lunes, 29 de abril de 2013

Carta de John Keats a Fanny Brawne


Mi queridísima Niña:

En este momento me he puesto a copiar algunos versos en limpio. No puedo continuar a ningún nivel de satisfacción. Tengo que escribirte una o dos líneas y ver si esto me ayuda a apartarte de mi Mente por un tiempo siempre tan corto. Por mi Alma que no puedo pensar en nada más – Ha pasado el tiempo en que tuve poder para recomendarte y advertirte contra la poco prometedora mañana de mi Vida – Mi amor me ha hecho egoísta. No puedo existir sin ti – me olvido de todo salvo de verte otra vez – mi Vida parece pararse allí – No veo más allá. Me has absorbido. Tengo una sensación en el momento actual como si me disolviese – Sería exquisitamente desgraciado sin la esperanza de verte pronto. Tendría miedo de separarme de ti. Mi dulce Fanny, ¿no cambiará nunca tu corazón? Mi amor, ¿no lo hará? – Tu nota acaba de entrar – No puedo ser más feliz lejos de ti. Es más rica que un bajel de perlas. No me amenaces ni en broma. Me ha sorprendido que los Hombres pudieran morir Mártires por la religión – Me he estremecido por ello – Ya no me estremezco – Podría ser martirizado por mi Religión – El Amor es mi religión – Podría morir por esto – Podría morir por ti. Mi Credo es el Amor y tú eres su único principio – Me has arrebatado con un Poder que no puedo resistir: y con todo podía resistir hasta que te vi; y desde que te he visto me he esforzado a menudo “en razonar contra las razones de mi Amor”. Ya no puedo hacerlo – el dolor sería demasiado grande – Mi Amor es egoísta – No puedo respirar sin ti.

Tuyo para siempre
John Keats.

13 de octubre de 1819, 25 College Street

domingo, 28 de abril de 2013

Capitulo 93, Rayuela


Pero el amor, esa palabra... Moralista Horacio, temeroso de pasiones sin una razón de aguas hondas, desconcertado y arisco en la ciudad donde el amor se llama con todos los nombres de todas las calles, de todas las casas, de todos los pisos, de todas las habitaciones, de todas las camas, de todos los sueños, de todos los olvidos o los recuerdos. Amor mío, no te quiero por vos ni por mí ni por los dos juntos, no te quiero porque la sangre me llame a quererte, te quiero porque no sos mía, porque estás del otro lado, ahí donde me invitás a saltar y no puedo dar el salto, porque en lo más profundo de la posesión no estás en mí, no te alcanzo, no paso de tu cuerpo, de tu risa, hay horas en que me atormenta que me ames (cómo te gusta usar el verbo amar, con qué cursilería lo vas dejando caer sobre los platos y las sábanas y los autobuses), me atormenta tu amor que no me sirve de puente porque un puente no se sostiene de un solo lado, jamás Wright ni Le Corbusier van a hacer un puente sostenido de un solo lado, y no me mires con esos ojos de pájaro, para vos la operación de] amor es tan sencilla, te curarás antes que yo y eso que me querés como yo no te quiero. Claro que te curarás, porque vivís en la salud, después de mí será cualquier otro, eso se cambia como los corpiños. Tan triste oyendo al cínico Horacio que quiere un amor pasaporte, amor pasamontañas, amor llave, amor revólver, amor que le dé los mil ojos de Argos, la ubicuidad, el silencio desde donde la música es posible, la raíz desde donde se podría empezar a tejer una lengua. Y es tonto porque todo eso duerme un poco en vos, no habría más que sumergirte en un vaso de agua como una flor japonesa y poco a poco empezarían a brotar los pétalos coloreados, se hincharían las formas combadas, crecería la hermosura. Dadora de infinito, yo no sé tomar, perdoname. Me estás alcanzando una manzana y yo he dejado los dientes en la mesa de luz. Stop, ya está bien así. También puedo ser grosero, fájate. Pero fijate bien, porque no es gratuito.
¿Por qué stop? Por miedo de empezar las fabricaciones, son tan fáciles. Sacás una idea de ahí, un sentimiento del otro estante, los atás con ayuda de palabras, perras negras, y resulta que te quiero. Total parcial: te quiero. Total general: te amo. Así viven muchos amigos míos, sin hablar de un tío y dos primos, convencidos del amor-que-sienten-por-sus-esposas. De la palabra a los actos, che; en general sin verba no hay res. Lo que mucha gente llama amar consiste en elegir a una mujer y casarse con ella. La eligen, te lo juro, los he visto. Como si se pudiese elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio. Vos dirás que la eligen porque-la-aman, yo creo que es al verse. A Beatriz no se la elige, a Julieta no se la elige. Vos no elegís la lluvia que te va a calar hasta los huesos cuando salís de un concierto. Pero estoy solo en mi pieza, caigo en artilugios de escriba, las perras negras se vengan cómo pueden, me mordisquean desde abajo de la mesa. ¿Se dice abajo o debajo? Lo mismo te muerden. ¿Por qué, por qué, pourquoi, why, warum, perchè este horror a las perras negras? Miralas ahí en ese poema de Nashe, convertidas en abejas. Y ahí, en dos versos de Octavio Paz, muslos del sol, recintos del verano. Pero un mismo cuerpo de mujer es María y la Brinvilliers, los ojos que se nublan mirando un bello ocaso son la misma óptica que se regala con los retorcimientos de un ahorcado. Tengo miedo de ese proxenetismo, de tinta y de voces, mar de lenguas lamiendo el culo del mundo. Miel y leche hay debajo de tu lengua... Sí, pero también está dicho que las moscas muertas hacen heder el perfume del perfumista. En guerra con la palabra, en guerra, todo lo que sea necesario aunque haya que renunciar a la inteligencia, quedarse en el mero pedido de papas fritas y los telegramas Reuter, en las cartas de mi noble hermano y los diálogos del cine. Curioso, muy curioso que Puttenham sintiera las palabras como si fueran objetos, y hasta criaturas con vida propia. También a mí, a veces, me parece estar engendrando ríos de hormigas feroces que se comerán el mundo. Ah, si en el silencio empollara el Roc... Logos, faute éclatante. Concebir una raza que se expresara por el dibujo, la danza, el macramé o una mímica abstracta. ¿Evitarían las connotaciones, raíz del engaño? Honneur des hommes, etc. Sí, pero un honor que se deshonra a cada frase, como un burdel de
vírgenes si la cosa fuera posible.
(Julio Cortazar)


