lunes, 30 de junio de 2014

Buitres

Érase un buitre que me picoteaba los pies. Ya había desgarrado los zapatos y las medias y ahora me picoteaba los pies. Siempre tiraba un picotazo, volaba en círculos inquietos alrededor y luego proseguía la obra.

Pasó un señor, nos miró un rato y me preguntó por qué toleraba yo al buitre.
-Estoy indefenso -le dije- vino y empezó a picotearme, yo lo quise espantar y hasta pensé torcerle el pescuezo, pero estos animales son muy fuertes y quería saltarme a la cara. Preferí sacrificar los pies: ahora están casi hechos pedazos.

-No se deje atormentar -dijo el señor-, un tiro y el buitre se acabó.

-¿Le parece? -pregunté- ¿quiere encargarse del asunto?

-Encantado -dijo el señor- ; no tengo más que ir a casa a buscar el fusil, ¿Puede usted esperar media hora más?

- No sé -le respondí, y por un instante me quedé rígido de dolor; después añadí -: por favor, pruebe de todos modos.

-Bueno- dijo el señor- , voy a apurarme.

El buitre había escuchado tranquilamente nuestro diálogo y había dejado errar la mirada entre el señor y yo. Ahora vi que había comprendido todo: voló un poco, retrocedió para lograr el ímpetu necesario y como un atleta que arroja la jabalina encajó el pico en mi boca, profundamente. Al caer de espaldas sentí como una liberación; que en mi sangre, que colmaba todas las profundidades y que inundaba todas las riberas, el buitre irreparablemente se ahogaba.

Franz Kafka


El perro del hortelano


Probablemente, lo que más le gustaba al buey era la comida. Si le gustaban más otras cosas, no las recordaba. Además, estaba demasiado atareado: araba durante todo el día, arrancaba los tocones de los árboles o arrastraba una enorme carreta para su amo. Al llegar la noche, se sentía cansado y le dolían los pies, pero, sobre todo, quería cenar.
Al terminar un fatigoso día, cuando ?sentía más hambre que nunca, tuvo que recorrer cinco largos kilómetros para volver a la casa. Después de beber agua fresca, se arrastró trabajosamente, con toda la rapidez posible, hasta su pesebre. No era glotón. Sólo quería comida suficiente para un buey.
Pero esa noche, apenas metió el hocico en el fragante heno de su pesebre, despertó a un terrible perro que dormía allí, que quiso morderlo. El buey retrocedió, parpadeó con sus pacientes ojos pardos y esperó. Cuando el perro dejó de ladrar y de gruñir y volvió a acostarse, el buey intentó nuevamente mordisquear un poco de heno, esta vez del rincón más alejado del pesebre. Con repentino gruñido, el perro se levantó de un salto y le mordió la blanda nariz.
Ahora bien, el buey siempre había tratado de mostrarse conciliador. Nunca se excitaba, y si aborrecía algo, eran las peleas. Pero el perro estaba tendido sobre su heno y él había mordisqueado lo suficiente para que se le acentuara el apetito. Era un animal de pocas palabras, pero, después de soportar otros diez minutos de salvajes ladridos del perro, decidió que debía decir algo al respecto, algo que los demás cuadrúpedos -y también los bípedos- pudieran recordar con provecho.
-Perro -declaró, con su tono más grave-. No te comprendo muy bien. Si quieres mi cena, estoy dispuesto a compartirla contigo. Pero a los perros no les gusta el heno y tú ni lo comes ni me dejas comerlo. Todo ser que impide que los demás tomen lo que él mismo no puede disfrutar, es un bribón y un ente molesto. Además, me estoy sintiendo fastidiado -agregó el buey, con tono más serio aún-. ¡De veras!
Después de haber pronunciado este discurso, retrocedió y bajó con aire amenazador la maciza cabeza. El perro miró sus ojos fulgurantes y salió del pesebre.
-En realidad, yo no me proponía hacerle daño -se dijo el buey, mientras mascaba su heno-. Pero no habría hecho mal en propinarle un par de coces. Todos los que no pueden ver cómo los demás disfrutan de la vida, debieran recibir una buena lección.


