jueves, 13 de febrero de 2014

La eterna nalga de Cortázar – Parte 3



Ese cuerpo del que habían salido Rayuela y esos cuentos perfectos y alucinantes, podía morir.
Era inconcebible, pero despiadadamente cierto: Cortázar, a diferencia de su obra, a diferencia de Oliveira y La Maga y el axolotl y la isla al mediodía, no era inmune al paso terrible del tiempo.

No hicimos mención al incidente ni una vez, ni él ni yo, como si reconocer su debilidad y mi incapacidad para comprenderla fuese algo extrañamente vergonzoso, un secreto que preferíamos mantener oculto, inexpresable, olvidado.

Pero no lo olvidé.

Ese encuentro con la perecedera nalga de Cortázar anticipó el día, ese 12 de febrero de 1984, cuando sonó el teléfono de nuestra casa en Bethesda, Maryland, y Saúl Sosnowski me avisó que Julio había fallecido. El desgarro de esa noticia todavía me ronda, todavía me duele, treinta años más tarde. Si no hay consuelo para la muerte de aquellos que hemos de veras amado, no hay consuelo para la ausencia de alguien que me enseñó a vivir y a escribir y que le brindó a mi Angélica una amistad franca y sensitiva; si nos entristece que no esté entre nosotros un ser como él, que prodigó tanta felicidad a tantos seres humanos, lo que sí existe y persiste es mi agradecimiento por haber tenido el privilegio de compartir su vida entonces y ahora, y siempre, siempre, su obra literaria.

Le gustaba hacernos regalos.

Quiero pensar que, al pedir ayuda, allí, en el mar turbulento de Zihuatanejo, me estaba librando una última lección de tantas que me entregó. Se estaba despidiendo de mí y del mundo, me estaba aprestando para el día en que no contáramos con su presencia inmediata y urgente, el día en que nos quedáramos sin su cerebro tan universal y ese corazón tan generoso y aquella nalga tan dura y efímera e imprescindible, nos estaba preparando –y te lo agradezco, Julio– para este momento en que todo es recuerdo, todo es inmortal.

Por Ariel Dorfman



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