Cortázar

viernes, 26 de abril de 2013

Artaud




Antonin Artaud murió ayer por la mañana en el asilo de Ivry-sur-Seine. A la hora en que solían llevar a los enfermos la taza de café y el pedazo de pan, la enfermera de servicio descubrió su cuerpo sin vida cuan largo sobre el piso. Tal vez había querido vestirse. Todavía sostenía un zapato en la mano.
Yo había ido a verle la semana anterior. Entonces me confesó que había contraído el cáncer y que debía tomar fuertes dosis de cloral* para aplacar sus sufrimientos. Había rechazado quince días atrás una invitación de sus íntimos, que querían llevarlo al sur. Les dijo:
-A fines de febrero o a comienzos de marzo estaré muerto.
La profecía se consumó.
Habitaba un cuarto desolado en lo que fuera el antiguo pabellón de caza de un Orléans. Estaba tendido al pie de una inmensa chimenea sobre un jergón. En la pared, unos dibujos fulgurantes suyos que recordaban los bocetos de Van Gogh.
Me dedicó una foto: "¿Hasta qué tonalidad de sangre iremos juntos?", y sobre la edición de su Van Gogh, respondió: "La tonalidad de sangre irá hasta el negro". Se levanta, enciende con la mano temblorosa un gauloise y se pasea por el gran cuarto:
-Sé que tengo cáncer. Lo que quiero decir antes de morir es que odio a los psiquiatras. En el hospital de Rodez yo vivía bajo el terror de una frase: "El señor Artaud no come hoy, pasa al electroshock". Sé que existen torturas más abominables. Pienso en Van Gogh, en Nerval, en todos los demás. Lo que es atroz es que en pleno siglo XX un médico se pueda apoderar de un hombre y con el pretexto de que está loco o débil hacer con él lo que le plazca. Yo padecí cincuenta electroshocks, es decir, cincuenta estados de coma. Durante mucho tiempo fui amnésico. Había olvidado incluso a mis amigos: Marthe Robert, Henri Thomas, Adamov; ya no reconocía ni a Jean Louis Barrault. Aquí en Ivry sólo el doctor Delmas me hizo bien; lamentablemente murió...
Continúa febrilmente:
-Estoy asqueado del psicoanálisis, de ese "freudismo" que se las sabe todas. Ahora sólo puedo concebir la pureza. Todos aquellos que dejaron algo: Edgar Poe, Baudelaire, Van Gogh, eran castos. Yo únicamente puedo crear cuando soy casto.
-Luego dirán que usted es cristiano...
-Eso no tiene nada que ver con Dios. Lo decía en mi famosa emisión radial prohibida. De paso, yo no tengo nada que ver con el escándalo que entonces se formó. La religión siempre ha sido ambigua en esos terrenos. En lo que me concierne pienso que debe abolirse el ser sexual. Hemos perdido, verá usted, una cierta concepción del hombre. Hacia el año mil, el hombre no moría. Hubo un tiempo en que vivía durante siglos. Había entonces pueblos enteros de muertos vivos como hoy apenas existen en algunos lugares apartados de Asia. Mientras los filósofos crean que existe de una parte el espíritu y de otra el cuerpo, el mundo no progresará. Sólo hay el cuerpo que el hombre pierde cuando piensa. Antaño, el acto era indirecto; no había ningún debate mental; la mano no hacía cálculos sobre si tomar o no tomar. En este momento quiero destruir mi pensamiento y mi espíritu. Por encima del pensamiento, del espíritu y la conciencia, no quiero suponer nada, no quiero admitir nada, no quiero entrar en ninguna parte, no quiero discutir sobre nada.
Sigue un largo silencio, interrumpido apenas por el crepitar del leño. Recuerdo que un día me confesó haber encontrado en el cloral esa libertad que buscaba, la liberación de sus obsesiones, lo que él llamaba su "rotación interna". Observo cerca de la chimenea la varilla de hierro que partió en dos durante su último delirio nocturno. Lo animaba entonces una fuerza luciferina.
Afuera, unos abetos, un pabellón oculto entre la maleza. Me dice que es la morgue y que en esa maleza irreal que lo rodea, a doscientos metros apenas del bosque por un costado y de las chimeneas de las fábricas por el otro, que ese pabellón podría ser el "jardín de la muerte" de Andersen.
Antonin Artaud contemplaba la cercanía de su fin desde hacía semanas. Aquella libertad que buscaba desesperadamente por fin la halló.
Frente a todo esto, ¿qué resta
del viejo Artaud?
algunas notas
aquellas del obrero de pozos que
trepa sin sol, hacia las afueras de la
bóveda redonda,
peldaño a peldaño por la escalera
del tiempo
gangrenado por la eternidad.
Hélas aquí a través de un cierto
pasado.
Antonin Artaud
(Fragmento de un poema entonces inédito)



________________________________
* Un hipnótico muy fuerte.
(N. del E). Los dos textos anteriores fueron sacados de René Char (faire du chemin avec), de Marie-Claude Char, Ediciones Gallimard, 1992. El segundo proviene de un recorte de periódico conservado por Char. La traducción es de Andrés Hoyos.

Por Jean Marabini

Allí donde tiemblan



Allí donde tiemblan vitriolos vivientes

los poetas elevan sus manos,
el cielo ídolo sobre las mesas
se vuelve sobre sí mismo, y el fino sexo
empapa una lengua de hielo
en cada agujero, en cada lugar
que al avanzar el cielo deja libre.
El suelo está emparedado de almas
y de mujeres con un sexo hermoso
donde los minúsculos cadáveres
reflejan sus momias.

Artaud

martes, 23 de abril de 2013

La barrica de amontillado

Era entonces media noche, y mi obra tocaba a su fin; había completado ya la octava línea de ladrillos, la novena y la décima y una parte de la undécima y última, faltándome tan sólo ajustar una piedra.
La moví con trabajo, y la coloqué al fin en la posición deseada. En el mismo momento resonó en el nicho una carcajada ahogada que me puso los cabellos de punta, y a la cual siguió una voz triste que a duras penas reconocí como la de Fortunato.
-¡Ah, ah! -exclamaba-. ¡No es mala broma! ¡Buena jugarreta! ¡Cómo nos reiremos en el palacio, ja, ja, de nuestro buen vino!
-¡Del amontillado! -dije yo.
-¡Ja, ja! Sí, del amontillado. Pero ya es tarde. ¿No nos esperan en el palacio la señora Fortunato y los demás? Vámonos.
-Sí -repuse-, vámonos.
-”¡Por amor de Dios, Montresor!”
-Sí -dije-, por amor de Dios.
Estas palabras quedaron sin contestación; en vano apliqué el oído, e impaciente ya, grité con fuerza:
-¡Fortunato!
Nada. Introduje mi luz a través de la abertura que había quedado y la dejé caer dentro. Sólo me contestó un ruido de campanillas que me hizo daño en el corazón, sin duda a causa de la humedad de las catacumbas. Me apresuré a poner término a mi obra, hice un esfuerzo, ajusté la última piedra y la cubrí de mortero, levantando después la antigua pared de osamentas para tapar la nueva mampostería. Desde hace medio siglo ningún mortal las ha tocado. In pace requiescat.

 Edgar Allan Poe

domingo, 21 de abril de 2013

Freddie King - Texas In My Blues


Texas In My Blues: Live in Texas & Oklahoma 1. Mojo Boogie (J.B. Lenoir) 2. Messin' With The Kid (Mel London) -- 7:18 3. Boogie Chillun (John Lee Hooker) -- 11:45 4. Have You Ever Loved A Woman (Billy Miles) -- 20:17 5. Going Down (Don Nix) -- 33:05 6. Stormy Monday (T-Bone Walker) - 37:22 7. Woman Across The River (Freddie King) -- 51:02 8. Signals Of Love (Jimmy Reed)/TV Mama (Big Joe Turner) -- 55:37 9. Let The Good Times Roll (Shirley Goodman & Leonard Lee) -- 01:02:41 10. Sweet Home Chicago (Robert Johnson) -- 01:10:49

lunes, 15 de abril de 2013

Spartacus - 9:30



Dejé de verlo al minuto 9:30, para teminó así la serie.

Las fieras - parte 5


Relatos de esta índole son frecuentes, pero para qué criticar las ferocidades inútiles. Todos estamos conscientes que en un momento dado de nuestras vidas, por aburrimiento o angustia, seremos capaces de cometer un acto infinitamente más bellaco que el que no condenamos. A decir la verdad, aploma a nuestras conciencias un sentimiento implacable, quizá la misma fiera voluntad que encrespa a las bestias carniceras en sus cubiles de los bosques y las montañas.

Además, conocemos muchas tristezas que ni el mismo naipe es capaz de disolver, hastíos semejantes a chalecos de fuerza ciñen nuestros instintos hasta el día que caigamos bajo el cuchillo de un enemigo, o la bala de alguien que hace mucho tiempo nos está esperando entre las tinieblas. Porque a cada uno de nosotros, lo espera alguien.

Después de haber vivido de esta manera, es lógico estar colmado de un silencio tan hosco, mudez de fiera que ha recibido de la vida una fuerza maldita, utilizable sólo en los bajíos del mal.

