viernes, 30 de marzo de 2012

Dos emociones

 
"A la larga, la ira y el odio son emociones que se derrotan a sí mismas. En lo inmediato, sin embargo, proporcionan altos dividendos en la forma de satisfacción psicológica y hasta (pues liberan grandes cantidades de adrenalina y noradrenalina) fisiológica. La gente puede tener al principio un prejuicio inicial contra los tiranos, pero, cuando los tiranos o aspirantes a tiranos le dedican una propaganda liberadora de adrenalina sobre la perfidia del enemigo -especialmente de un enemigo lo bastante débil para que pueda ser perseguido- muchos se inclinan a seguir con entusiasmo a quien así se expresa. En sus discursos, Hitler repetía insistentemente palabras como "odio", "fuerza", "implacable", "aplastamiento", "aniquilación", y acompañaba estas violentas palabras con ademanes todavía más violentos. Gritaba, daba alaridos, sus venas se hinchaban, su rostro se ponía violáceo. Una emoción violenta (como lo saben todos los actores y dramaturgos) es contagiosa en sumo grado. Envenenado por el maligno frenesí del orador, el auditorio bramaba, sollozaba y gritaba en una orgía de pasión sin inhibiciones. Y estas orgías eran tan gratas que la mayoría de quienes las habían experimentado volvían afanosamente en busca de más."
 
Nueva visita a un Mundo Feliz
Aldous Huxley  (1894 - 1963)

jueves, 29 de marzo de 2012

Edguy "Fallen Angels" (subtitulado al español)


 0:35-0:36

Banda: Edguy
País: Alemania (Fulda)
Álbum: Mandrake
Año: 27 de noviembre del 2001
Sello Discográfico: AFM Records
Compositor: Tobias Sammet
Genero: Power Metal, Heavy Metal, Speed Metal, Hard Rock

Tobias Sammet - voz
Tobias 'Eggi' Exxel - bajo
Jens Ludwig - guitarra
Dirk Sauer - guitarra ritmica
Felix Bohnke - bateria

Helloween - Hell Was Made In Heaven (Subtitulado)

domingo, 25 de marzo de 2012

Blues 1910 - 1930

-En el Estado de Lousiana y adyacentes (Mississippi, Alabama, Texas) destacan figuras como Scott Joplin (1868, padre del "Ragtime") W.C Handy (1873, "The father of the Blues"), Papa Charlie Jackson, Leadbelly (primer músico negro que toca para público blanco europeo, en la Francia de los años 40), Big Bill Broonzy, Skip James, Robert Johnson, Dave Honeboy Edwards, Mississippi John Hurt, Memphis Minnie, Son House, Tommy Johnston, Charley Patton, Roosevelt Sikes, Sonny Boy Williamson, Lonnie Johnson, T Bone Walker, Muddy Waters... Muchos de ellos se ven obligados a buscar el pan en el Norte emprendiendo la "Gran Migración", que tiene como punto de llegada Chicago. Ciudades como Clarcksdale, Memphis o St. Louis son paradas en el itinerario vital y musical de estas figuras.



Papa Charlie Jackson, exponente del "Ragtime" (voz y banjo, acompañado por violín, metales y pandero). "Drop that Sack", 1925.



martes, 20 de marzo de 2012

El hombre que contaba historias

. Había una vez un hombre muy querido de su pueblo porque contaba historias. Todas las mañanas salía del pueblo y, cuando volvía por las noches, todos los trabajadores del pueblo, tras haber bregado todo el día, se reunían a su alrededor y le decían:
-Vamos, cuenta, ¿qué has visto hoy?
Él explicaba:
-He visto en el bosque a un fauno que tenía una flauta y que obligaba a danzar a un corro de silvanos.
-Sigue contando, ¿qué más has visto? -decían los hombres.
-Al llegar a la orilla del mar he visto, al filo de las olas, a tres sirenas que peinaban sus verdes cabellos con un peine de oro.
Y los hombres lo apreciaban porque les contaba historias.
Una mañana dejó su pueblo, como todas las mañanas... Mas al llegar a la orilla del mar, he aquí que vio a tres sirenas, tres sirenas que, al filo de las olas, peinaban sus cabellos verdes con un peine de oro. Y, como continuara su paseo, en llegando cerca del bosque, vio a un fauno que tañía su flauta y a un corro de silvanos... Aquella noche, cuando regresó a su pueblo y, como los otros días, le preguntaron:
-Vamos, cuenta: ¿qué has visto?
Él respondió:
-No he visto nada.