viernes, 27 de junio de 2014

Herbie Hancock



Nacido en Chicago el 12 de abril de 1940, Herbert Jeffrey Hancock puso por primera vez las manos sobre un teclado a los siete años. Esta predisposición lo favoreció en el desarrollo de sus estudios. Hancock ensayaba con discos de George Shearing y de Oscar Peterson, asimilando sus estilos. Realizó un curso de ingeniería en el Grimmel College (en el estado de lowa), y después de 1956, formó una big band de diecisiete miembros.

Enseguida empezó a firmar los primeros arreglos, bastante influidos por el estilo del pianista Bill Evans. Más tarde, tras especializarse en composición, regresó a Chicago y emprendió una intensa actividad concertística en los clubs. El primer golpe de suerte se produjo en el invierno de 1960, cuando el pianista de la orquesta de Donald Bird quedó bloqueado en la nieve durante un traslado; Hancock lo sustituyó y se convirtió, a la edad de veinte años, en miembro estable del grupo. Gracias a esta experiencia, Hancock pudo grabar su primer álbum, 'Takin' off' (Blue Note, 1962); la formación era un quinteto con Freddie Hubbard a la trompeta, Dexter Gordon (al que Hancock volvió a encontrar cuatro años después) en el saxo tenor, Hancock al piano, Butch Warren al bajo y Billy Higgins a la batería.


Después ingresó en el Miles Davis Group, en el que realizó un decisiva aportación); este célebre quinteto estaba compuesto, además, por el contrabajista Carter, el saxofonista Wayne Shorter y el batería Tony Williams. Durante algún tiempo compaginó su colaboración con Davis, con la grabación de un notable número de discos, ente los que se encuentra la banda sonora de la película 'Blow up', de Michelangelo Antonioni. Artista inteligente, astuto y con un gran sentido del mercado, Hancock empezó a explorar nuevos caminos con 'Mwandishi' (CBS, 1971). EI camino tomado fue el de un jazz funk altamente tecnificado, como se puede apreciar en los álbumes 'Headhunters', 'Thrust', 'Man Child' y 'Secrets' (todos grabados para CBS en aquellos años). 'Head hunters', en particular, quedó como piedra angular del jazz-funk, gracias también a un inesperado éxito comercial.

El disco permaneció a la cabeza de las listas jazz de Billboard durante muchas semanas, conquistando un público poco habituado a esta música. Los diferentes estilos abordados por Hancock se hallan reunidos en un histórico concierto realizado en el Madison Square Garden, en el que se alternan sus compañeros de aventura y que abarca desde el hard-bop hasta el funk puro. Este concierto quedó grabado en el doble álbum 'V.S.O.P'. Estas siglas dieron nombre a la formación acústica que repitió la hazaña del quinteto davisiano, con Fredie Hubbard haciendo las veces de Miles Davis. Con este grupo Hancock produjo un par de álbumes en directo. También grabó dos álbumes de piano solo (puros ejercicios de virtuosismo a dúo con Chick Corea. Ambos álbumes se titulan 'An evening with...': sólo cambia el orden de aparición, también en el título, de los dos protagonistas. A pesar de estas "divagaciones", siguió trabajando con el jazz-funk, como 'Monster' (CBS, 1980), en el que colabora Carlos Santana, 'Mister Hands' (CBS, 1980) y 'Magic Windows' (CBS, 1981), con la colaboración del guitarrista Adrian Belew y de una batería digital Linn LMI. En 1983 apareció 'Future shock' (CBS), álbum en el cual Hancock se une al funk computerizado, gracias a la colaboración con 'The Material', de Bill Laswell.