Ahora en la mesa del café, bajo las luces amarillas, blancas y azules, el silencio constituye un reposo. Tenemos necesidad de un poco de descanso, para que se asienten nuestras infamias calladas, nuestros crímenes flojos.

La música retoba el aburrimiento

Un tango antiguo nos recuerda un momento carcelario, otros la noche del hallazgo de una mujer, otros un instante terrible de cuando andábamos en la mala.

Si el tango se hace bronco, un espasmo nos retuerce el alma. Se recuerda entonces el placer rojo y terrible de aplastarle a puñetazos la cara a una mujer, o también el goce de bailar trenzados con una hembra esquiva en una milonga asesina, o también el primer dinero que nos dio la mujer que nos inició en la vida, billete de diez pesos que ella sacó de la liga y que nosotros recibimos con alegría temblorosa porque ese dinero lo había ganado acostándose con otros.

Lloro de bandoneones que lo despeina a uno en dulces recuerdos, primeras emociones agridulces de vida de cafishio: la mujer que va por la calle con un hombre; la mujer que ríe en la mesa acompañada de tres hombres, sensación de procacidad y ráfaga; la mujer que durante la noche ha hecho la recorrida del café y la pieza del brazo de clientes que pasaban ante los ojos, emoción que colma la expectativa de algunas palabras susurradas subrepticiamente: "Esperá un momento, querido, que pronto me desocupo".

El tango nos empenacha el alma del recuerdo de primitivas alegrías: la mujer de todos pavoneándose en compañía de aquel a quien le regala su dinero, la gente mirándonos al pasar, los giles asombrándose de las pornografías de la conversación, las tenidas en las piezas de las amigas, las presentaciones de rigor: "Le presento a mi marido".

Tardes de lluvia desperdigadas entre largas rondas de mate, la victrola en un rincón, la bandeja de masas arrumbada entre tarros de gomina. Si la mujer hace la calle, la reglamentaria despedida a las cuatro, el "hasta luego querido", el "tené cuidado con los tiras, nena" y la mujer que en el instante de la despedida siempre tiene un gesto raro, casi doloroso al principio en el oficio y que mediante un esfuerzo de voluntad recubre su rostro de una máscara de impasibilidad convirtiéndose instantáneamente en otra, mezclándose a los transeúntes con el tardo paso de la yiranta. Inmediatamente a uno le cruza la mente esta preocupación: "En fija la encanan hoy" o "¿No será la última vez que la veo hoy?"

Por eso, cuando en el silencio que guardamos junto a la mesa de café, repiquetea el timbre del teléfono, un sobresalto nos mueve las cabezas, y si no es para nosotros, bajo las luces blancas, bermejas o azules, Uña de Oro bosteza y Guillermito el Ladrón barbota una injuria, y una negrura que ni las mismas calles más negras tienen en sus profundidades de barro, se nos entra a los ojos, mientras tras el espesor de la vidriera que da a la calle pasan mujeres honradas del brazo de hombres honrados.

Roberto Arlt

domingo, 14 de abril de 2013

Las fieras - parte 4


De pronto el choque del cubilete de los dados revienta en mis oídos como la descarga de un revólver, levanto la cabeza y revuelvo una saliva de veneno. La vida continúa siempre igual, adentro y afuera, y este silencio es una verdad, un intervalo donde descansa nuestra expectativa de una mala noticia, ya que es necesario aguardaría siempre, aguardaría siempre en el desconocido que entre inopinadamente al café o en el temblequeo de la campanilla del teléfono.

Jugando a los naipes o al dominó, volteando dados o una moneda, bajo la apariencia de olvido persiste una constante tensión nerviosa, una especie de "alerta está", vigilancia inconsciente, sobresalto imperceptible que mueve permanentemente los párpados y las pupilas, en un soslayar siniestro.

Ningún desconocido al entrar a este café escapa a ese examen, tendido en invisible abanico de noventa grados, sobre el círculo de los naipes o las geometrías blancas y negras de las fichas de dominó.

Cuando no se juega, los mentones descansan engastados en las palmas de las manos. El cigarrillo se consume lentamente en el vértice de los labios y entonces... cuando menos se espera aparece el sufrimiento sordo, una como nostalgia de las entrañas que ignoran lo que quieren, arruga las frentes, ¡ah! cómo explicar esta desesperación, nos lanzamos a la calle, vamos hacia los departamentos donde nunca falta una atorranta con la cual acostarse, y desfogar babeando en un mal sueño este dolor que no se sabe de dónde viene ni para qué.

Y es que todos llevamos adentro un aburrimiento horrible, una mala palabra retenida, un golpe que no sabe dónde descargarse, y si el Relojero la desencuaderna a puntapiés a su mujer, es porque en la noche sucia de su pieza, el alma le envasa un dolor que es como desazón de un nervio en un diente podrido.

Y cuando este dolor, que ellos ignoran con qué palabras se puede nombrar, estalla en un corazón, el que permanecía callado barbotea una injuria, y por resonancia los otros también responden, y de pronto la mesa que hasta ese momento parecía un círculo de dormidos se anima de injurias terribles y de odios sin razón, y sin saber cómo surgen agravios antiguos y ofensas olvidadas. Y si no llegan a las manos es porque nunca falta un comedido que interviene a tiempo y recuerda con melifluo palabrerío las consecuencias de la gresca.

Una fiesta que no hay dinero con qué pagarla, es la llegada de desconocidos y amigos perdidos a la mesa. Vienen del interior. Han estado robando en provincias. O purgando una pena en la cárcel. O estafando en los trenes. Pero, tengan la cabeza rapada o melenuda, no importa: sus historias y su dinero bien valen la acogida que se les hace; y entonces por un minuto el mozo se soflama. Tal diversidad de bebidas solicitan los gaznates distintos. Una alegría espantosa estalla en el interior de cada fiera, y siguiendo el impulso de una vanidad inexplicable, de un orgullo demoníaco, se habla... Si se habla es de cacerías de mujeres en el corazón de la ciudad, su persecución en los clandestinos de extramuros donde se ocultan; si se habla, es de riñas con bandas enemigas que las han raptado, de asaltos, de emboscadas, de robos, escalamientos y fracturas. Si se habla es de viajes en transportes nacionales a "la tierra", si se habla es de la cárcel, de las eternas noches en la "berlina" (calabozo triangular donde el detenido no puede acostarse ni sentarse), si se habla es de los procedimientos de los jueces, de los políticos a quienes están vendidos, de los pesquisas y sus ferocidades, de interrogatorios, careos, indagatorias y reconstrucciones, si se habla es de castigos, dolores, torturas, golpes sobre el rostro, puñetazos en el estómago, retorcimiento de testículos, puntapiés en las tibias, dedos prensados, manos retorcidas, flagelaciones con la goma, martillazo con la culata del revólver... si se habla es de mujeres asesinadas, robadas, fugitivas, apaleadas...

Siempre los mismos temas: el crimen, la venalidad, el castigo, la traición, la ferocidad. Lentamente humean los cigarros. Cada frente crispa un mal recuerdo. En una distancia Luego sobreviene el silencio. Los desconocidos se marchan acompañados del camarada que los presentó.

Entonces las miradas recorren las mesas próximas, se detienen en la muchacha que atiende la victrola, estalla un comentario breve y cruel como un petardo, una sonrisa fría encrespa algún labio, ya que se sabe con quién está por caer la desgraciada, incluso el que la ronda ya ha anticipado el número de palizas que le suministrará, un fósforo crepita al encenderse entre dos dedos y el humo azulento sube despacio hacia el plafond.

¡Oh! cuántas, cuántas cosas se cuentan en pocas palabras en estas interminables noches negras

Una vez es Guillermito, otras Uña de Oro. Uña de Oro, por ejemplo, cuenta cómo fue que una vez le atravesó con un cortaplumas la palma de la mano a una mujer.

