lunes, 8 de junio de 2009

Soy leyenda

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Es el día. Llegó. La devolución de Soderling queda en la red. El deseo es realidad. La historia le hace una reverencia. El hombre fluye. Se deja caer. Sus rodillas tocan ese polvo de ladrillo tan esquivo. La raqueta, compañera de emociones, rebota a un costado. Las manos buscan a esos ojos llorosos, los tapan, los liberan, los ayudan a ver. Todo sucede en cámara lenta. Hay, cómo explicarlo, un silencio ensordecedor que envuelve a Roger Federer, una cápsula que lo aísla de la explosión que acaba de vivir el Philippe Chatrier, del griterío, de todo.

Es él y su momento. El y su diálogo íntimo con la eternidad. Shockeado, se para, saluda a Soderling, al juez. Chau vincha. Alza sus brazos. Mira hacia el cielo, ese cielo que es suyo y que lo saluda, lo venera y lo recibe con lágrimas de emoción. Porque para hacer más épica la conquista, llueve. Bienvenido al paraíso."Todo el tiempo mi mente se hacía preguntas durante el partido, volaba. ¿Qué pasa si...? ¿Qué pasa si gano el torneo? ¿Qué significaría?".Significa que el limbo le da un pase libre para la eternidad. El suizo acaba de ganar, por fin, Roland Garros. Póker.


Conmocionado, se sienta en su silla, pero enseguida se para y vuelve a saludar, como para chequear que sí, que aunque todo sea demasiado perfecto, es real. Andre Agassi, el último en conseguir los cuatro títulos de Grand Slam (además, en esa elite están Fred Perry, Donald Budge, Roy Emerson y Rod Laver), le entrega el trofeo, la Copa de los Mosqueteros está en buenas manos, y el suizo la acaricia, la besa, la acurruca. Suena el himno suizo y llora, una vez más, lágrimas de campeón. Ya alcanzó a Pete Sampras y sus 14 conquistas, en apenas seis años, la mitad del tiempo que le tomó al yanqui, pero en todas las superficies, y va por más.


Empieza a sonar un punchi que el público acompaña con las palmas. En las pantallas gigantes se muestra un video. Roger lo mira de reojo. ¡Aparece Vilas, con remera blanca y vincha negra! También Noah, Guga y Nadal. Y un instante después, Federer se hipnotiza con el rostro que se impone en el final del clip. No, no está parado frente a un espejo. Es él ante su destino. Habla, agradece, sonríe, llora. Cada vez llueve más fuerte. Fotito por acá, con todos, solito, besando el trofeo, sentado. Si de él dependiera, podría pasar la noche entera ahí mismo."Siempre, incluso después de perder una semifinal y tres finales, creí que podía ganar aquí", explicaría luego en la conferencia de prensa, vestido con una campera blanca con el 14 en la espalda. Ese concepto es lo que hace la diferencia, en definitiva, entre los muy buenos y los grandes. Así encaró el duelo decisivo ante Soderling. En la noche anterior observó en su habitación los DVDs de los últimos dos choques con el sueco, pidió servicio de cuarto, cenó con Mirka y leyó un poco. Como cualquier mortal. Horas después, barrió a su rival, lo hizo parecer descoordinado, como si esos palazos potentes con los que había mandado a casa a Nadal no fueran más que cebitas para el suizo. Drops burbujeantes, que encendieron aún más a la gente.


Un primer set aplastante. Buenos ángulos y decisión en la red. Soderling revivió, empezó a bancar el ritmo. Federer se fue un poco de la cancha cuando un intruso se metió. Hubo tie -break. "El mejor que jugué en mi vida", contó Roger, que clavó cuatro aces para el 7-1. En el tercero alternó ratos de tensión con salidas lúcidas, exquisitas.Pero llegó ese saque ganador, ese drive imperfecto de Soderling, ese 6-1, 7-6 (1) y 6-4 que le abrió las puertas del cielo... Y que lo hizo inmortal. Leyenda.




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