domingo, 31 de mayo de 2015

Don Segundo Sombra – Parte 3

A medianoche vinieron bandejas con refrescos para las señoras. También se sirvió licor y algunas sangrías. Alfajores, bollos, tortas fritas y empanadas fueron traídos en canastas de mimbre claro. Y las que querían cenar algún plato de carne asada, salían hacia la carpa. 

Los hombres, por su lado, se acercaban al despacho de los frascos, que hoy habíamos contemplado con Pedro, y allí hacían gasto de ginebra, anís Carabanchel y caña de durazno o guindado. 
Desde ese momento se estableció una corriente de idas y vueltas entre las carpas y el salón, animado por un renuevo de alegría. 
El acordeonista fue reemplazado por otro más vivaracho, bajo cuyos dedos las polcas y las mazurcas saltaban entre escalas, trinos y firuletes. 

Ya las bromas se daban a voz alta y las muchachas reían olvidando su exagerada tiesura. 
Saqué como cuatro veces a mi niña de punzó y, al compás de las guitarras, empecé a decirle floridas galanterías que aceptaba con gustosos sonrojos. 

En los intervalos volvía hacia mi lugar, al lado de Pedro Barrales, que me divertía con sus comentarios. 
-Sos sonso -le decía-, estás sumido y triste como lechón que se ha dejao quitar la teta. 
-No ves que soy loco como vos, para andar pataleando sobre las baldosas. 
-¿Loco? 
-¡Si te hirve el agua en la cabeza! 
Y como yo me fingiera resentido, tomábame del brazo para consolarme con afectuoso acento: 
-No te me enojéh'ermanito. Sos como la cañada'e la Cruz: tenés tus retazos malos y tus retazos güenos. 
-Válganme los güenos -concluía yo, volviendo a mi fandango. 
Sin embargo, la animación crecía y éranos casi necesario un apuro de ritmos, cuando el bastonero golpeó las manos: 
-¡Vamoh'a ver, un gato bien cantadito y bailarines que sepan floriarse! 
El acordeonista dio sitio al guitarrero que iba a cantar. 
Los cuatro bailarines se colocaron cerca de los músicos. Las mujeres miraban al suelo mientras los hombres requintaban el ala de sus chambergos. 

Empezaron a rasguear los mozos de las guitarras. Las manos de muñecas flojas pasaban sobre el encordado, con acompasado vaivén, y un golpe más fuerte marcaba el acento, cortando como un tajo el borrón rítmico del rasguido. 
El latigazo intermitente del acento iba irradiando valentías de tambor en el ambiente. Los bailarines, de pie, esperaban que aquello se hiciera alma en los descansados músculos de sus paletas bravías, en la lisura de sus hombros lentos, en las largas fibras de sus tendones potentes. 

Gradualmente, la sala iba embebiéndose de aquella música. Estaban como curadas las paredes blancas que encerraban el tumulto. 
La puerta pegaba con energía sus cuatro golpes rígidos en el muro, abriéndolo a la noche hecha de infinito y de astros, sobre el campo que nada quería saber fuera de su reposo. Los candiles temblaban como viejas. Las baldosas preparaban sonido bajo los pies de los zapateadores. Todo se había plegado al macho imperio del rasguido. 
Y el cantor expresó ternuras en tensas notas: 


                                   "Sólo una escalerita de amor me falta, 
                                   sólo una escalerita de amor me falta, 
                                   para llegar al cielo, mi vida, de tu garganta." 


Las dos mujeres, los dos hombres, dieron comienzo a la danza. 
Los hombres caminaban con ágiles galanteos de gallo que arrastra el ala. 

Las mujeres tomaron la delantera en el círculo descrito y miraban coqueteando por sobre el hombro. 

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