oferta. Supongo que habrá pensado que la feria del libro está a la vuelta de la esquina y allí la cultura se regala a precio de puta como algunos suelen decir, respetando por supuesto lo relativo a esta profesión de tan antiguo ejercicio.
Antes comenté que iba a coger el autobús, finalmente me arrepentí y preferí echar a andar con paso calmo y disfrutar así de una mañana soleada entre las gentes y sus historias inconscientemente regaladas. Antes de decir adiós a aquel mundo de fantasía existente únicamente allí de donde brota el cuello y el resto de mi cuerpo, observo a una muchacha joven, no más de veintipocos años y advierto que ella también me observa a mi. Veo en ella el reflejo de lo que soy, un voyeur secreto, oculto entre la fauna urbana. Me sonríe y entonces le devuelvo con gratitud un guiño. Identificados el uno por el otro sigo mi camino mientras ella sigue el suyo, ciertamente no estoy solo. Hay más como yo, pienso. Luego existo, luego sigo caminando, divagando entre las sábanas de mi propia imaginación. Muchas vueltas después llego a casa, desconecto la música. Regreso al mundo real o, tal vez, a la ficción de otros.



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