Al mismo tiempo, Hancock recorría Europa con un quinteto acústico que incluía a los hermanos Winton y Brandford Marsalis en la sección de viento. Finalmente, en 1986, se produjo la última metamorfosis. El director francés Bernard Tavernier ofreció a Hancock el encargo de la banda sonora de la película 'Round midnight': las sesiones reunieron al vocalista Bobby McFerrin, al guitarrista John McLaughlin, al trompetista Chet Baker, al batería Billy Higgins, al saxo tenor Dexter Gordon, más el resto de los componentes del ya citado quinteto V.S.O.P. Artista polifacético y casi camaleónico, Herbie Hancock vive las contradicciones de una época, oscilando entre el hard-bop y la música de baile de las discotecas.

Pagina Oficial:  http://www.herbiehancock.com
http://historiasderock.es.tl/Herbie-Hancock.htm

jueves, 26 de junio de 2014

El perro que perdió su hueso


El viejo perro sujetaba firmemente su grande y carnoso hueso entre las mandíbulas y empezó a cruzar el angosto puente que llevaba al otro lado del arroyo. No había llegado muy lejos cuando miró y vio lo que parecía ser otro perro en el agua, allá abajo. Y, cosa extraña, aquel perro también llevaba un enorme hueso.
No satisfecho con su excelente cena, el perro, que era voraz, decidió que podía, quizá, tener ambos huesos. Entonces, gruñó y lanzó un amenazador ladrido al perro del agua y, al hacerlo, dejó caer su propio hueso en el denso barro del fondo del arroyo. Cuando el hueso cayó, con un chapoteo, el segundo perro desapareció…, porque, desde luego, sólo era un reflejo.
Melancólicamente, el pobre animal vio cómo se esfumaban los rizos del agua y luego, con el rabo entre las patas, volvió a su casa hambriento. ¡Estúpido! Había soltado algo que era real, por tratar de conseguir lo que sólo era una sombra.



miércoles, 25 de junio de 2014

This is where we fight





Una locuraaaa!!!

La caña y el roble


El viento soplaba en grandes ráfagas. Las espigas de trigo se tendían bajo los golpes de la borrasca. Los esbeltos árboles de la selva se inclinaban humildemente, y los animales corrían en busca de refugio. El estruendo del viento cantaba entre las copas de los árboles, fustigaba la superficie del estanque de los lirios, trocándola en espuma, y daba vueltas a las anchas y lisas hojas de las plantas acuáticas.
Pero el viejo roble seguía erguido c inmutable en el linde del bosque y no se doblaba bajo la furia de la tormenta.
-¿Por que no te inclinas cuando el viento golpea tus ramas? preguntó la esbelta caña?. Yo sólo soy una frágil caña. Me balanceo con cada ráfaga.
Desdeñosamente, el roble replicó:
-¡Bah, eso no es nada! Las tormentas que he soportado y vencido son innumerables.
La tormenta lo oyó y sopló furiosamente. El luminoso zigzag de un relámpago rasgó la oscuridad del cielo, y la lluvia azotó con fuerza el ramaje del poderoso roble. Pero el árbol resistió impasible.
Por fin, pasó la tempestad, asomó el sol por encima de una nube, sonrió a la Tierra que estaba allá abajo y volvió a reinar la calma.
Entonces, salieron del claro los leñadores, blandiendo sus hachas v cantando alegremente. Iban a talar el gigantesco roble.
Éste se mantuvo erguido con firmeza, recibiendo valerosamente los golpes, cuando la filosa hoja del hacha lo hería. Luego, al balancearse su enorme tronco, profirió un terrible gemido y se desplomó con estruendo atronador. Los leñadores le cortaron las ramas, lo ataron y se lo llevaron del bosque, donde había estado en pie durante tantos años.
La esbelta caña, firme y erecta en su sitio, suspiró con lástima.
-¡Qué desgracia! -exclamó?. ¡Pobre roble! ¡Éramos tan buenos amigos!



lunes, 23 de junio de 2014

Un artista del trapecio - Parte 2




Una vez que viajaban, el artista en la redecilla como soñando, y el empresario recostado en el rincón de la ventana, leyendo un libro, el hombre del trapecio le apostrofó suavemente. Y le dijo, mordiéndose los labios, que en lo sucesivo necesitaba para su vivir, no un trapecio, como hasta entonces, sino dos, dos trapecios, uno frente a otro.

