sábado, 23 de febrero de 2013

UN DESCENSO AL MAELSTRÖM - parte 1

Habíamos llegado a la cima de la roca más alta y por espacio de algunos minutos el anciano pareció demasiado desfallecido para poder hablar.
-No hace aún mucho tiempo -dijo al fin- lo hubiera guiado a usted por aquí tan bien como mi hijo menor, pero hace tres años me ocurrió la aventura más extraordinaria en que haya figurado ningún mortal, o por lo menos de tal naturaleza, como yo, para referirla: en las seis terribles horas que duró, mi cuerpo y mi alma se quebrantaron. Usted me cree muy viejo, pero no lo soy: ha bastado la cuarta parte de un día para blanquear mi cabello, antes negro como el azabache, debilitar mis miembros y resentir mi sistema nervioso hasta el punto de que el menor esfuerzo me hace temblar y me espanta la más ligera sombra. ¿Sabe usted que apenas puedo mirar por encima de ese pequeño promontorio sin sentirme sobrecogido por un vértigo?
El tal promontorio, en cuyo borde se había dejado caer con indiferencia mi compañero para descansar, pero de modo que la parte más pesada de su cuerpo estaba como pendiente, sin que lo preservase de una caída más que el punto de apoyo de su codo en la arista extrema, el tal promontorio, repito, se elevaba a unos mil quinientos o mil seiscientos pies sobre un caos de rocas situadas bajo nosotros, un inmenso precipicio de granito, negro y brillante. Por nada en el mundo hubiera osado yo aventurarme a seis pies del borde y, a decir verdad, me inquietaba de tal modo la peligrosa posición de mi compañero que me dejé caer en tierra, y me agarré de unos arbustos inmediatos, sin atreverme siquiera a levantar la vista. Me esforzaba inútilmente en desechar la idea de que el furor del viento ponía en peligro la base misma de la montaña. Algún tiempo necesité para recobrarme, sentarme y mirar el espacio a lo lejos.
-Es preciso que domine usted esos terrores -me dijo el guía-; lo he conducido aquí para que vea bien el teatro del acontecimiento de que antes le hablaba y referirle toda la historia con el escenario a la vista. Estamos ahora -continuó con esa minuciosidad que lo caracterizaba en la misma costa de Noruega, a los 68° de latitud, en la gran provincia de Nordland y en el lúgubre distrito de Lofoden; la montaña cuya cima ocupamos es Helseggen, la Nebulosa. Ahora levántese un poco, tómese de la hierba, si le sobreviene el vértigo, y mire más allá de esa faja de vapores que oculta el mar, aunque está a nuestros pies.
Miré vertiginosamente y vi una vasta extensión de mar cuyo color de tinta me recordó por el momento el relato del geógrafo nubio y su Mare Tenebrarum: era un espectáculo más espantoso y desolado de lo que ninguna imaginación humana hubiera podido concebir; a derecha e izquierda, en todo el espacio que la vista alcanzaba, se prolongaban, como murallas del mundo, las líneas de un acantilado horriblemente negro y como suspendido, cuyo carácter sombrío se acrecentaba por la resaca que subía hasta su cuesta blanca y lúgubre, produciendo un siniestro mugido. Frente al promontorio en cuya cima estábamos, a la distancia de cinco a seis millas marinas, se divisaba una isla, al parecer desierta, o más bien se adivinaba por la violenta agitación producida en las rompientes que la circuían. A unas dos millas más hacia tierra se elevaba otro islote, pedregoso y estéril, rodeado de algunos grupos de rocas negras.
El aspecto del océano, en la extensión comprendida entre las orillas y la isla más lejana, tenía algo de extraordinario: en aquel momento soplaba por la parte de tierra tan fuerte brisa que un bergantín, aunque bastante fuera, se mantenía a la capa con dos rizos en su lona, a pesar de lo cual su casco se hundía algunas veces del todo. Sin embargo, no parecía haber allí ninguna fuerte marejada, aunque, a pesar del viento, las olas se entrechocaban en todos sentidos, y se veía muy poca espuma, como no fuera en las inmediaciones de las rocas.
-La isla que se divisa allá abajo -continuó el anciano- se designa por los noruegos con el nombre de Vurrgh; la que está a medio cami¬no es Moskoe y la que se halla a una milla al norte se llama Ambaaren; más lejos están Iflesen, Hoeyhohn, Keildholm, Suarven y Buckhohn, y éstas siguen, entre Moskoe y Vurrgh: Otterholm, Flimen, Sandflesen y Estokolmo. Tales son los verdaderos nombres de esos puntos, pero no sé por qué he creído necesario nombrarlos ni me lo podría explicar. ¿Oye usted alguna cosa? ¿Nota algún cambio en el agua?
Nos hallábamos hacía diez minutos en lo más alto de Helseggen, adonde habíamos subido, saliendo del interior de Lofoden, de modo que no habíamos podido ver el mar hasta que se nos apareció de pronto desde la cima más alta. Mientras el anciano hablaba, me pareció oír un rumor muy fuerte que iba en aumento, como el mugido de un inmenso rebaño de búfalos en una pradera de América, y en el mismo instante observé que lo que los marinos llaman picado del mar se convertía con singular rapidez en una corriente cuya dirección se marcaba hacia el este; mientras yo la miraba, su velocidad se acrecentó de una manera prodigiosa, aumentando por momentos su ímpetu desordenado. A los cinco minutos, toda la extensión del mar hasta Vurrgh fue azotada con irresistible furia, pero donde se producía el estrépito con mayor fuerza era en el espacio comprendido entre Moskoe y la costa. El vasto lecho de las aguas, surcado allí y agitado por mil corrientes contrarias, parecía ser presa de frenéticas convulsiones; semejante a un hervidero, las aguas silbaban, se arremolinaban y producían gigantescos e innumerables torbellinos que giraban con vertiginosa rapidez, precipitándose hacia el este con una violencia que sólo se observa en las cataratas.

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