domingo, 2 de mayo de 2010

La pereza - parte 4

El derecho a holgar

Ese statu quo que afianzaba la fe en el trabajo y consideraba el ocio una recompensa bien ganada tuvo un nuevo giro en el siglo XIX. Aunque se suponía que las máquinas iban a reducir el trabajo, el efecto fue diametralmente opuesto: el trabajo se incrementó. Pues en lugar de reducir el tiempo consagrado a la producción de bienes, el excedente condujo a la búsqueda de nuevos mercados donde podría ser comercializada una sobreproducción hecha realidad gracias a un proceso productivo que se retroalimentaba a costa del trabajo asalariado.

En ese escenario, las luchas obreras bregaban por la legalización de la reducción de la jornada a diez horas. El mismo Karl Marx anticipó la transformación social del trabajo, profetizando un incremento del tiempo libre que emanciparía, finalmente, a los hombres de la necesidad y brindaría a los trabajadores la oportunidad de desarrollar su creatividad. Sin embargo, su visión del mundo no era la de un mundo indolente, sino la de un universo productivo donde se aboliría la división del trabajo pero no el trabajo como tal.

Pero en pocos años una voz tanto o más disonante intentaría desenmascarar los propios supuestos de la Revolución Socialista, animada por una idea tan revolucionaria como quimérica: la pereza -lejos de ser un pecado o un vicio- fue proclamada como un legítimo derecho individual. Es la tesis de Paul Lafargue, discípulo rebelde (y yerno) de Marx, quien compuso El derecho a la pereza , publicado en 1883, con el que impulsó un debate en torno al socialismo utópico todavía no resuelto, en una suerte de “antimanifiesto” en cuyas páginas defenestra el trabajo y defiende el placer como máximo objetivo de la clase obrera. Lafargue insiste en que, con o sin dictadura del proletariado, el trabajo asalariado es un vástago enmascarado de la esclavitud, y que lo que verdaderamente nos realiza es el ocio placentero.

Mientras que el Manifiesto del Partido Comunista -publicado en 1848 con las firmas de Marx y Engels- prometía que, con la revolución socialista, “los proletarios… no tienen nada que perder, como no sean sus cadenas”, el yerno opositor da un paso más en el desocultamiento de los procesos capitalistas de producción, proponiendo una reducción radical del tiempo consagrado al trabajo y una exaltación del tiempo libre que se volvería realidad “si desarraigando de su corazón el vicio que la domina y envilece su naturaleza -proclamaba Lafargue-, la clase obrera se alzara en su fuerza terrible para reclamar, no ya los derechos del hombre, que son simplemente los derechos de la explotación capitalista, ni para reclamar el derecho al trabajo, que no es más que el derecho a la miseria; sino para forjar una ley de hierro que prohibiera a todo hombre trabajar más de tres horas diarias”. Su propuesta auguraba un mundo nuevo: una jornada laboral máxima de tres horas y mejoras en el poder adquisitivo. Con esa estrategia que aunaría el goce de un abundante tiempo libre con un incremento de los ingresos, la clase obrera gozaría de más tiempo para consumir más bienes. Valiéndose de la implementación de una política laboral de este tenor, se favorecería el consumo interno y, a su vez, se eliminarían las crisis de superproducción periódicas resultantes de la introducción de la maquinaria en el proceso productivo.

Para los ideólogos del ocio, la emancipación del trabajo esclavo fue la promesa de un nuevo hombre, creativo, activo y humanista. Ese hombre nuevo erigiría una nueva deidad -invocada por un Lafargue con algo de revolucionario y con mucho de poeta romántico-, a la cual dedicó una disruptiva plegaria: “¡Oh Pereza, apiádate de nuestra larga miseria! ¡Oh Pereza, madre de las artes y de las nobles virtudes, sé el bálsamo de las angustias humanas!”

Lo cierto es que, en su antimanifiesto, Lafargue no sólo atacó unas cuantas tesis de su célebre suegro, sino que develó panfletariamente una realidad que, como sus discípulos antisistema del siglo XXI confirman, continúa vigente.

Por Diana Cohen Agrest
Para LA NACION - Buenos Aires 2010

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