Ella quería irse a vivir con él, y Uña le preguntó si estaba dispuesta a darle una prueba de amor, y cuando la meretriz le preguntó en qué consistía la prueba de amor, él le contestó: dejarse atravesar la mano con un cuchillo, y como ella accedió, le clavó la mano en la tabla de la mesa.

Las fieras - parte 3


Cuando se enoja tartamudea. Con la visera de la gorra hundida sobre los ojos se sumerge en intrincados problemas de ajedrez, y se jacta de ser campeón de damas, y aunque ello es verosímil, para expresar sus ideas utiliza un procedimiento un poco absurdo. Por ejemplo, dice del Japonés, un ladrón oscuro y feroz, que siempre encuentra laudables pretextos para desenvainar el cuchillo:

-Es como una niña.

Indudablemente, resulta dificultoso comprender qué es lo que entiende por "una niña" Angelito el Potrillo.

Cuando Angelito está bien de salud y no se encuentra preso, desaparece durante un tiempo de la ciudad en compañía del Japonés. Recorren el interior explotando el cuento de "filo misho" y otros ardides más o menos sutiles, pues Angelito el Potrillo no es como aquellos perdularios que no practican sino su especialidad, sino que a él, "le da tanto un barrido como un fregado".

Por ahora Angelito está muy débil y no viaja.

Permanece horas y horas con una sien apoyada en el vidrio, mirando hacia la calle, y los pesquisas que pasan saben que él está enfermo, que no puede robar y no lo detienen. Incluso algunos lo saludan y Angelito hace un gesto ahuecado en sonrisa. Dice que "es un consuelo saber que se va a morir entre la consideración de la gente correcta". ¡No te diré como fui hundiéndome día tras día!

Ahora cada uno de nosotros lleva un recuerdo terrible que es una bazofia de tristeza. Ayer... hoy .. mañana...

Hundiéndome día tras día.

Cómo explicar este fenómeno que deja libre la inteligencia, mientras los sentimientos embadurnados de inmundicia nos aplastan más y más en toda renunciación a la luz. Por eso la mala palabra nos muequea en la jeta, y para cada rostro de mujer la mano se nos crispa en una tentación de cachetada, porque junto a nosotros no se encuentra aquella, la preciosísima que nos destrozó la vida en una encrucijada del tiempo que fue. ¿Para qué hablar? Si todo lo dice el silencio de sombras que entolda el bar amarillo, donde se inclinan las cabezas que ya no tienen esperanzas terrestres. Fieras enjauladas, permanecemos tras los barrotes de los pensamientos residuos, y por eso es que la sonrisa canalla se despega tan dificultosamente del semblante encolado en una contracción de aburrimiento perrero.

Los días son negros, las noches más encajonadas que calabozos.

A veces pasa tu recuerdo por mi memoria como una estrella de siete puntas, y Tacuara como si adivinara tu tránsito celeste por mi vida, me examina rápidamente de pies a cabeza y me dice como si ella fuera mi igual:

-¿Qué te pasa? ¿Te duele el corazón?

Su ojo derecho se entrecierra casi, alarga el cuello, frunce los labios finos, y a medias torcida como si hubiera quedado desfigurada por una hemiplejía, me pregunta:

-¿Te acordás de ella?

No te diré cómo fui hundiéndome día tras día. Quizá ocurrió después del horrible pecado. La verdad es que fui quedando aislado.

Caminaba como antes por las calles, miraba los objetos que se exhiben en las vitrinas, y hasta me detenía sorprendido frente a ciertas ingeniosidades de la industria, mas la verdad es que estaba horriblemente solo.

Alguna que otra vez sentía en mis mejillas el frío roce de un alma que me buscaba por la tierra con su pobre pensamiento encadenado. Un escalofrío se descargaba entonces a través de los intersticios de mis vértebras.

Luego la noche del pensamiento caía sobre mí y estuve mucho tiempo sumergido en el crepúsculo que ya no era terrestre, y tal como deben conocerlo aquellos que la medicina clasifica con el nombre de idiotas profundos.

Llegué así por descendimientos progresivos hasta la miseria de esta amistad silenciosa, en la que los infaltables son Uña de Oro, el Pibe Repoyo y el Relojero.

El Relojero no habla nunca. A lo más sonríe melancólicamente. De vez en cuando le suministra a su "señora" una paliza brutal, y si Guillermito el Ladrón le pregunta por qué le pega, el Relojero se encoge de hombros, sonríe dolorosamente y contesta después de rumiar largo rato su respuesta:

-Qué sé yo. Será porque estoy aburrido.

Guillermito cuida el físico, gasta reloj pulsera de oro, se da fomentos faciales y rayos ultravioletas, pero en la frente tiene el croquis de una arruga rápida, crispación que anticipa el gesto de echar la mano a la cintura para sacar el revólver y resolver un asunto de vida o de muerte. Jamás ha robado en la ciudad, y siempre conversa de instalar una timba. Aspira como yo lo fui en otros tiempos, a ser dueño de un recreo con parrilla criolla, pero aún no dispone del necesario capital y sus opiniones políticas no pueden ser más estúpidas.

Está con Yrigoyen y la democracia.

Uña de Oro seduce a las "loquitas" con su perfil de gavilán y los transparentes ojos verdosos y la crueldad felina de sus maxilares que acompañan el impulso de las sienes huidas hacia las orejas puntiagudas. Cuando está cansado apoya los brazos en la mesa, agacha la cabeza y se duerme en la turbamulta del café, con ronquido feroz

¿Es necesario describir estas cosas simples, bestiales, primitivas?

Nos comunicamos con el silencio. Un silencio que se descarga en la mirada o en una inflexión de los labios respondiendo con un monosílabo a otro monosílabo. Cada uno de nosotros está sumergido en un pasado oscuro donde los ojos de tanto haber fijado, se han inmovilizado como los de cretinos que miran absurdamente un rincón sucio.

¿Qué miramos?

No te lo podría decir. Sé que por donde he ido me he acordado de ti, y que llegué a profundidades increíblemente tristes. Ahora mismo.. cierro los ojos, como Uña de Oro cargo la frente sobre el dorso de las manos... pero no duermo. Pienso que es triste no saber a quién matar.

Las fieras - parte 2



Después salí. Más tarde me detuvieron otra vez. En la sombra me acompañaba tu recuerdo y en la vida, fiel como una perra, la mulata Tacuara.

¡Tacuara! ¿A dónde no habré ido con Tacuara?

Por ella conocí el asqueroso aburrimiento complicado con olores de polvo de arroz de los lenocinios de provincias, la regenta en chancletas cuidando un brasero que enceniza el piso de la sala, el mate que rueda lentamente entre las manos de diez rameras pitañosas, el viento que sacude la madera de los postigos porque los vidrios están rotos y se han sustituido los cristales con alambre de fiambrera, mientras llega desde afuera el ruido informe de un carro de ruedas gigantescas, cargado con una pirámide de bolsas de maíz, y el látigo chasquea junto a las orejas de los ocho caballos envueltos en grandes nubes de tierra amarilla.

Por Tacuara conocí los prostíbulos más espantosos de provincias. Aquellos en que la pieza no tiene cama, sino un jergón de chala tirado en el suelo de ladrillos, y mujeres con labios perforados de chancros sifilíticos. He comido sopa de locro y he bailado tangos más siniestros que agonía en salas tan inmensas como cuadras de un cuartel. Había allí bancos de madera sin cepillar y en los rincones negras sosteniendo con un brazo a un recién nacido a quien amamanta con un pecho, mientras que para no perder tiempo con la mano libre le desprendían los pantalones a un ebrio rijoso.

¡A dónde no habré ido con Tacuara!

En su compañía he recorrido todo el sur de la provincia, Bahía Blanca, Marcos Juárez y Azul, después estuvimos en Rosario de Santa Fe, Córdoba, Río Cuarto, Villa María y Bell Ville.

