sábado, 1 de mayo de 2010

La Pereza - parte 2

La caída

Ese paraíso que hacía del ocio la suprema virtud de los seres libres llegó a su fin. No sólo el ocio se volvió pecado sino que muchos placeres terrenales tuvieron igual destino. Cierto monje y teólogo del siglo IV, Evagrio Póntico, enumeró por vez primera los que, en sus orígenes, eran ocho pecados capitales, ordenados en orden creciente de gravedad: gula, lujuria, avaricia, tristeza, ira, acedia, vanagloria y soberbia. Disconforme con el orden y calidad de los vicios, en el siglo VII Gregorio I añadió la envidia y eliminó la vanagloria (por su cercanía con la soberbia) y la acedia (por su semejanza con la tristeza). La lista presentada en su Moralia in Job , incluía la soberbia, la envidia, la ira, la tristeza, la avaricia, la gula y la lujuria.

El derrotero de los pecados no concluye allí porque la lista canónica, tal como la reconocemos hoy, cambió la tristeza por la pereza. Una de las razones alegadas es que se consideraba que la tristeza era algo demasiado vago para ser calificado de pecado mortal, apreciación que condujo a que la Iglesia la reemplazara por la pereza en el siglo XVII. Porque ya dos siglos antes, Tomás de Aquino señalaba que la tristeza o acedia aquejaba a los monjes a las cuatro de la tarde, cuando se exacerbaban la indiferencia abismal hacia sí mismo y hacia los otros y se desencadenaban el aburrimiento, la apatía y la inercia: dominado por una pasividad indolente que recaía en el descuido en las tareas religiosas, el monje estaba expuesto a este desinterés imputable a cierta tristeza y desesperación, rapidamente asimilado a la melancolía.

Pasaporte al infierno

Al igual que cada uno de los otros seis pecados, se pensó que la tristeza, acedia y, más tarde, la pereza, era la madre de una familia de pecados más livianos, entre otros, la holgazanería, la inactividad, la modorra, la inestabilidad y la locuacidad. Pero en el plano espiritual y religioso y desde su génesis misma, esos estados del alma no significaban un mal menor, pues suponían privilegiar el goce de los sentidos y el desprecio del trabajo espiritual.

En la dimensión teológica, el hombre tiene el deber no sólo de resistir al Mal, sino de hacer el Bien. Lo pecaminoso de estos pecados consiste no tanto en cometer una blasfemia contra Dios como en dejar de actuar a favor del Bien, permitiendo al alma vagar sin objetivos o sucumbir en una parálisis de la voluntad. Si hay una suerte de combate maniqueo entre las fuerzas del Bien y las del Mal, la inercia humana es la capitulación ante las fuerzas de la oscuridad, cuando el espíritu se sustrae de los propios pensamientos, talentos y deseos, apartándolos de la sociedad o del servicio a Dios. Es el drama de la historia y del mundo, toda vez que el progreso o el repliegue del Bien y del Mal dependen de las acciones humanas. Cuando un elemento de voluntarismo humano se concede a los hombres, o cuando los deberes con respecto a Dios o a la historia son necesarios para enfrentar el destino, la omisión de la acción aparece como un pecado. En otra teoría de la salvación como es el budismo, no hay Nirvana posible, no hay apaciguamiento de toda inquietud del espíritu, sin la contemplación, la inactividad y el retiro de la acción, sin la meditación liberadora de las ligaduras que nos atan al mundo y que reposa, cuando menos para una mirada occidental, en cierta forma de pereza.

El pecado de la acedia, asimilado a la tristeza, fue rebautizado como “pereza”, la cual nunca pudo liberarse de esa carnadura pecaminosa, propia del espíritu que -ante la incapacidad de superar los obstáculos- huye del Bien. Pero existió una razón más poderosa que las razones de la fe que exigieron esa nueva clasificación de los pecados. El cambio aconteció cuando esa expresión poderosa de los espíritus melancólicos que caminaban por los pasillos conventuales abandonó el confinamiento de los claustros y se tornó una verdadera amenaza para el orden social.

Por Diana Cohen Agrest
Para LA NACION - Buenos Aires 2010

ADN Cultura de La Nación

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