sábado, 17 de marzo de 2012

Casa en alquiler - parte 2


La manera de presentarse me hizo sonreír, pues se veía qué aquella humilde pueblerina ignoraba el lenguaje ceremonioso utilizado por los domésticos profesionales. Pero no le di la menor importancia, ya que siempre he sido un hombre sencillo y por encima de todo tipo de prejuicios sociales, y aprecio a las personas por sus valores morales y no por su lenguaje más o menos refinado.

-Muy bien, Gabriella, ha sido un placer el conocerla, respondí- En cuanto a su salario y al trabajo que tendrá que hacer en esta casa, ya se arreglara con Jones.

Luego le dije que podía retirarse. Cuando llegó la hora de la cena, tuve que hacer un tremendo esfuerzo, pues la anciana tenía la costumbre de condimentar mucho las comidas. Mas a medida que fue pasando el tiempo, no sólo me acostumbré a ellas, sino que incluso llegaron a gustarme.

A las ocho de la noche, Gabriella regresó a su casa, y yo, cansado por el agotador viaje, decidí acostarme temprano. Le dije a Jones que podía disponer de toda la noche, me dirigí a mi habitación y me metí en la cama. Había cogido una novela francesa de M. Hugo, pero en honor a la verdad, debo confesar que apenas pude llegar a la tercera página; no sé si fue el libro o el cansancio, pero a los pocos minutos. me quedé profundamente dormido.

Un ruido extraño me despertó y habría jurado que en la habitación había alguien más que respiraba jadeando. La oscuridad era total, por consiguiente, no podía ver nada. Nunca he sido un hombre timorato, como lo demuestra mi historial militar durante el tiempo que serví En la India, pero debo confesar que en aquel instante me sentí dominado por un terror espantoso. Me incorporé en la cama y, no pudiendo resistir más aquella tensión nerviosa, grité:

-¿Quién está ahí?

Nadie contestó, pero tuve la impresión, casi la certeza, de que alguien se aproximaba a mí, pues sentía aquella respiración jadeante cada vez más cercana. Volví a insistir, esta vez aún más nervioso: -¿Quién esta ahí?

Algo frío, húmedo y pegajoso rozó mi muñeca. Perdí el control de mis nervios y me puse a gritar con desesperación:

-Jones, Jones, corre, ayúdame, socorro, socorro!

Pero todo permaneció tan silencioso como antes. No Se oía nada en toda la casa, y llegué a la conclusión de que Jones estaría divirtiéndose por los bares del pueblo o, quizá, habría sido víctima, asimismo, de aquella cosa, de mi misterioso visitante. Mis gritos parecieron haber parado en seco el avance de aquel espectro, fantasma o lo que fuese, pues sentía su hálito a la misma distancia.

Como no ocurría nada, acabe por apaciguarme y me convencí de que todo no había sido más que una alucinación auditiva. Fue desagradable, por cierto; pero no tenía nada de qué inquietarme. De todas formas, y para acabar con toda duda cogí el mechero y encendí una vela. Al mismo tiempo que la llama empezaba a brillar, oí unos pasos precipitados y un gran ruido, como producido por un tejido grueso restregado con fuerza.

A la luz de la vela comprobé que en mi habitación, no había nadie más que yo, y cuando me disponía a apagar la luz y volver a dormir, mis ojos se clavaron maquinalmente en el suelo; este estaba cubierto de unas manchas negruzcas que en aquel instante no pude identificar. Me bajé de la cama y examiné con más detenimiento aquellas extrañas manchas. Lo que vi me llenó de horror: unas huellas de pies desnudos partían de la cabecera de mi lecho y se detenían, no delante de la puerta de la habitación como habría sido lógico suponer, si mi extraño visitante era un ladrón como yo sospechaba, sino delante del muro que daba a la parte posterior de la casa. ¿Había atravesado la pared aquella cosa?

Era, imposible; Ningún ser humano puede atravesar un muro de piedra. Como, aquel misterio ya empezaba a ponerme nervioso otra vez, empecé a gritar con todas mis fuerzas, llamando a Jones; mas fue en vano. Entonces tome una decisión que lamentaría durante el resto de mi vida.

Me vestí con rapidez, sin quitar los ojos del muro cogí mi pistola y me acerque al lugar donde desaparecían las huellas. Al examinar éstas de cerca, comprobé que, en efecto, penetraban en el tabique: la prueba era que una de ellas parecía cortada en dos a ras del plinto. Entonces pensé que podía tratarse de un muro giratorio que daba acceso a una escalera secreta. Empujé con todas mis fuerzas en cada centímetro cuadrado de la pared, pero esta no cedía. De repente, oí que en algún sitio del tabique giraban unos goznes invisibles; un rectángulo negro apareció en él, al mismo tiempo que una bocanada de aire pestilente penetraba por mis orificios nasales. Cogí la palmatoria, empuñé mi pistola y franqueé el misterioso umbral. La débil luz que proyectaba mí vela iluminaba una escalera de piedra que se hundía en espiral en las entrañas de la tierra. Me armé de valor y empecé a descender. Llegué a contar trescientos noventa y seis escalones; ya casi ni podía respirar, pero puesto que me había embarcado en aquella aventura, lo lógico era seguir hasta el final, descubrir quién era mi extraño visitante nocturno. Empecé a caminar por un pasadizo estrecho por cuyo suelo avanzaban las huellas. Cuando ya había recorrido unas cien yardas, me vi detenido por una pesada puerta de hierro; la empujé, resistió un poco y, al fin se abrió, produciendo un siniestro chirrido.

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