Con el auxilio de los políticos, a veces fui timbero y otras despaché chinchulines y parrilla criolla en bodegones montados a la orilla de establecimientos donde trabajaba con todos los hombres mi único amor.

Viajamos por agua.

Estuve en Paraná, Corrientes, Misiones. Pasé a Santa Ana do Livramento, Río Grande do Sul, San Pablo. En San Pablo, al expulsarme de la ciudad los carabineros, me tiraron encima de un vagón de carga y me rompieron tres costillas. Pasamos a Río de Janeiro, y Tacuara se inscribió en un prostíbulo de Laranyeiras. La casa de piedra mostraba en el frontín un mosaico con la Virgen y el Niño, y bajo el mosaico una lámpara eléctrica que iluminaba una garita abierta en la pared y entrelazada de perpendiculares barras de hierro a la altura de la cintura. En esta hornacina, tiesa como una estatua, de pie, Tacuara hacia cinco horas de guardia. A través de las rejas los hombres que le apetecían podían tocarle las carnes para constatar su dureza. En aquel barrio de mil prostitutas, y adornado de palmas y Cirios los días de Pascua, un retén de gendarmes, armados de carabinas, mantenían el orden para evitar que catangas y marineros se liaran a cuchilladas.

Volvimos a Buenos Aires.

Yo extrañaba mi calle Corrientes, y ella su dormitorio con olor a naranjas en la barrera de San Fernando y el dulce y monótono zumbido de las sierras de las cajonerías para fruta del Delta.

Y así, fui hundiéndome día tras día, hasta venir a recalar en este rincón de Ambos Mundos. Aquí es donde nos reunimos Cipriano, Guillermito el Ladrón, Uña de Oro, el Relojero y Pibe Repoyo.

Por la noche llegan perezosamente hasta la mesa de junto a la vidriera, se sientan, saludan de soslayo a la muchacha de la victrola, piden un café y en la posición que se han sentado permanecen horas y más horas, mirando con expresión desgarrada, por el vidrio, la gente que pasa.

En el fondo de los ojos de estos ex hombres se diluye una niebla gris. Cada uno de ellos ve en sí un misterio inexplicable, un nervio aún no clasificado, roto en el mecanismo de la voluntad. Esto los convierte en muñecos de cuerda relajada, y este relajamiento se traduce en el silencio que guardamos. Nadie aún lo ha observado, pero hay días que entre cuatro apenas si pronunciamos veinte palabras.

De un modo o de otro hemos robado, algunos han llegado hasta el crimen; todos, sin excepción, han destruido la vida de una mujer, y el silencio es el vaso comunicante por el cual nuestra pesadilla de aburrimiento y angustia pasa de alma a alma con roce oscuro. Esta sensación de aniquilamiento torvo, con las muecas inconscientes que acompañan al recuerdo canalla, nos pone en el rostro una máscara de fealdad cínica y dolorosa.

¡Y qué prójimos los nuestros! ¡Qué historias las que pueden contar!

Por ejemplo... el negro Cipriano:

Es rechoncho como un ídolo de chocolate.

En otros tiempos trabajó de cocinero en un prostíbulo. Cuenta, y orgullosamente, que vestido de blanco le servia a una escogida concurrencia de rufianes y macrós un congrio aderezado en una bandeja de plata.

Aunque no lo diga, se enternece evocando los paisajes sonrosados.

Los ojos se le humedecen e inundan de venitas de sangre, y bien se comprende: siente nostalgia de los tiempos en que era confidente de la regenta. Ésta, con las tetas volcadas entre las puntillas de su peinador, prostituía menores de catorce años, para servirlas a la voracidad de terribles magistrados y potentados ancianos. Luego secreteaba con Cipriano cuanto había ganado, y el negro era feliz, se comprendía el hombre de confianza de la casa. No se llega impunemente a estas alturas. Con los achocolatados párpados entreabiertos y las quijadas apoyadas en los puños, Cipriano, como un yacaré que sueña con la manigua, persigue con ojos amarillos fabulosas memorias, fiestas de traficantes polacos y marselleses, rufianes grasientos como fardos de sebo, e implacables como verdugos.

Estos hombres tenían la piel del cogote más roja que el colodrillo de los pavos, y ricitos de oro se escapaban por los agujeros de las narices y las orejas.

Despreciaban profundamente los países donde medraban, les escupían en la cara a los empleados de policía inferiores, y compraban a los jefes políticos con cheques que firmaban guiñando un ojo socarronamente.

Cipriano sabe muchas cosas, y cuando se le apura, confiesa que nada le agrada tanto como violar a un muchachito, o acostarse con un marinero de la Martinica.

Y sin embargo sonríe con la ingenuidad de un monstruo jovial.

Nadie, viéndolo, pensaría que él, el cocinero de los prostíbulos, era además el encargado de tatuarle con un látigo rayas moradas en las nalgas a las prostitutas desobedientes. Cuando recuerda las mujeres que castigó, sonríe con dulzura de hipopótamo resoplando agua y barro en el cañaveral de una manigua.

Y más dulzura bondadosa encierra su sonrisa, al rememorar los menores que violó, dramas de leonera, un chico maniatado por cinco ladrones que le apretaban contra el suelo tapándole la boca, luego ese grito de entraña roto que sacude como una descarga de voltaje el cuerpo sujetado... y la fila de hombres, que con los pantalones sostenidos con una mano, aguardan turno, mientras que el cuerpo del niño perforado por un dolor terrible se arquea y luego cae exánime.

Y si alguien, para mofarse, le pregunta qué es lo que prefiere, una muchacha o un ladroncito, Cipriano que se jacta de haber "desmayado grandes", entrecierra los ojos y hace rechinar los dientes. Como un cocodrilo adormilado en la marisma, apetece la inmundicia, y sólo cuando está muy contento dice algunas palabras en un dulce francés de la Martinica.

Por otra parte es muy católico y siempre que pasa ante una iglesia se descubre respetuosamente.

Tosiendo penosamente se sienta algunas veces a nuestra mesa Angelito el Potrillo, ratero y tuberculoso.

Tiene treinta años de edad, de los cuales ha pasado diez en el cuadro quinto, cansado de repetir siempre la misma infracción inexistente "portación de armas"

Lo perdieron las malas juntas.

Las fieras - parte 1

No te diré nunca cómo fui hundiéndome, día tras día, entre los hombres perdidos, ladrones y asesinos y mujeres que tienen la piel del rostro más áspero que cal agrietada. A veces, cuando reconsidero la latitud a que he llegado, siento que en mi cerebro se mueven grandes lienzos de sombra, camino como un sonámbulo y el proceso de mi descomposición me parece engastado en la arquitectura de un sueño que nunca ocurrió.
Sin embargo, hace mucho tiempo que estoy perdido. Me faltan fuerzas para escaparme a ese engranaje perezoso, que en la sucesión de las noches me sumerge más y más en la profundidad de un departamento prostibulario, donde otros espantosos aburridos como yo soportan entre los dedos una pantalla de naipes y mueven con desgano fichas negras o verdes, mientras que el tiempo cae con gotear de agua en el sucio pozal de nuestras almas.

Jamás le he hablado a ninguno de mis compañeros de ti, ¿y para qué?

La única informada de tu existencia es Tacuara. Apretando en el bolsillo un rollo de dinero, entra a la pieza después de las cuatro de la madrugada. El pelo de Tacuara es lacio y renegrido; los ojos oblicuos y pampas; la cara redonda y como espolvoreada de carbón, y la nariz chata. Tacuara tiene una debilidad: es la lectura de la "Vida Social", y una virtud, la de gustarle a los descargadores de naranjas y hombres de la ribera de San Fernando.

Ceba mate mientras yo, espatarrado en la cama, pienso en ti, a quien he perdido para siempre.

Lo dificultoso es explicarte cómo fui hundiéndome día tras día.

