martes, 30 de agosto de 2011

“Jinete del mar”, de Richard Brautigan - parte 2

Eché una mirada al hombre sentado en la silla. No sonreía ni parecía triste.
Me quité los zapatos y toda la ropa. El hombre no dijo una sola palabra.
El cuerpo de la muchacha se movía ligeramente de un lado a otro.
No tenía más remedio: mi cuerpo era como el de un pájaro asido a los alambres de un poste, estirados sobre el mundo y levemente meneados por el viento.
Me acosté con la muchacha.

Fue como ese interminable segundo número 59 que fenece en minuto y lo deja a uno como tonto.

—Bueno —dijo la muchacha—, y me besó en la mejilla.

El hombre siguió sentado sin hablar ni moverse ni externar ninguna emoción. Supongo que efectivamente era rico y que tenía 3859 Rolls Royces.

Acto seguido la muchacha se vistió y salió de la pieza con el hombre. Bajaron las escaleras y al salir oí las primeras palabras del hombre:

—¿Quieres ir a cenar a Ernie?
—No sé —dijo la muchacha—. Es un poco temprano para pensar en cenar.

Luego oí que cerraban la puerta y ya se habían marchado. Me vestí y bajé a la librería. La carne de mi cuerpo se sentía suave y relajada como si hubiera pasado por un experimento con música de fondo.

El dueño de la librería estaba sentado ante su escritorio, detrás de la caja registradora.

—Voy a decirte lo que pasó allí arriba —dijo con su hermosa voz de cuervo de tres patas que revolotea sobre las hierbas de la montaña.
—¿Qué? —dije.
—Tú luchaste en la guerra civil española. Fuiste un joven comunista de Cleveland, Ohio. Ella era una pintora judía de Nueva York que anduvo turisteando en la guerra civil española como si ésta hubiera sido el Mardi Grass de Nueva Orleans representado por estatuas griegas. Cuando tú la conociste ella estaba pintando el retrato de un anarquista muerto. Te pidió posar junto al anarquista y actuar como si lo hubieras matado. La abofeteaste diciéndole algo que para mí sería vergonzoso repetir. Tú y ella se enamoraron mucho. Y una vez, cuando tú estabas en el frente, ella leyó Anatomía de la melancolía e hizo 349 dibujos de limón. El amor de los dos era más bien espiritual. Ninguno de los dos se condujo en la cama como millonario. Cuando cayó Barcelona, huyeron a Inglaterra y luego tomaron un barco a Nueva York. El amor quedó en España. Fue sólo un amor de guerra. Se amaban únicamente a ustedes mismos y al hecho de amarse en España durante la guerra. Algo los cambió en el Atlántico y cada día se volvieron como quienes se han perdido entre sí. Cada ola del Atlántico era una gaviota muerta que arrastraba sus despojos de artillería de un horizonte a otro. Cuando el barco encalló en Norteamérica, se despidieron sin decir nada y nunca se volvieron a ver. La última vez que volví a saber de ti, todavía vivías en Filadelfia.
—¿Eso es lo que crees que pasó allá arriba? —dije.
—En parte —añadió—. Sí, eso forma parte de todo.

Sacó la pipa, la rellenó con tabaco y la encendió.

—¿Quieres que te diga qué más sucedió arriba? —dijo.
—Sigue.
—Cruzaste la frontera mexicana. Cabalgaste en tu caballo hasta llegar a un pueblo. La gente sabía quién eras y te tenía miedo. Sabían que habías matado a muchos hombres con la pistola que llevabas al cinto. El pueblo era tan pequeño que ni siquiera había sacerdote. Cuando los rurales te vieron se marcharon del pueblo. A pesar de lo bravos que eran, nada querían tener que ver contigo. Los rurales huyeron. Te convertiste en el hombre fuerte del pueblo. Te sedujo una niña de trece años, y tú y ella vivieron juntos en una choza de adobe. Prácticamente lo único que hacían era el amor. Ella era delgada y tenía el pelo largo y negro. Hacían el amor de pie, sentados, recostados en el piso sucio lleno de puercos y de gallinas. Las paredes, el piso e incluso el techo de la choza estaban cubiertos con tu esperma y con sus venidas. Cuando de noche dormían en el piso usaban tu esperma como almohada y sus venidas como cobijas. La gente del pueblo tenía tanto miedo de ustedes que no podían hacer nada. Después de unos días ella empezó a caminar sin ropa por el pueblo, y la gente decía que eso no estaba bien. Y cuando tú y ella empezaron a salir sin ropa, y cuando tú y ella empezaron a hacer el amor montados en el caballo en medio del zócalo, los del pueblo sintieron tanto miedo que tuvieron que marcharse. A partir de entonces es un pueblo abandonado. La gente jamás viviría allí. Ninguno de ustedes llegó a los veintiún años. No era necesario. Como ves, yo sí sé lo que sucedió allá arriba —dijo.

Me sonrió amablemente. Sus ojos eran como los cordones de zapatos de un clavicordio.

Pensé acerca de lo que pasó allá arriba.

—Tú sabes que lo que te he dicho es la verdad —dijo—, ya que lo viste con tus propios ojos y viajaste con tu propio cuerpo. Termina de leer el libro que estabas leyendo antes de que te interrumpiera. Me dio gusto que te hayas acostado con la muchacha.

Una vez resumidas, las páginas del libro empezaron a correr con mayor velocidad, cada vez más rápido, hasta girar como ruedas en el mar.

La pesca de truchas en Norteamérica, 1967

1 comentario:

  1. Este es mi pollo !!!!...jjaja
    y ha vuelto a las pistas con todo!!!...
    asi me gusta, que no se olvide de nosotros que lo leemos cotidianamente y cuando no esta...EMPEZAMOS A PREOCUPARNOS....que suerte tenerte otra vez chiki!!

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