martes, 12 de mayo de 2015

Don Segundo Sombra – Parte 5

Mi morochita era indudablemente la prenda más vivaracha de la fiesta y, como ya el amanecer nos sugería un deseo de blando descanso, no dejaba de anegarme en sus ojos chispones y en la risa carnosa de sus labios, dispuestos a la contestación tierna. 

Un poco turbado por mis propios piropos y su consentimiento intenté apartarla, invitándola a tomar un refresco en la carpa. Cuando, con una hábil y costosa maniobra, pude llevarla hasta quedar escondido de la gente por la lona del improvisado boliche, le tomé la mano pretendiendo sin más aviso darle un beso. Luchamos un momento y me sentí rudamente apartado ante su mirada de enojo. 

Volvimos al baile sin que se me ocurriese una artimaña para desagraviarla, y aunque fuera yo a pedirle tres piezas consecutivas negóse con pretextos nimios. 

Rabioso, pensé en el trato benévolo de la de verde. 
Al rato estaba muy bien de relaciones con mi nueva amiga, y hasta me acusaba de haber sido un sonso en desperdiciar mi tiempo con la otra. 

Tiernamente, al concluir una polca, le oprimí los dedos; pero debía estar de mala pata esa noche porque se me cuadró en actitud altanera diciéndome: 
-¿Se ha creído que soy escoba'e barrer sobras? 
Adiós todos mis placeres de la noche. De pronto, la gente que me codeaba empezó a pesarme, como un caballo que lo ha apretado a uno en la rodada. 

Me abrigué en la sociedad de Perico. 
-Ve, ve -me decía éste señalando una pareja de gringos que pasaba bailando a saltos-. ¡Cha que son gauchitos, si van como arrancando clavos con los talones! 
Y al notar mi seriedad, volvió hacia mí sus bromas: 
-No ves que el andar saltando al pedo no lleva a nada güeno. ¿Te han basuriao, hermano? ¡Pobrecito! ¡Si te has quedao con la pontizuela caída! 

Y Pedro aflojaba el labio inferior con expresión que trataba de acercar, lo más posible, a la de un freno con pontezuela. 
De golpe me fui por el día ya alto a tender mi recado y dormir unas horas. 



Ricardo Güiraldes (1886-1927)
Fuente: Segunda edición, San Antonio de Areco, Proa, 1926. 

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