Oscar Wilde

Mississippi John Hurt - Cocaine Blues

sábado, 17 de marzo de 2012

Casa en alquiler - parte 4



Después de comer, decidí dar un largo paseo por los alrededores. Jones me acompañó. Nos pusimos a caminar en silencio por las calles de aquel pueblecito de pescadores. Me agradó mucho ver sus casas altas y estrechas, tan cerca unas de otras que habría sido posible saltar de una vivienda a la de la acera de enfrente. Unas mujeres, engalanadas con oropeles multicolores, hablaban en el lenguaje cantarín y animado típico de aquella región. Finalmente llegamos a La Poche, el puerto de los pescadores. El mar estaba tan tranquilo como una balsa de aceite, cosa que me extraño, ya que desde mi infancia estaba acostumbrado al tormentoso océano Atlántico. Algunas velas blancas se divisaban en el horizonte, bajo un cielo azul puro. Me sentía dichoso de vivir en, aquel pacífico y bello pueblecito de pescadores, y olvidé la pesadilla que había tenido la víspera.

Sólo el azar guiaba en aquel instante nuestros pasos, mientras Jones y yo caminábamos por un sendero bordeado de setos en flor. Daba gusto respirar el aire marino y sentir Sobre la piel la calurosa caricia del sol. Una verja de hierro en muy mal estado nos cortó el paso cuando, al llegar al final del sendero, nos vimos obligados a girar a la izquierda; me acerque a ella, la abrí sin ninguna dificultad y momentos después, nos encontrábamos en el interior del cementerio. Aquella sorpresa no me pareció nada extraña, sino una cosa meramente fortuita, que me ofrecía la oportunidad de visitar el cementerio y satisfacer la curiosidad que habían despertado en mí las palabras de mi cocinera. En lugares semejantes, es corriente encontrar tanto bonitas tumbas como emocionantes inscripciones grabadas en ellas. Ese cementerio no tenía el aspecto siniestro y mórbido de nuestros camposantos nórdicos. Jones, que siempre había sido un hombre supersticioso, me dijo que prefería esperarme fuera mientras yo satisfacía mi curiosidad. Le di mi permiso y me puse a recorrer el cementerio, fijándome de vez en cuando en aquellas tumbas que llamaban mi atención. Ninguna de ellas daba impresión de tristeza: las lápidas de color rosa o blanco estaban casi cubiertas por una exuberante vegetación, y daba la impresión de que por todas partes brotaban flores.

De repente, me sentí dominado por una espantosa sensación de terror; me encontraba ante una lápida gris, desnuda, siniestra, sin inscripción ni flores. Una impresión abominable de asco parecía emanar de ella. Algunas imágenes furtivas pasaron por delante de mis ojos. Creí que volvía a oír la extraña voz de la caverna. No pude soportarlo más y salí huyendo.

Aquella misma tarde me marché de Saint-Tropez. Había intentado enterarme de aquello que encerraba esa tumba, pero ninguna de las personas a las que interrogue supo satisfacer mi curiosidad. Cuando oían mi pregunta, se santiguaban y trataban de cambiar de conversación. Nadie sabía nada o, seguramente, nadie quería saber nada... Entonces me acorde de Gabriella; ella sí que podría decirme lo que encerraba la siniestra tumba. La busque por todas partes, pero no pude hallarla; había desaparecido, nadie la había visto. Cualquiera habría pensado que se había volatilizado en el aire sin dejar el más mínimo rastro.