El empresario accedió en seguida. Pero el trapecista, como si quisiera mostrar que la aceptación del empresario no tenía más importancia que su oposición, añadió que nunca más, en ninguna ocasión, trabajaría únicamente sobre un trapecio. Parecía horrorizarse ante la idea de que pudiera acontecerle alguna vez. El empresario, deteniéndose y observando a su artista, declaró nuevamente su absoluta conformidad. Dos trapecios son mejor que uno solo. Además, los nuevos trapecios serían más variados y vistosos.

Pero el artista se echó a llorar de pronto. El empresario, profundamente conmovido, se levantó de un salto y le preguntó qué le ocurría, y como no recibiera ninguna respuesta, se subió al asiento, lo acarició y abrazó y estrechó su rostro contra el suyo, hasta sentir las lágrimas en su piel. Después de muchas preguntas y palabras cariñosas, el trapecista exclamó, sollozando:

-Sólo con una barra en las manos, ¡cómo podría yo vivir!

Entonces, ya fue muy fácil al empresario consolarlo. Le prometió que en la primera estación, en la primera parada y fonda, telegrafiaría para que instalasen el segundo trapecio, y se reprochó a sí mismo duramente la crueldad de haber dejado al artista trabajar tanto tiempo en un solo trapecio. En fin, le dio las gracias por haberle hecho observar al cabo aquella omisión imperdonable. De esta suerte, pudo el empresario tranquilizar al artista y volverse a su rincón.

En cambio, él no estaba tranquilo; con grave preocupación espiaba, a hurtadillas, por encima del libro, al trapecista. Si semejantes pensamientos habían empezado a atormentarlo, ¿podrían ya cesar por completo? ¿No seguirían aumentando día por día? ¿No amenazarían su existencia? Y el empresario, alarmado, creyó ver en aquel sueño, aparentemente tranquilo, en que habían terminado los lloros, comenzar a dibujarse la primera arruga en la lisa frente infantil del artista del trapecio.

Franz Kafka 



Herbie Hancock - Actual Proof

Un artista del trapecio - Parte 1




Un artista del trapecio -como se sabe, este arte que se practica en lo alto de las cúpulas de los grandes circos es uno de los más difíciles entre todos los asequibles al hombre- había organizado su vida de tal manera -primero por afán profesional de perfección, después por costumbre que se había hecho tiránica- que, mientras trabajaba en la misma empresa, permanecía día y noche en el trapecio. Todas sus necesidades -por otra parte muy pequeñas- eran satisfechas por criados que se relevaban a intervalos y vigilaban debajo. Todo lo que arriba se necesitaba lo subían y bajaban en cestillos construidos para el caso.

De esta manera de vivir no se deducían para el trapecista dificultades con el resto del mundo. Sólo resultaba un poco molesto durante los demás números del programa, porque como no se podía ocultar que se había quedado allá arriba, aunque permanecía quieto, siempre alguna mirada del público se desviaba hacia él. Pero los directores se lo perdonaban, porque era un artista extraordinario, insustituible. Además era sabido que no vivía así por capricho y que sólo de aquella manera podía estar siempre entrenado y conservar la extrema perfección de su arte.

Además, allá arriba se estaba muy bien. Cuando, en los días cálidos del verano, se abrían las ventanas laterales que corrían alrededor de la cúpula y el sol y el aire irrumpían en el ámbito crepuscular del circo, era hasta bello. Su trato humano estaba muy limitado, naturalmente. Alguna vez trepaba por la cuerda de ascensión algún colega de turné, se sentaba a su lado en el trapecio, apoyado uno en la cuerda de la derecha, otro en la de la izquierda, y charlaban largamente. O bien los obreros que reparaban la techumbre cambiaban con él algunas palabras por una de las claraboyas o el electricista que comprobaba las conducciones de luz, en la galería más alta, le gritaba alguna palabra respetuosa, si bien poco comprensible.
A no ser entonces, estaba siempre solitario. Alguna vez un empleado que erraba cansadamente a las horas de la siesta por el circo vacío, elevaba su mirada a la casi atrayente altura, donde el trapecista descansaba o se ejercitaba en su arte sin saber que era observado.

