miércoles, 12 de enero de 2011

El nacimiento de la filosofía - parte 2


No existe quizá mejor fresco de esta situación que las palabras que Tucídides pone en boca del mismo Pericles, en su archiconocido “Discurso fúnebre”. Permítaseme citar algunos fragmentos: “(…) tenemos una Constitución que no envidia las leyes de los vecinos, sino que más bien es ella modelo para algunas ciudades que imitadora de los otros. Y su nombre, por atribuirse no a unos pocos, sino a los más, es Democracia. A todo el mundo asiste, de acuerdo con nuestras leyes, la igualdad de derechos en las disensiones particulares, mientras que mediante la reputación que cada cual tiene en algo, no es estimado para las cosas en común más por turno que por su valía, ni a su vez por causa de su pobreza, al menos si tiene algo bueno que hacer en beneficio de la ciudad, se ve impedido por la oscuridad de su reputación. (…) amamos la belleza con economía y amamos la sabiduría sin blandicie, y usamos la riqueza más como ocasión de obrar que como jactancia de palabra.
Y el reconocer que es pobre no es vergüenza para nadie, sino que el no huirlo de hecho, eso sí que es más vergonzoso. Arraigada está en ellos la preocupación de los asuntos privados y también de los públicos; y estas gentes, dedicadas a otras actividades, entienden no menos de los asuntos públicos. Somos los únicos, en efecto, que consideramos al que no participa de estas cosas, no ya un tranquilo, sino un inútil, y nosotros mismos, o bien emitimos nuestro propio juicio, o bien deliberamos rectamente sobre los asuntos públicos, sin considerar las palabras un perjuicio para la acción, sino el no aprender de antemano mediante la palabra antes de pasar de hecho a ejecutar lo que es preciso” (Historia de la guerra del Peloponeso, Libro II, §§ 37 y 40).

Sin embargo, tal felicidad duró lo que un suspiro. En poco tiempo el ejercicio de la libertad individual se trasmutó en la práctica del egoísmo más desenfrenado, en pos de metas subalternas y mezquinas. El legítimo afán individual de poderío, por un momento perfectamente acorde al interés del conjunto, se transformó en vulgar oportunismo, en búsqueda ciega del propio provecho a expensas de la comunidad. En una palabra: Pericles fue sustituido por Cleón y éste, para colmo de males, por el incalificable Alcibíades, principal responsable de la desastrosa incursión ateniense en Sicilia. La derrota frente a Esparta en la guerra del Peloponeso selló el destino trágico de Atenas y, a poco andar, de toda Grecia.

Sin embargo, a pesar de sus trasgresiones y delitos reiterados, sus equivocaciones fatales y sus espantosas traiciones -pasó al servicio de Esparta y después al de Persia, para retornar finalmente a su patria- no es fácil detestar a Alcibíades, como sí lo hicieron sus contemporáneos Tucídides y Aristófanes con el brutal Cleón. Veamos la semblanza que nos ofrece de él el historiador C. M. Bowra en La Atenas de Pericles (Alianza, Madrid, 1981, pp. 224-225): “En Atenas el partido de Nicias [partidario de la paz] fue vencido por los imperialistas demócratas, capitaneados, primero, por Hipérbolo, que estaba hecho de la misma madera que Cleón. De mayor relieve era el joven Alcibíades, pupilo de Pericles y miembro de su clan.
Apuesto, rico, extravagante, listo y capaz, Alcibíades pareció durante mucho tiempo el heredero de Pericles enviado del cielo, que podía resucitar su manera de liderazgo con un entusiasmo renovado y una imaginación fresca. Alcibíades tenía, por supuesto, algunas cualidades notables(…) Había luchado en Delio y entendió el arte de la guerra como tal vez ningún otro ateniense de su época. Era un orador extraordinariamente brillante en la Asamblea y capaz de hacerle aceptar sus propuestas.
Mas equívoca era su relación con los sofistas y su enseñanza. Era amigo de Sócrates y lo admiraba extraordinariamente, pero no compartía su respeto por las leyes o su integridad moral. En la práctica, Alcibíades se asemejaba a esos jóvenes de Platón que discutían para su interés propio y se interesaban más por sí mismos que por su país. Aunque poseía muchas de las cualidades que hicieron a Atenas grande, tenía otras que podían llevarla a la ruina”.

¿Qué había sucedido? ¿Por qué se derrumbó -para decirlo con palabras de Hegel- esa “bella totalidad ética”? La filosofía occidental ha intentado reiteradamente -no cesará de hacerlo- develar este enigma. El propio enigma de su emergencia; el enigma constitutivo de la civilización occidental, que ésta todavía no ha sabido descifrar. La amenaza de la esfinge pende desde sus orígenes sobre ella. Su malestar en la cultura no es ajeno al trauma originario de la ruptura de la pólis.


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