domingo, 24 de febrero de 2013

UN DESCENSO AL MAELSTRÖM - parte 6

"En aquel momento el primer furor de la tempestad había pasado o tal vez no la sentíamos tanto porque huíamos de ella, pero de todos modos, el mar, dominado al principio por el viento, se elevaba ahora espumoso, formando verdaderas montañas; en el cielo se había producido también un cambio singular: alrededor de nosotros, en todas direcciones, estaba siempre negro como la pez, pero casi sobre nuestras cabezas se veía un espacio circular despejado como jamás había visto y de un azul brillante; a través de aquel espacio, la luna llena despedía un brillo singular e iluminaba todas las cosas alrededor de nosotros, pero, ¡gran Dios, qué escena iluminaba!
"Hice un esfuerzo para hablar a mi hermano, mas el estrépito se había acrecentado de tal manera, sin que yo pudiese explicarme cómo, que no me fue posible hacerle comprender una sola palabra, aunque gritaba con toda la fuerza de mis pulmones. De pronto movió la cabeza, su rostro se cubrió de palidez mortal y le vi levantar un dedo, como para decirme: '¡Escucha!'
"Al punto no comprendí lo que quería decir, pero muy pronto cruzó por mi mente una idea horrible; saqué el reloj del bolsillo y vi que no
andaba; al mirar la esfera a la luz de la luna, no pude contener las lágrimas y lo arrojé al mar. ¡Se había parado a las siete; habíamos dejado pasar la tregua de la marea y el torbellino del Stróm se agitaba entonces con toda su furia! "Cuando un buque está bien construido y debidamente equipado, sin llevar demasiada carga, las olas, si sopla una fuerte brisa mar adentro, parecen escapar siempre por debajo de la quilla, lo cual es seguramente extraño para los que no conocen la navegación, y esto es lo que se llama en lenguaje técnico cabalgar. Semejante movimiento no es difícil cuando se franquea ligeramente la ola, pero en aquel instante, un mar gigantesco nos empujaba por la proa y nos elevaba a inmensa altura, como para arrojarnos contra el cielo: jamás hubiera creído que una ola pudiese subir tanto. Después descendíamos, trazando una curva y sumergiéndonos, lo cual me producía vértigo e insufribles náuseas, pareciéndome que caíamos desde la cumbre de una inmensa montaña. Pero desde lo alto de la ola dirigí una rápida mirada a mi alrededor y esto bastó para darme cuenta exactamente de nuestra posición. El torbellino del Moskoestróm distaba sólo un cuarto de milla, poco más o menos, en línea recta; pero se asemejaba tan poco al de todos los días, como ese torbellino que ve usted desde aquí a un remolino insignificante. Si no hubiera sabido dónde estábamos y lo que nos esperaba, no habría reconocido el paraje. Ante aquel espectáculo cerré involuntariamente los ojos, poseído de horror, y mis párpados quedaron adheridos como en un espasmo.
"Menos de dos minutos después observamos que las olas se calmaban; un mar de espuma nos envolvió, el barco dio bruscamente media vuelta por babor y partió con la rapidez de una flecha en aquella nueva dirección; en el mismo instante, el mugido se confundió con un clamor agudo y se percibió un sonido tal que sólo podría compararse con el rumor producido por varios miles de válvulas que dejan escapar a la vez su vapor. Nos hallábamos en la faja que rodea siempre el torbellino y naturalmente creí que dentro de un segundo íbamos a ser precipitados en aquel abismo espantoso, atendida la prodigiosa rapidez con que éra¬mos impelidos.
"El barco no parecía sumergirse en el agua, sino rasarla como una burbuja de aire en la superficie de la ola; teníamos el torbellino a estribor, y a babor elevábase el vasto océano del que acabábamos de salir, semejante a un muro inmenso que se retorcía entre nosotros y el horizonte.
"Por más que parezca extraño, cuando estuvimos en la boca misma del abismo comencé a serenarme, mirándolo todo con más sangre fría que antes; había renunciado a toda esperanza y quedé libre de una gran parte de aquel terror que al principio me anonadó: supuse que la deses¬peración comunicaba rigidez a mis nervios.
"Tal vez tome usted por una fanfarronada lo que voy a decirle, pero es la verdad: comencé a reflexionar qué magnífica cosa era morir de aquel modo y hasta qué punto era en mí una necedad ocuparme del vulgar interés de la conservación de mi persona ante tan prodigiosa manifestación del poder de Dios: me parecía que me sonrojaba de vergüenza cuando aquella idea cruzó mi espíritu. Pocos instantes después me sentí dominado por la más ardiente curiosidad respecto al torbellino; experimenté verdaderamente el deseo de explorar sus profundidades, aun a costa del sacrificio de mi vida, y mi único sentimiento era no poder refe¬rir nunca a mis compañeros los misterios que iba a sondear. Singulares ideas eran aquellas para el ánimo de un hombre que se hallaba en el último trance y con frecuencia he pensado después que las evoluciones del barco alrededor del abismo me habían trastornado un poco la cabeza.

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