miércoles, 22 de enero de 2014

Carta de un loco – Parte 3



Por lo tanto, todo es inseguro, y puede apreciarse de diferentes maneras.
Todo es falso, todo es posible, todo es dudoso.
Formulemos esta certidumbre sirviéndonos del viejo proverbio: «Verdad a este lado de los Pirineos, error al otro lado.»
Y decimos: verdad en nuestro órgano, error en el de al lado.
Dos y dos no deben ser cuatro fuera de nuestra atmósfera.
Verdad en la tierra, error más lejos, de donde deduzco que los misterios vislumbrados como la electricidad, el sueño hipnótico, la transmisión de la voluntad, la sugestión y todos los fenómenos magnéticos sólo siguen ocultos para nosotros porque la naturaleza no nos ha proporcionado el órgano o los órganos necesarios para comprenderlos.

Después de haberme convencido de que todo lo que me revelan mis sentidos sólo existe para mí tal como yo lo percibo, y de que sería totalmente diferente para otro ser organizado de otro modo, después de haber llegado a la conclusión de que una humanidad hecha de otra forma tendría sobre el mundo, sobre la vida y sobre todo ideas absolutamente opuestas a las nuestras, porque el acuerdo de las creencias sólo deriva de la similitud de los órganos humanos, y las divergencias de opiniones provienen únicamente de ligeras diferencias de funcionamiento de nuestros hilillos nerviosos, he hecho un esfuerzo de pensamiento sobrehumano para suponer lo impenetrable que me rodea.

¿Me he vuelto loco?
Me he dicho: «Estoy rodeado de cosas desconocidas.» He supuesto al hombre desprovisto de orejas y he supuesto el sonido como suponemos tantos misterios ocultos; el hombre constata fenómenos acústicos cuya naturaleza y procedencia no podría determinar. Y he tenido miedo de todo lo que me rodea, miedo del aire, miedo de la oscuridad. Desde el momento en que no podemos conocer casi nada, y desde el momento en que todo es ilimitado, ¿qué es el resto? ¿No es el vacío? ¿Qué hay en el vacío aparente?
Y ese terror confuso de lo sobrenatural que acosa al hombre desde el nacimiento del mundo es legítimo, porque lo sobrenatural no es otra cosa que lo que permanece velado para nosotros.
Entonces he comprendido el espanto. Me ha parecido que rozaba constantemente el descubrimiento de un secreto del universo.

He intentado aguzar mis órganos, excitarlos, hacerles percibir por momentos lo invisible.
Me he dicho: «Todo es un ser. El grito que pasa en el aire es un ser comparable a la bestia, puesto que nace, produce un movimiento y se transforma incluso para morir. Por lo tanto, el espíritu pusilánime que cree en seres incorpóreos no se equivoca. ¿Quiénes son?»
¡Cuántos hombres los presienten, se estremecen cuando se acercan, tiemblan con su imperceptible contacto! Uno los siente a su lado, alrededor, pero es imposible distinguirlos, porque no tenemos los ojos que los verían, o mejor dicho el órgano desconocido que podría descubrirlos.

Así pues, sentía en mí, más que nadie, a esos transeúntes sobrenaturales. ¿Seres o misterios? ¿Lo sé acaso? No podría decir lo que son, pero siempre podría señalar su presencia. Y he visto -he visto un ser invisible- hasta donde puede verse a esos seres.

Permanecía noches enteras inmóvil, sentado ante mi mesa, con la cabeza entre las manos y pensando en esto, pensando en ellos. De pronto creí que una mano intangible, o más bien un cuerpo inasequible, rozaba ligeramente mi pelo. No me tocaba, por no ser de esencia carnal, sino de esencia imponderable, incognoscible.

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