miércoles, 12 de enero de 2011

El nacimiento de la filosofía - parte 1


También las historias de la filosofía al uso, cuyo modelo invariable es siempre, en último término, la Historia de la Filosofía de Hegel, integran el género de los grandes relatos. Aquéllos que, según dijera hace ya tiempo Lyotard, han perdido verosimilitud. Vale pues iniciar el trabajo de su deconstrucción.
Estas historias nos han habituado a creer que el nacimiento de la filosofía occidental tuvo lugar allá por los siglos VI y V antes de Cristo, en la periferia de la civilización griega. Más precisamente, en las colonias del Asia Menor y de la llamada Magna Grecia (sur de Italia y Sicilia), para trasladarse después a Atenas. No importa cuán disímiles sean las versiones acerca del sentido del discurso enunciado por aquellos primeros pensadores. Media un abismo entre la interpretación “naturalista” de los ingleses y la “romántica” de los alemanes. Se coincide -no obstante- en que la filosofía habría comenzado con ellos. Más aún, nadie deja de establecer una continuidad entre el pensar presocrático y el ateniense, incluso cuando -como en el caso de Mondolfo- se distingan distintas etapas, signadas por el predominio de un problema determinado, de una preocupación central.

Quizá solamente Nietzsche y Heidegger constituyan, en este punto, una excepción. Sin embargo, a pesar de advertir un corte, un viraje fundamental, sucumben finalmente también a la apariencia deslumbrante de que “una misma cosa” está en juego desde Tales de Mileto hasta Aristóteles -sobre todo, Heidegger-. El “asunto” de la filosofía es traído a colación por los -así llamados- presocráticos. Para peor, muy tempranamente, Platón y Aristóteles, con toda su autoridad, convalidan esta opinión. Son ante todo ellos quienes se reclaman de esa tradición presocrática, estableciendo una filiación directa entre sus desvelos y aquel pensar auroral.

Por nuestra parte -como es frecuente- pecaremos de heterodoxia. Para nosotros la filosofía nace en Atenas, en el siglo IV antes de Cristo, con Platón. La sabiduría presocrática es sólo una de sus fuentes, ni siquiera la más importante. Ciertamente, no formulamos con ello un juicio de valor. Es posible y hasta altamente probable que el pensar y el decir de un Heráclito o de un Parménides exhiban una radicalidad jamás alcanzada por la argumentación platónica. Pero no son filosofía. Nada en común tienen con ella, ni cabe afirmar que se encaminaran en esa dirección.
Presumiblemente, nacen de otros intereses y preocupaciones.

Atenas

La filosofía nace en Atenas al calor de una crisis política sin precedentes. La experiencia de la disolución de su comunidad y la certeza de la imposibilidad de revertir la situación mediante las formas corrientes del ejercicio del poder político: tales los factores más próximos que impulsan a Platón a ensayar un camino alternativo. Escuchémoslo: “De esta suerte yo, que al principio estaba lleno de entusiasmo por dedicarme a la política, al volver mi atención a la vida pública y verla arrastrada en todas direcciones por toda clase de corrientes, terminé por verme atacado de vértigo, y si bien no prescindí de reflexionar sobre la manera de poder introducir una mejora en ella, y en consecuencia en la totalidad del sistema político, sí dejé, sin embargo, de esperar sucesivas oportunidades de intervenir activamente; y terminé por adquirir el convencimiento con respecto a todos los Estados actuales de que están, sin excepción, mal gobernados; en efecto, lo referente a su legislación no tiene remedio sin una extraordinaria reforma, acompañada además de la suerte para implantarla. Y me vi obligado a reconocer, en alabanza de la verdadera filosofía, que de ella depende obtener una visión perfecta y total de lo que es justo, tanto en el terreno político como en el privado, y que no cesará en sus males el género humano hasta que los que son recta y verdaderamente filósofos ocupen los cargos públicos, o bien los que ejercen el poder en los Estados lleguen, por especial favor divino, a ser filósofos en el auténtico sentido de la palabra” (Carta VII, 325e - 326b 3).

¿Qué pasaba en Atenas? Un siglo antes un pequeño pueblo había llevado a cabo el experimento acaso más grandioso y aventurado de la historia humana: la construcción de una democracia integral, donde todos los ciudadanos libres -sin excepción- asumían una participación plena en la decisión autónoma del destino común. Bajo la certera y prudente conducción de Pericles, el pueblo ateniense había logrado plasmar un equilibrio casi perfecto entre la libertad individual y los intereses colectivos. Los sofistas, auténticos mentores de la nueva sociedad, preparaban a los individuos para desarrollar el máximo de excelencia del que fueran en cada caso capaces. Maestros del arte de la palabra, conocedores de todos los secretos del arte de la persuasión y la disputa, eran -simultáneamente- maestros de virtud.

No existe quizá mejor fresco de esta situación que las palabras que Tucídides pone en boca del mismo Pericles, en su archiconocido “Discurso fúnebre”. Permítaseme citar algunos fragmentos: “(…) tenemos una Constitución que no envidia las leyes de los vecinos, sino que más bien es ella modelo para algunas ciudades que imitadora de los otros. Y su nombre, por atribuirse no a unos pocos, sino a los más, es Democracia. A todo el mundo asiste, de acuerdo con nuestras leyes, la igualdad de derechos en las disensiones particulares, mientras que mediante la reputación que cada cual tiene en algo, no es estimado para las cosas en común más por turno que por su valía, ni a su vez por causa de su pobreza, al menos si tiene algo bueno que hacer en beneficio de la ciudad, se ve impedido por la oscuridad de su reputación. (…) amamos la belleza con economía y amamos la sabiduría sin blandicie, y usamos la riqueza más como ocasión de obrar que como jactancia de palabra Y el reconocer que es pobre no es vergüenza para nadie, sino que el no huirlo de hecho, eso sí que es más vergonzoso. Arraigada está en ellos la preocupación de los asuntos privados y también de los públicos; y estas gentes, dedicadas a otras actividades, entienden no menos de los asuntos públicos. Somos los únicos, en efecto, que consideramos al que no participa de estas cosas, no ya un tranquilo, sino un inútil, y nosotros mismos, o bien emitimos nuestro propio juicio, o bien deliberamos rectamente sobre los asuntos públicos, sin considerar las palabras un perjuicio para la acción, sino el no aprender de antemano mediante la palabra antes de pasar de hecho a ejecutar lo que es preciso” (Historia de la guerra del Peloponeso, Libro II, §§ 37 y 40).

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