jueves, 16 de junio de 2016

LAS TRES PRINCESAS DE LA MONTAÑA AZUL - Parte 1


En un lugar muy remoto y en tiempos más remotos aún, había un rey y una reina que vivían desconsolados por no tener descendencia. Un día en que desde la terraza de su palacio el Rey contemplaba melancólicamente las verdes praderas de su imperio, acertó a pasar una viejita mendiga, que acercándose con cautela le pidió una limosna. Dile el Rey una moneda de oro, lo que provocó el agradecimiento de la anciana, que, observando su aire preocupado, le preguntó qué pena lo afligía.

- ¿Para qué quieres saberlo? - respondió el Rey -. Nada puedes hacer por remediar mi tristeza.
- ¡Quién sabe! - contestó la mendiga -. Basta a veces un gesto para atraer la buena suerte.
- Y agregó - :
Adivino que Vuestra Majestad está triste porque no tiene un heredero a quien dejar su reino.
Pero yo le digo que no hay razón para desesperar. - Y como el Rey la mirara con sorpresa, la vieja aseguró - :
La Reina tendrá tres hijas. Las tres serán bellas y buenas.
Pero si antes de cumplir los quince años salen del castillo, un torbellino de nieve las arrebatará y arrastrará al país de donde no se vuelve.
Dicho lo cual, desapareció, y el Rey se quedo preguntándose, entre alegre e inquieto, si sería un hada la anciana que con tanto aplomo le predecía el porvenir.

La predicción, sin embargo, resultó cierta, pues ese mismo año la Reina tuvo una niñita.
Al año siguiente nació otra, y el próximo una tercera.
El Rey era feliz, pero el augurio de la mendiga estaba siempre presente en su espíritu, y para evitar todo peligro a las princesitas se habían dado órdenes severas prohibiendo que salieran, y en la puerta del palacio un soldado respondía de ello con su vida.
Las niñas eran obedientes y juiciosas, aunque a duras penas soportaban dicha consigna, que les parecía demasiado cruel.
Así marchaban las cosas cuando un día de primavera el Rey y la Reina debieron salir para recibir a un príncipe extranjero.
Las tres desdichadas jóvenes vieron partir las carrozas y oyeron por largo rato los pífanos y tambores del cortejo, que se alejaba en la felicidad del luminoso día.

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