A medida que pasan los años, cae sobre mi vida una pesada losa de inercia y acostumbramiento. La actitud más ruin y la situación más repugnante me parece natural y aceptable. Me falta extrañeza para recordar los muros de los calabozos donde he dormido tantas veces.

Pero a pesar de haberme mezclado con los de abajo, jamás hombre alguno ha vivido más aislado entre estas fieras que yo. Aún no he podido fundirme con ellos, lo cual no me impide sonreír cuando alguna de estas bestias la estropea a golpes a una de las desdichadas que lo mantiene, o comete una salvajada inútil, por el solo gusto de jactarse de haberla realizado.

Muchas veces acude tu nombre a mis labios. Recuerdo la tarde cuando estuvimos juntos, en la iglesia de Nueva Pompeya. También me acuerdo del podenco del sacristán. Empinando el hocico y el paso tardo, cruzaba el mosaico del templo por entre la fila de bancos... pero han pasado tantos cientos de días, que ahora me parece vivir en una ciudad profundísima, infinitamente abajo, sobre el nivel del mar. Una neblina de carbón flota permanente en este socavón de la infrahumanidad; de tanto en tanto chasquea el estampido de una pistola automática, y luego todos volvemos a nuestra postura primera, como si no hubiera ocurrido nada.

Incluso he cambiado de nombre, de manera que aunque a todos los que pasan les preguntaras por mí, nadie sabría contestarte.

Sin embargo, vivimos aquí en la misma ciudad, bajo idénticas estrellas.

Con la diferencia, claro está, que yo exploto a una prostituta, tengo prontuario y moriré con las espaldas desfondadas a balazos mientras tú te casarás algún día con un empleado de banco o un subteniente de la reserva.

Y si me resta tu recuerdo es por representar posibilidades de vida que yo nunca podré vivir. Es terrible, pero rubricado en ciertos declives de la existencia, no se escoge. Se acepta.

Estalló tu recuerdo, una noche que tiritaba de fiebre arrojado al rincón de un calabozo. No estaba herido, pero me habían golpeado mucho con un pedazo de goma y la temperatura de la fiebre movía ante mis ojos paisajes de perdición.

Grisáceo como el trozo de un film, pasaba el recuerdo del primer viaje que efectué a un prostíbulo de provincia, con Tacuara. Era la una de la tarde y un coche desvencijado nos llevaba por un callejón sombrío, acolchado de polvo. El sol centelleaba en el muro rojo del prostíbulo, y frente a la puerta de chapa de hierro engastada en la muralla de ladrillo había un pantano de orines y un poste para atar los caballos. El viento hacia chirriar en su soporte un farol de petróleo.

Nunca olvidaré. El macro judío me adelantó cincuenta latas sobre el trabajo de la mujer en la semana, y entonces marché a entrevistarme con el jefe político y el comisario... Estas iniquidades pasaban por mi memoria mientras estaba tendido en el piso de portland del calabozo. A momentos creía que iba a morir. Entreabría los párpados y distinguía murallas rodeadas de otros cercos por otros subsuelos, y durante un minuto mi vida transcurrió el espacio de un siglo en el fondo de los calabozos. Otros hombres, como yo, tenían los pulmones machucados a golpes de goma. Una cuña de gran sufrimiento me partió el cerebro, y más allá de la ferocidad de todos nosotros, oprimidos u opresores, más allá de la dureza de las grises piedras cuadradas, distinguí tu semblante pálido y la almendra aceituna de tus ojos.

Fue un martillazo en la sensibilidad. Nunca pude despierto imaginarme tu rostro con la nitidez que en la vorágine del delirio destacaba su relieve, luego la obsesión del castigo me volcó en la crueldad del interrogatorio. Me indagaban a golpes por el asesinato de una mujer con la cual nada tenía que ver.

jueves, 11 de abril de 2013

Skip James - Devil Got My Woman


I'd rather be the devil, to be that woman man
I'd rather be the devil, to be that woman man
Aw, nothin' but the devil, changed my baby's mind
Was nothin' but the devil, changed my baby's mind
I laid down last night, laid down last night
I laid down last night, tried to take my rest
My mind got to ramblin', like a wild geese
From the west, from the west
The woman I love, woman that I loved
Woman I loved, took her from my best friend
But he got lucky, stoled her back again
But he got lucky, stoled her back again

Alfonsina – parte 6


 

El final

El veintiséis de enero de 1938, en Colonia, Uruguay, Alfonsina recibe una invitación importante. El Ministerio de Instrucción Pública ha organizado un acto que reunirá a las tres grandes poetisas americanas del momento, en una reunión sin precedentes: Alfonsina, Juana de Ibarbourou y Gabriela Mistral. La invitación pide «que haga en público la confesión de su forma y manera de crear». Tiene que prepararse en un día y, llena de entusiasmo, escribe su conferencia sobre una valija que ha puesto en las rodillas. Divertida, encuentra un título que le parece muy adecuado: «Entre un par de maletas a medio abrir y las mancillas del reloj».

Hacia mitad de año apareció Mascarilla y trébol y una Antología poética con sus poemas preferidos. Los meses que siguen fueron de incertidumbre y temor por la renuencia de la enfermedad. El 23 de octubre viajó a Mar del Plata y hacia la una de la madrugada del martes veinticinco Alfonsina abandonó su habitación y se dirigió al mar. Esa mañana, dos obreros descubrieron el cadáver en la playa. A la tarde, los diarios titulaban sus ediciones con la noticia: «Ha muerto trágicamente Alfonsina Storni, gran poetisa de América». A su entierro asistieron los escritores y artistas Enrique Larreta, Ricardo Rojas, Enrique Banchs, Arturo Capdevila, Manuel Gálvez, Baldomero Fernández Moreno, Oliverio Girondo, Eduardo Mallea, Alejandro Sirio, Augusto Riganelli, Carlos Obligado, Atilio Chiappori, Horacio Rega Molina, Pedro M. Obligado, Amado Villar, Leopoldo Marechal, Centurión, Pascual de Rogatis, López Buchardo.

El 21 de noviembre de 1938, el Senado de la Nación rindió homenaje a la poeta en las palabras del senador socialista Alfredo Palacios. Este dijo:

«Nuestro progreso material asombra a propios y extraños. Hemos construido urbes inmensas. Centenares de millones de cabezas de ganado pacen en la inmensurable planicie argentina, la más fecunda de la tierra; pero frecuentemente subordinamos los valores del espíritu a los valores utilitarios y no hemos conseguido, con toda nuestra riqueza, crear una atmósfera propicia donde puede prosperar esa planta delicada que es un poeta».
                       



miércoles, 10 de abril de 2013

Alfonsina – parte 5


 Años de equilibrio
Alfonsina intervino en la creación de la Sociedad Argentina de Escritores y su participación en el gremialismo literario fue intensa. En 1928 viajó a España en compañía de la actriz Blanca de la Vega, y repitió su viaje en 1931, en compañía de su hijo. Allí conoció a otras mujeres escritoras, y la poeta Concha Méndez le dedica algunos poemas. En 1932, publicó sus Dos farsas pirotécnicas: Cimbelina y Polixene y la cocinerita. Está tranquila, colabora en el diario Crítica y en La Nación; sus clases de teatro son la rutina diaria, y su rostro empieza a cambiar. Las canas cubren su cabeza y le dan un aire diferente.

En 1931, el Intendente Municipal nombró a Alfonsina jurado y es la primera vez que ese nombramiento recae en una mujer. Alfonsina se alegra de que comiencen a ser reconocidas las virtudes que la mujer, esforzadamente, demuestra. «La civilización borra cada vez más las diferencias de sexo, porque levanta a hombre y mujer a seres pensantes y mezcla en aquel ápice lo que parecieran características propias de cada sexo y que no eran más que estados de insuficiencia mental. Como afirmación de esta limpia verdad, la Intendencia de Buenos Aires declara, en su ciudad, noble la condición femenina», afirma Alfonsina en un diario al referirse a su designación.