Así hubiera podido vivir tranquilo el artista del trapecio a no ser por los inevitables viajes de lugar en lugar, que lo molestaban en sumo grado. Cierto es que el empresario cuidaba de que este sufrimiento no se prolongara innecesariamente. El trapecista salía para la estación en un automóvil de carreras que corría, a la madrugada, por las calles desiertas, con la velocidad máxima; demasiado lenta, sin embargo, para su nostalgia del trapecio.
En el tren, estaba dispuesto un departamento para él solo, en donde encontraba, arriba, en la redecilla de los equipajes, una sustitución mezquina -pero en algún modo equivalente- de su manera de vivir.
En el sitio de destino ya estaba enarbolado el trapecio mucho antes de su llegada, cuando todavía no se habían cerrado las tablas ni colocado las puertas. Pero para el empresario era el instante más placentero aquel en que el trapecista apoyaba el pie en la cuerda de subida y en un santiamén se encaramaba de nuevo sobre su trapecio. A pesar de todas estas precauciones, los viajes perturbaban gravemente los nervios del trapecista, de modo que, por muy afortunados que fueran económicamente para el empresario, siempre le resultaban penosos.

miércoles, 18 de junio de 2014

Creía yo



No a todo alcanza Amor, pues que no puedo
romper el gajo con que Muerte toca.
Mas poco Muerte puede
si en corazón de Amor su miedo muere.
Mas poco Muerte puede, pues no puede
entrar su miedo en pecho donde Amor.
Que Muerte rige a Vida; Amor a Muerte.

Macedonio Fernández

viernes, 13 de junio de 2014

LA GUERRA AL MALÓN - Parte 3



Un minuto más tarde volvió el mozo trayendo un chorizo cocido y el pan pedido por el alférez. Mi amigo Requejo devoró el lastre en un santiamén, se echó la ginebra al cuerpo de un solo trago y, levantándose, estiró los brazos, soltó diversas patadas al aire y acomodándose el kepi sobre la ceja derecha -así lo disponían entonces los reglamentos-, me llevo al andén.

Un momento de paseo y al coche. Íbamos a salir para Mercedes, en donde se almorzaba.
Omito la descripción de ese viaje, monótono y sin interés alguno, hasta Chivilcoy.
Allá debían empezar mis tribulaciones. Se entraba en el desierto, y esa entrada tenía que ser solemne e imponente para un recluta como yo.
No me acuerdo bien, pero creo que llegamos a Chivilcoy -cabecera entonces del Ferrocarril del Oeste- a eso de las tres de la tarde. Desde allí a Junín, la cruzada se hacía en mensajeria, no de un tirón, sino pasando la noche en Chacabuco.

 Apenas bajados del tren, abordaron al alférez Requejo el comisario de policía y el mayoral de la galera.
Había malísimas noticias. Un grupo de indios considerable, mandados por el mismísimo Pincén, estaban "adentro" haciendo fechorías. Se había sentido el malón a inmediaciones de Rojas y de Pergamino y, según los datos que se tenían, no sería difícil que la indiada pretendiese salir a la altura de Junín. Como podríamos tropezar con ella, era bueno que fuésemos prevenidos. Por lo pronto, convenía salir en el acto, a fin de llegar a Chacabuco antes de la noche. Los caminos se hallaban intransitables a consecuencia de las lluvias y la mancarronada, como de costumbre, en deplorable estado.

La galera estaba lista para salir, y si el alférez Requejo no disponía lo contrario podríamos prenderle, desde luego. Cuando antes mejor.
 -Y a todo esto -pregunto el mayoral dirigiéndose al alférez-, ¿son muchos ustedes?
 -Suficiente para que usted no se muera de susto en el camino -contestó sonriendo mi oficial-, y demasiados para las fuerzas de sus matungos... Somos, yo, el sargento Acevedo, el cabo Rivas y este jovencito. Pero no tenemos gran equipaje: apenas las armas, una valija (se trataba de la mía) y dos pares de maletas.
 ¿Hay muchos pasajeros más?
 -Dos solamente -respondió el mayoral: el capataz de don Ataliva Roca y un galleguito que va de mozo para el hotel de Chacabuco.

