lunes, 3 de noviembre de 2014

Caídas - Parte 2


En un momento lo perdí de vista hasta que al rato me gritó desde la isla. Yo no quería seguirle el juego. Tampoco estaba seguro de animarme a atravesar el río. Le contesté que se dejara de joder, que volviera, y me senté a esperarlo. Calculé que no iba a tardar porque no podía estar mucho tiempo sin fumar. Pero también esa vez me equivoqué. Me pidió que escondiera su ropa y que me fuera a casa porque tenía ganas de dar un paseo por la isla. A dos pasos había un muelle con botes pero ninguno de los dos quería ridiculizarse. Llamé al barquero y le di la poca plata que tenía para que le alcanzara el paquete de cigarrillos e intentara traerlo de vuelta. Pero no volvió. Se quedó pitando en silencio en la otra orilla hasta que me cansé de su juego y me fui a dormir.

Creo que fue ese episodio el que lo alejó por un tiempo de mí y del taller de tornería. La tarde en que lo encontré tirado en la calle temí que se muriera con la impresión de que yo lo había abandonado. La ambulancia tardó siglos en llegar y lo llevó a un hospital donde me dijeron que tenía el cráneo roto. Mi madre se quedaba a su lado durante la mañana y a la tarde iba yo. Cuando pudo mover los labios me dijo que se había gastado el aguinaldo completo en la primera cuota del torno y no se animaba a decírselo a mi madre.
Era otro de sus juguetes tardíos pero todavía no estaba seguro de poder disfrutarlo. "¿Me voy a morir?", me preguntó cuando se dio cuenta de que tenía una bolsa de hielo sobre la cabeza. Le dije que no, aunque no era seguro, y le pregunté dónde estaba su famoso torno. "Llega de Buenos Aires en el tren de la semana que viene; es una hermosura, no te imaginas", me contestó muy serio. Una enfermera había puesto las cosas que llevaba sobre la mesa de luz. El pañuelo, el encendedor, la billetera vacía, unas monedas y el folleto del torno que era italiano y parecía una nave espacial. "¿Te duele?", dije y me senté cerca de la ventana a mirar a las chicas que atravesaban el jardín. "Sí, desde hace mucho", murmuró. "¿Qué me pasó ahora?" Le conté que lo había agarrado un auto y se había golpeado la cabeza contra el pavimento. Pareció sorprenderse, como si le dijera que se había caído de la calesita: "Y a tu madre, ¿qué le vamos a decir?". Se refería al aguinaldo y a todo lo que otra vez no podríamos comprar. Cerró los ojos y se durmió. O tal vez en su confusión de huesos rotos y sesos desbaratados pensaba en lo buena que hubiera sido su vida sin mi madre y sin mí. Me incliné para decirle al oído que no siempre se puede ganar, que a veces hay que saber quedarse de este lado de la orilla. Hizo una mueca de disgusto y entornó los párpados: "Eso es de cobardes; los ríos están para que uno los cruce". Como siempre, del infortunio sacaba alguna lección que lo disculpaba ante los demás.

Después de hablar con el médico tuve miedo de que aquella fuera su última metáfora. A mi madre le dije que la plata del aguinaldo se la habían robado en la calle mientras estaba caído y que de todos modos para nosotros no habría fiestas ese fin de año. Antes de Navidad lo trasladaron a casa, flaco y vendado como un faquir. Ocultaba el folleto del torno abajo de la almohada. No sé si mi madre se creyó el cuento del aguinaldo robado, pero en Nochebuena no tuvimos festejos ni palabras bonitas. Mi padre pasaba las horas inmóvil, con la mirada puesta en el techo. Un día me hizo una seña para que me inclinara a escucharlo: "Véndelo", susurró, "cuando llegue véndelo por lo que te den". Me pareció que contenía un lagrimón y le dije que no, que ahora estaba en medio de la corriente y tenía que nadar. Después de todo, eso era lo que había querido enseñarme. Hizo un gesto de alivio, me pasó un brazo alrededor del cuello, y dijo: "Está bien, pero no te olvides de mandarme un bote con los cigarrillos".

Osvaldo Soriano 
Cuentos de los años felices (1993)




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