En la Peña del café Tortoni conoció a Federico García Lorca, durante la permanencia del poeta en Buenos Aires entre octubre de 1933 y febrero de 1934. Le dedicó un poema, «Retrato de García Lorca», publicado luego en Mundo de siete pozos (1934). Allí dice: «Irrumpe un griego /por sus ojos distantes (…). Salta su garganta /hacia afuera /pidiendo /la navaja lunada /aguas filosas (…). Dejad volar la cabeza, /la cabeza sola /herida de hondas marinas /negras…».

El 20 de mayo de 1935 Alfonsina fue operada de un cáncer de mama.

En 1936 se suicida Horacio Quiroga y ella le dedicó un poema de versos conmovedores y que presagian su propio final:

Morir como tú, Horacio, en tus cabales,
Y así como en tus cuentos, no está mal;
Un rayo a tiempo y se acabó la feria…

Allá dirán.
Más pudre el miedo, Horacio, que la muerte
Que a las espaldas va.
Bebiste bien, que luego sonreías…
Allá dirán.

Alfonsina – parte 4


Un nuevo camino para la poesía

En el año 1923, la revista Nosotros, que lideraba la difusión de la nueva literatura argentina, y con hábil manejo formaba la opinión de los lectores, publicó una encuesta, dirigida a los que constituyen «la nueva generación literaria». La pregunta está formulada sencillamente: «¿Cuáles son los tres o cuatro poetas nuestros, mayores de treinta años, que usted respeta más?».

Alfonsina Storni tenía en ese entonces treinta y un años recién cumplidos, es decir, que apenas bordeaba la cifra exigida para constituirse en «maestro de la nueva generación». Su libro Languidez, de 1920, había merecido el Primer Premio Municipal de Poesía y el Segundo Premio Nacional de Literatura, lo que la colocaba muy por encima de sus pares. Muchas de las respuestas a la encuesta de Nosotros coinciden en uno de los nombres: Alfonsina Storni.

Mil novecientos veinticinco fue el año de la publicación de Ocre, un libro que marca un cambio decisivo en su poesía. Desde hace dos años es profesora de Lectura y declamación en la Escuela Normal de Lenguas Vivas, y su postura como escritora está absolutamente afianzada entre el público y sus iguales. Por aquella época muere José Ingenieros, y esto la deja un poco más sola.

Hasta la casa de la calle Cuba llega una tarde la chilena Gabriela Mistral. El encuentro debió ser importante para la chilena, ya que publicó su relato ese año en El Mercurio. Llamó por teléfono a Alfonsina antes de ir, y le impresionó gratamente su voz, pero le habían dicho que era fea y entonces esperaba una cara que no congeniara con la voz. Por eso cuando la puerta se abre pregunta por Alfonsina, porque la imagen contradice a la advertencia. «Extraordinaria la cabeza, recuerda, pero no por rasgos ingratos, sino por un cabello enteramente plateado, que hace el marco de un rostro de veinticinco años». Insiste: «Cabello más hermoso no he visto, es extraño como lo fuera la luz de la luna a mediodía. Era dorado, y alguna dulzura rubia quedaba todavía en los gajos blancos. El ojo azul, la empinada nariz francesa, muy graciosa, y la piel rosada, le dan alguna cosa infantil que desmiente la conversación sagaz y de mujer madura». La chilena queda impresionada por su sencillez, por su sobriedad, por su escasa manifestación de emotividad, por su profundidad sin trascendentalismos. Y sobretodo por su información, propia de una mujer de gran ciudad, «que ha pasado tocándolo todo e incorporándoselo» (1).

El 20 de marzo de 1927 se estrena su obra de teatro, que despertaba las expectativas del público y de la crítica. El día del estreno asistió el presidente Alvear con su esposa, Regina Pacini. Al día siguiente la crítica se ensañó con la obra, y a los tres días tuvo que bajar de cartel. El diario Crítica tituló «Alfonsina Storni dará al teatro nacional obras interesantes cuando la escena le revele nuevos e importantes secretos». La escritora se sintió muy dolida por su fracaso, y trató de explicarlo atribuyéndole la culpa al director y a los actores.

martes, 9 de abril de 2013

Lo inacabable

No tienes tú la culpa si en tus manos
mi amor se deshojó como una rosa:
Vendrá la primavera y habrá flores...
El tronco seco dará nuevas hojas.

Las lágrimas vertidas se harán perlas
de un collar nuevo; romperá la sombra
un sol precioso que dará a las venas
la savia fresca, loca y bullidora.

Tú seguirás tu ruta; yo la mía
y ambos, libertos, como mariposas
perderemos el polen de las alas
y hallaremos más polen en la flora.

Las palabras se secan como ríos
y los besos se secan como rosas,
pero por cada muerte siete vidas
buscan los labios demandando aurora.

Mas... ¿lo que fue? ¡Jamás se recupera!
¡Y toda primavera que se esboza
es un cadáver más que adquiere vida
y es un capullo más que se deshoja!
Alfonsina Storni

Alfonsina – parte 3



También en 1918 Alfonsina recibe una medalla de miembro del Comité Argentino Pro Hogar de los Huérfanos Belgas, junto con Alicia Moreau de Justo y Enrique del Valle Iberlucea. Años atrás, cuando empezó la guerra, Alfonsina había aparecido como concurrente a un acto en defensa de Bélgica, con motivo de la invasión alemana. Comienzan sus visitas a la ciudad de Montevideo, donde hasta su muerte frecuentará amigos uruguayos. Juana de Ibarbourou lo contó años después de la muerte de la poetisa argentina: «En 1920 vino Alfonsina por primera vez a Montevideo. Era joven y parecía alegre; por lo menos su conversación era chispeante, a veces muy aguda, a veces también sarcástica. Levantó una ola de admiración y simpatía… Un núcleo de lo más granado de la sociedad y de la gente intelectual la rodeó siguiéndola por todos lados. Alfonsina, en ese momento, pudo sentirse un poco reina».

La amistad de Quiroga, el escritor de la selva

En 1922, Alfonsina ya frecuentaba la casa del pintor Emilio Centurión, de donde surgiría posteriormente el grupo Anaconda. Allí conoció, seguramente, al escritor uruguayo Horacio Quiroga, que había llegado de su refugio en San Ignacio, Misiones, durante el año 1916. Su personalidad debió atraer a Alfonsina. Un hombre marcado por el destino, perseguido por los suicidios de seres queridos, que, además, se había atrevido a exiliarse en Misiones, e intentado allí forjar un paraíso. En 1922, era ya el autor de sus libros más importantes, Cuentos de la selva, Anaconda, El desierto. Vivía modestamente de sus colaboraciones en diarios y revistas y desempeñó un papel protagónico en el intento de profesionalizar la escritura. Alfonsina había publicado sus libros Irremediablemente (1919) y Languidez (1920).

La amistad con Quiroga fue la de dos seres distintos. Cuenta Norah Lange que en una de sus reuniones, adonde iban todos los escritores de la época, jugaron una tarde a las prendas. El juego consistió en que Alfonsina y Horacio besaran al mismo tiempo las caras de un reloj de cadena, sostenido por Horacio. Este, en un rápido ademán, escamoteó el reloj precisamente en el momento en que Alfonsina aproximaba a él sus labios, y todo terminó en un beso. Quiroga la nombra frecuentemente en sus cartas, sobre todo entre los años 1919 y 1922, y su mención la destaca de un grupo donde había no sólo otras mujeres sino también otras escritoras. Sin embargo, cuando Quiroga resuelve irse a Misiones en 1925, Alfonsina no lo acompaña. Quiroga le pide que se vaya con él y ella, indecisa, consulta con su amigo el pintor Benito Quinquela Martín. Aquél, hombre ordenado y sedentario, le dice: «¿Con ese loco? ¡No!».

