viernes, 17 de enero de 2014

La cadena del ancla - parte 1

Cuando a fines del año 1935 visité Marruecos el tema general de las conversaciones giraba en torno a las actividades de los espías de las potencias extranjeras. Tánger se había convertido en una especie de cuartel general de los diversos Servicios Secretos. En Algeciras comenzaba ya esa atmósfera de turbia vigilancia y contravigilancia que se extiende por toda África costera al Mediterráneo. 

Entre las verídicas historias y aventuras de espías que me fueron narradas, ésta que se titula "La cadena del ancla" es la que conceptúo la más terrible. Estaba una noche sentado en la mesa de un café de ese patio de calle que se llama el Zoco Chico de Tánger, en compañía de un hombre uniformado con el modestísimo traje azul de agente de hotel. Este hombrecillo, de ojos repletos de malicia, miraba pasar los burros de los indígenas entre las mesas, al tiempo que me decía caritativamente: -En África no hable nunca de política. Desconfíe siempre y de todo el mundo. Por seguir su consejo, empecé a desconfiar de él. Hacía el servicio de corredor de hotel entre dos importantes establecimientos de Algeciras y Tánger. 

Es decir un pie en España y otro en África. Su verdadero oficio era de policía. Lo que ignoro es a qué policía servía, si a la inglesa, a la francesa, a la española o a la italiana. Él era muy amigo de otro hombre que atendía el surtidor de nafta, estratégicamente ubicado a la salida del camino que conduce de Tánger a Tetuán. El hombre del surtidor de nafta era un ciudadano de cara sonrosada, ojos celestes y sonrisa estúpida, que hablaba en francés, inglés y... árabe. De este ciudadano modesto, que con el conocimiento de tres idiomas se consagraba al cuidado de un surtidor de nafta, me dijo un día Sergia Leucovich: -Fíjese usted. 
Ese hombre en el sitio que trabaja controla la filiación de todo el pasaje que va de Tánger a Melilla a Ceuta o Tetuán. El hombre del surtidor de nafta pertenecía al Intelligence Service. Estaba, como comencé narrando, una noche bajo los focos voltaicos del Zoco Chico con el corredor de hoteles, que no se quitaba jamás su uniforme azul y gorra de inmensa visera de hule, cuando acertó a pasar, guiado por un lazarillo, un europeo gigantesco, andrajoso ciego tan melenudo como un indígena del Borch, la barba en collar y los pies calzados con unas pantuflas de piel de cabra. 

Extendió la mano y todos dejaron caer en su platillo algunas monedas. Cuando el mendigo se hubo alejado, el corredor de hoteles me dijo: 
-Ha visto bien a ese hombre, ¿no? 
-Demasiado. 
-¿Y qué cree usted que es él ? 
-¡Hombre, no lo sé! 
-Pues ese ciego es un oficial de marina. 
-¡Oficial de marina... y mendigando! 
-¿Le interesaría conocer esa historia? 
-Sí.

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