-Entonces, en marcha -repuso el alférez. Y acompañados del comisario y del mayoral, seguidos de los milicos, que se habían hecho cargo de mi valija, salimos de la estación con rumbo al hotel, delante del cual estaba la galera lista para ponerse en camino. 

LA GUERRA AL MALÓN - Parte 2

II
  Inventaría si pretendiese describir ahora las impresiones que iban grabándose en mi espíritu mientras el  tren se alejaba de la ciudad, cruzando la calle del  Parque y luego la de Corrientes, para hacer su primer  alto en la estación del Once. Estaba perfecta y absolutamente atolondrado.
 Aquella partida tan brusca y tan inesperada, para un lugar tan remoto y con un destino tan misterioso, eran cosas que no cabían en la conciencia de un niño: no hay objetivo que recoja impresiones más allá del campo visual que permite la curvatura de la tierra.
 Cuando llegamos a Flores el oficial me dirigió la palabra:
 -¿Como dice que se llama usted?
 -Fulano de Tal.
 -¿Que edad tiene?
 -Catorce años.
 -¿Cumplidos?
 -No, señor; cumplo en julio.
 -¿Y quien diablos le ha metido a usted en la cabeza ser militar?...
 -¿A mí? Nadie.
 -¿Cómo nadie?... ¿Acaso el juez de menores?...
 -No, señor. Mi padre es quien desea que me haga oficial. El me ha puesto en el Ejército.
 -Bueno, amigo. Su padre es un salvaje, y no sabe lo que es canela. Cuando menos se ha figurado que mandarlo a usted a un regimiento que está en la frontera, primera línea, es como ponerlo pupilo en los jesuitas. Allá va a tener que hamacarse y sudar sangre. He visto llorar hombres... para cuanto más un chico... ¡ La gran flauta! Si yo fuera Rosas, lo hacía venir a su padre con nosotros, ya vería lo que son pastillas.
 Y cambiando de tono, esforzándose por dar a su rostro, curtido por la intemperie, y a su voz, un tanto enronquecida en el mando, un acento cariñoso, prosiguió:
 - La primera obligación del recluta que llega a una compañía es saber el nombre de sus cabos, sargentos y oficiales... Vaya aprendiendo, ¿eh?... Yo me llamo el alférez Lorenzo Requejo y mando la escolta del coronel Villegas, veinticinco hombres así (y apretaba los dientes y mostraba el puño). A usted me figuro que lo destinarán a la banda... aunque no... ¿De qué va usted?...
 -¿ De que voy? -contesté-. ¡Qué se yo de qué voy!
 Y sacando del bolsillo del saco el nombramiento de la Inspección de Armas, se lo mostré.
 El alférez Requejo tomó el pliego, lo desdobló cuidadosamente, miró largo rato lo escrito y, con los ojos medio llorosos, me lo devolvió diciendo:
 -Lea usted... he dejado los anteojos en el baúl.
 ¡Ah! -exclamó cuando hube leído-. Usted va de aspirante... Es otra cosa... Qué banda ni qué banda... lo darán de alta en una compañía... los aspirantes ascienden a oficiales, cuando no se mueren o piden la baja. ¿Sabe andar a caballo?
 -Un poco, señor.
 -Un poco no basta... Hace falta saber mucho... ser jinete... animársele a "cualesquier" mancarrón... aunque para el caso es lo mismo, porque si no se anima lo han de obligar. La carrera militar es así. Se hace lo que mandan y no lo que uno quiere. Para eso el superior tiene en la mano todos los resortes... los resortes y el poder... Y si no, vea. ¿Ahora es de día o de noche?
 -Es de día -repuse mirando con asombro al alférez Requejo.
 -Bueno, ¿y si yo dijera que es de noche?
 -Sostendría que está usted equivocado.
 El alférez me clavo la mirada, una mirada verdaderamente feroz, y prosiguió:
 -Lo pondría de plantón.
 -Repetiría que no es de noche.
 -Le acomodaría una paliza.
 -Pero no sería de noche.
 -Una estaqueadura.
 -No anochecería por eso.
 -¿Qué no? Le haría acomodar cuatro tiros y veríamos después quien quedaba con la palabra y la razón.
 La amenaza de los cuatro tiros me produjo una sensación de frío inexplicable. Tuve ganas de disparar, pero me faltaron las fuerzas y el coraje. En estas ocasiones se aplican todos los fenómenos de la hipnotización.
 El alférez se dio cuenta de que me había asustado demasiado y, soltando una carcajada sonora y vibrante, exclamó:
 -¡Óiganle al maula! Ha visto, amigo, que cuando el superior dice que el día es noche así no más tiene que ser. ¿Que me dice ahora? ¿Es de noche o no?
 -Si, señor -repuse humildemente; y desde ese momento adquirí las primeras nociones del arte militar; ese arte admirable que pretende llegar, en sus creaciones, a la sublimidad del genio, teniendo por base este lema: "¡Obediencia pasiva y absoluta!"
 En Merlo, el tren se detenía un cuarto de hora.
 Bajamos del coche, según el alférez Requejo, para desentumir las tabas, pero en realidad para meternos en la confitería.
 -Vamos amigo -dijo-, a matar el gusano. ¿Qué toma usted?
 Yo tenía un apetito de todos los diablos y le compré una empanada a una mulata que andaba ofreciendolas "calientes y sabrosas por un peso".
 El alférez llamó al mozo y le explicó lo que deseaba: una ginebra con bíter... para él. Para los milicos que estaban en el coche de segunda un vasito de caña con limonada, no muy lleno, porque podía hacerles daño.
 En seguida empuño la copa que acababan de servirle, la llevó a los labios y, volviendo a ponerla sobre la mesa sin tocarla, gritó:
 -¡Mozo! Tráigame un chorizo y un pan francés.
 Y mirándome, como si quisiera darme un buen consejo, prosiguió:
 -Estos ginebrones suelen ser ariscos cuando se les monta en pelo... mejor es echar primero un poco de lastre en el estómago.