Alfonsina – parte 2



Poeta en Buenos Aires

Al terminar el año de 1911, decide trasladarse a Buenos Aires. «En su maleta traía pobre y escasa ropa, unos libros de Darío y sus versos». Así, con nostalgia, evoca su hijo Alejandro la llegada. Pobre equipaje para enfrentarse con una ciudad que estaba abierta al mundo, con las expectativas puestas en esa inmigración que traería nuevas manos para producir y nuevas formas de convivencia. El nacimiento de su hijo Alejandro, el 21 de abril de 1912, define en su vida una actitud de mujer que se enfrenta sola a sus decisiones. Trabaja como cajera en la tienda «A la ciudad de México», en Florida y Sarmiento. También en la revista Caras y Caretas.

Su primer libro, La inquietud del rosal, publicado con grandes dificultades económicas, apareció en 1916. En un homenaje al novelista Manuel Gálvez, por primera vez en Buenos Aires, en esta clase de reuniones, aparece Alfonsina recitando con aplomo sus propios versos. En junio de 1916, aparece en Mundo Argentino un poema titulado «Versos otoñales». Aunque los versos son apenas aceptables, sorprende su capacidad de mirarse por dentro, que por entonces no era común en los poetas de su generación.

Al mirar mis mejillas, que ayer estaban rojas
He sentido el otoño; sus achaques de viejo
Me han llenado de miedo; me ha contado el espejo
Que nieva en mis cabellos mientras caen las hojas.

Sus amigos los poetas modernistas

Amado Nervo, el poeta mejicano paladín del modernismo junto con Rubén Darío, publica sus poemas también en Mundo Argentino, y esto da una idea de lo que significaría para ella, una muchacha desconocida, de provincia, el haber llegado hasta aquellas páginas. En 1919 Nervo llega a la Argentina como embajador de su país, y frecuenta las mismas reuniones que Alfonsina. Ella le dedica un ejemplar de La inquietud del rosal, y lo llama en su dedicatoria «poeta divino». Vinculada entonces a lo mejor de la vanguardia novecentista, que empezaba a declinar, en el archivo de la Biblioteca Nacional uruguaya hay cartas al uruguayo José Enrique Rodó, otro de los escritores principales de la época, modernista autor de Ariel y de Los motivos de Proteo, ambos libros pilares de una interpretación de la cultura americana. El uruguayo escribía, como ella, en Caras y Caretas y era, junto con Julio Herrera y Reissig, el jefe indiscutido del nuevo pensamiento en el Uruguay. Ambos contribuyeron a esclarecer los lineamientos intelectuales americanos a principios de siglo, como lo hizo también Manuel Ugarte, cuya amistad le llegó a Alfonsina junto con la de José Ingenieros.

Su voluntad no la abandona, y sigue escribiendo. En mejores condiciones publica El dulce daño, en 1918. El 18 de abril de 1918 se le ofrece una comida en el restaurante Génova, de la calle Paraná y Corrientes, donde se reunía mensualmente el grupo de Nosotros, y en esa oportunidad se celebra la aparición de El dulce daño. Los oradores son Roberto Giusti y José Ingenieros, su gran amigo y protector, a veces su médico. Alfonsina se está reponiendo de la gran tensión nerviosa que la obligó a dejar momentáneamente su trabajo en la escuela, pero su cansancio no le impide disfrutar de la lectura de su «Nocturno», hecha por Giusti, en traducción al italiano de Folco Testena.

Alfonsina – parte 1


La familia Storni -el padre de Alfonsina y varios hermanos mayores- llegó a la provincia de San Juan desde Lugano, Suiza, en 1880. Fundaron una pequeña empresa familiar, y años después, las botellas de cerveza etiquetadas «Cerveza Los Alpes, de Storni y Cía», circulan por toda la región. Los padres de Alfonsina viajaron a Suiza en el año 1891, junto con sus dos pequeños hijos. En 1892, el 29 de mayo, nació en Sala Capriasca Alfonsina, la tercera hija del matrimonio Storni. Llevó el nombre del padre, de un padre melancólico y raro. Más tarde le diría a su amigo Fermín Estrella Gutiérrez: «me llamaron Alfonsina, que quiere decir dispuesta a todo».

Alfonsina aprendió a hablar en italiano, y en 1896 vuelven a San Juan, de donde son sus primeros recuerdos. «Estoy en San Juan, tengo cuatro años; me veo colorada, redonda, chatilla y fea. Sentada en el umbral de mi casa, muevo los labios como leyendo un libro que tengo en la mano y espío con el rabo del ojo el efecto que causo en el transeúnte. Unos primos me avergüenzan gritándome que tengo el libro al revés y corro a llorar detrás de la puerta». En 1901, la familia se trasladó nuevamente, esta vez a la ciudad de Rosario, un próspero puerto del litoral.

Paulina, la madre, abrió una pequeña escuela domiciliaria, y pasa a ser la cabeza de una familia numerosa, pobre y sin timón. Instalaron el «Café Suizo», cerca de la estación de tren, pero el proyecto fracasó. Alfonsina lavaba platos y atendía las mesas, a los diez años. Las mujeres comenzaron a trabajar de costureras. Alfonsina decide emplearse como obrera en una fábrica de gorras. En 1907 llega a Rosario la compañía de Manuel Cordero, un director de teatro que recorría las provincias. Alfonsina reemplaza a una actriz que se enferma. Esto la decide a proponerle a su madre que le permita convertirse en actriz y viajar con la compañía. Recorre Santa Fe, Córdoba, Mendoza, Santiago del Estero y Tucumán. Después dirá que representó Espectros, de Ibsen, La loca de la casa, de Pérez Galdós, y Los muertos, de Florencio Sánchez.

En sus cartas al filólogo español don Julio Cejador Alfonsina resume algunos momentos de su vida. Refiriéndose a esta época, le dirá: «A los trece años estaba en el teatro. Este salto brusco, hijo de una serie de casualidades, tuvo una gran influencia sobre mi actividad sensorial, pues me puso en contacto con las mejores obras del teatro contemporáneo y clásico (…). Pero casi una niña y pareciendo ya una mujer, la vida se me hizo insoportable. Aquel ambiente me ahogaba. Torcí rumbos…». Luego, en un reportaje de la revista El Hogar, contará que al regresar escribió su primera obra de teatro, Un corazón valiente, de la que no han quedado testimonios.

Cuando volvió a Rosario se encuentra con que su madre se ha casado y vive en Bustinza. La poeta decide estudiar la carrera de maestra rural en Coronda, y allí recibe su título profesional. Gana un lugar sobresaliente en la comunidad escolar, consigue un puesto de maestra y se vincula a dos revistas literarias, Mundo Rosarino y Monos y Monadas. Allí aparecen sus poemas durante todo ese año, y si bien no hay testimonio de ellos, sí sabemos de otros publicados al año siguiente en Mundo Argentino, y que tienen resonancias hispánicas.

domingo, 7 de abril de 2013

Cicerón y las Naciones

"Una nación puede sobrevivir a sus tontos, e incluso a los ambiciosos. Pero no puede sobrevivir la traición desde dentro. Un enemigo a las puertas es menos formidable, porque es conocido y lleva sus banderas abiertamente. Pero el traidor se mueve puertas adentro libremente, su astuto susurro corre a través de todas las galerías, oído en la misma sala del propio gobierno. Pero el traidor no parece un traidor - habla con el acento familiar a sus víctimas, y lleva su rostro y su ropa, y él apela a la vileza que se encuentra profundamente en los corazones de todos los hombres. Carcome el alma de una nación - trabaja en secreto y desconocido en la noche para minar los pilares de una ciudad - infecta el cuerpo político de modo que ya no puede resistir. Un asesino es menos de temer." (Cicerón, año 42 aC)