martes, 30 de agosto de 2011

“Jinete del mar”, de Richard Brautigan - parte 1

El dueño de la librería no era mago. Tampoco era un cuervo de tres patas que revoloteara sobre la hierba de la montaña. Era, por supuesto, un judío, un marino mercante retirado que había sido torpedeado en el Atlántico del Norte donde estuvo flotando días enteros hasta que la muerte no lo quiso. Tenía una esposa joven, un ataque cardíaco, un Volkswagen y una casa en Marin County. Le encantaban los libros de George Orwell, Richard Aldington y Edmund Wilson.

A los dieciséis años supo lo que era la vida, primero a través de Dostoievski, luego a través de las putas de Nueva Orleans.

La librería era una especie de estacionamiento de tumbas usadas. Miles de tumbas se estacionaban en filas como autos. Casi todos los libros estaban agotados.; ya nadie quería leerlos o quienes los habían leído ya habían muerto o los habían abandonado; sin embargo, gracias al influjo de la música los libros recobraron su virginidad. Al pie de la primera página tenían grabado su copyright como un himen renovado.

Durante el año terrible de 1959, yo frecuentaba la librería en las tardes después de salir del trabajo.

El hombre tenía una cocina al fondo de la tienda y en un sartén de cobre ponía a hervir café turco muy espeso. Yo bebía a sorbos el café mientras me ponía a leer libros viejos y a esperar que terminara el año. Para esto tenía un cuartito arriba de la cocina.

El cuarto daba a la librería por la parte en que se interponían unas pantallas chinas. En el cuarto había un sofá, un botiquín de cristal repleto de objetos chinos, una mesa y tres sillas. La pieza contigua era un baño pequeñísimo que se unía al cuarto como el reloj de bolsillo a su cadena.

Una tarde, sentado en un taburete de la librería, me encontraba leyendo un libro que apoyaba contra el borde de un cáliz. Las páginas del libro eran tan claras como la ginebra, y en la primera página se leía:

Billy the Kid nació el 23 de noviembre de 1859 en la ciudad de Nueva York

El dueño de la librería vino hasta mí, me puso la mano en el hombre y me dijo:

—¿Quisieras acostarte con alguien?
—No —dije.
—Estás equivocado —dijo él, y sin más caminó hacia el frente de la librería y se detuvo ante un par de desconocidos, un hombre y una mujer.

Estuvo hablando con ellos un momento. Yo no podía escuchar lo que decían. Me señaló con el dedo. La mujer asintió con la cabeza y el hombre asintió igualmente.

Vinieron hacia el fondo de la librería.

Algo me ruborizaba. No podía salir corriendo de la librería porque la pareja avanzaba hacia mí por la única puerta de escape; entonces decidí subir al cuarto y meterme en el excusado. Ellos me siguieron.

Podía oírlos venir mientras subían las escaleras.

Esperé un buen rato en el excusado y ellos, con toda paciencia, esperaron un rato igual en el cuarto. No hablaban. Cuando salí del excusado, la mujer yacía desnuda en el sofá, y el hombre tomaba asiento y ponía el sombrero sobre la rodilla.

—No te preocupes por él —dijo la muchacha—. Estas cosas le dan igual. Es rico. Tiene 3859 Rolls Royces.

La muchacha era muy bella, y su cuerpo era como el río cristalino de una montaña de piel y músculos a flote sobre las rocas de hueso y nervios recónditos.

—Ven a mí —dijo ella—. Entra en mí, ya que ambos somos Acuario y te amo.

La pesca de truchas en Norteamérica, 1967

2 comentarios:

  1. Ah bue, no se si estás enfermucho o no pero loco seguro que seguís estando. De donde sacaste esto nene???

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  2. Loco lindooooooo!!!, como te quiero nene!!!

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