jueves, 12 de junio de 2014

LA GUERRA AL MALÓN

 
I


  Cuando ingresé al Ejército, allá por mayo de 1877, el  tren que debía llevarme hasta Chivilcoy, cabecera entonces del Ferrocarril del Oeste, salía de la estación del  Parque y del mismo lugar en donde ahora se levanta,  soberbio e imponente, el teatro Colón.

Y no debe sorprender que el tren tuviese su punto de partida en el centro de la ciudad, si se considera que el desierto empezaba ahí nomás, a cuarenta leguas de la casa de gobierno.
Entonces los indios, señores soberanos de la pampa, se daban el lujo de traer sus invasiones hasta las puertas de Buenos Aires, no siendo extraño que el malón quemase las mejores poblaciones de Olavarría, Sauce Corto, la Blanca Grande, 25 de Mayo, Junín, Pergamino, etc.

Aquellas épocas -y no pertenecen a la edad de piedra, ni siquiera a la de bronce- han sido ya olvidadas,  y con ellas los pobres y heroicos milicos, cuyos restos blanquean, acaso confundidos con las osamentas del  ganado, a orillas de las lagunas o en el fondo de los  médanos.

Pero, dejemos a un lado las digresiones históricas  y vengamos al Parque.
 Mi padre, que había creído descubrir en mí todos los caracteres de un guerrero, me encajó de cadete, por no meterme de fraile, y, para que ganase en buena ley los galones, eligió para mi debut un regimiento que se hallaba en la frontera, primera línea. Una mañana fui llevado a la estación, entregado al alférez Requejo, que regresaba con un sargento y dos soldados a Trenque Lauquen, y... en marcha.


del  Comandante Manuel  Prado