A pesar de todo, cumplí con la promesa que le hiciera a aquello que habitaba en las profundidades de la caverna de la casita que había alquilado; ordene que cubrieran de flores la misteriosa tumba y luego fui a ver al cura del lugar, para pagarle tres misas por el eterno descanso de un alma en pena. Cuando el sacerdote oyó mis palabras, se asombró tanto como si le hubiese preguntado dónde se hallaba la tumba del conde Drácula. Una vez pasado su estupor dijo:

-Lo siento mucho, mas no puedo complacerle. De todas formas, le agradecería que me dijera por qué desea que diga tres misas por un alma en pena. ¿Qué interés le guía al intentar pagarme esas
tres misas? Disculpe mi curiosidad, pero es que me extraña mucho.

Entonces le conté toda mi espantosa historia, Sin ahorrar el más mínimo detalle; desde aquella primera noche en que entrara en mi habitación el misterioso y furtivo visitante, hasta el instante en que oí su siniestra voz haciéndome prometerle que depositaría unas flores sobre aquella tumba y haría dar tres misas por un alma en pena.

Observé cómo el sacerdote, mientras yo hablaba, me escuchaba con mucha atención, sin adoptar esa postura, con la que generalmente se suele escuchar el relato de una persona neurótica de mente ardiente e imaginativa, sino todo lo contrario; como si le estuviera contando algo importante e interesante para él. Cuando termine mi relato, el cura permaneció silencioso durante unos segundos, como si estuviera meditando sobre todo lo que había dicho. Luego, se levantó y se puso a pasear, al mismo tiempo que me decía:

-La Iglesia; como usted sabe, desconfía en grado sumo de las visiones y manifestaciones de ese género. A mi juicio, creo que su sueño tiene una causa muy natural, y que esa historia de la tumba misteriosa del cementerio de nuestro pueblo no es más que una simple coincidencia.
-Pero usted también sabe -le respondí respetuosamente que la Casa del bailíode Suffren goza de mala reputación entre los habitantes del pueblo, es decir, todos creen que allí ocurren cosas muy extrañas, como si estuviera embrujada. ¿Qué puede decirme a este respecto? ¿Cuál es su autorizada opinión sobre tan misteriosos hechos?

Mas el sacerdote no pudo o no quiso decirme nada, alegando que hacía poco que residía en Saint-Tropez, pero que, de todas formas, no hiciera caso de aquellas historias de resucitados y duendes a la que tan inclinados son los marineros, sean del país que fueren. Salí de la sacristía con la conciencia en paz. ¿Pero por qué entonces, se preguntará el lector, me marché tan pronto del pueblo, sin querer pasar ni una noche más en aquella casa?

Tenía un motivo muy poderoso; cuando abri la puerta de la casa, oí muy claramente, y Jones, que me seguía, también oyó la voz que me decía:

-Muchísimas gracias, Michael O'Grady.


Sheridan Le Fanu (1814-1873)

Casa en alquiler - parte 3



Por un instante, una luz intensa me deslumbró; pero una vez que mis ojos se hubieron acomodado poco a poco a la misma, me di cuenta de que me encontraba dentro de una inmensa caverna en la que flotaba una especie de bruma lechosa. Incluso me pareció que aquella luz procedía de esta misma bruma. Unas formas movedizas, que apenas podía distinguir, atravesaban mi campo visual. Sólo veía con claridad las huellas de los pasos que había seguido hasta allí. Entonces me puse a temblar de horror; a la débil luz de mi vela, había podido discernir el contorno de unas huellas de pies humanos..., pero allí comprobé que estaban sangrantes. ¿Qué cuadro macabro iría a descubrir si me aventuraba a proseguir mi camino? Con seguridad algo siniestro y horripilante. De modo que decidí volver sobre mis pasos, subir a mi habitación y abandonar aquella casa al día siguiente. Di media vuelta para buscar la puerta por donde había entrado. Cuál no sería mi estupor y desesperación al comprobar que había desaparecido. En ese momento, una risa sarcástica llegó a mis oídos. Creo que perdí la cabeza y me puse a correr mientras gritaba pidiendo socorro; no sabía adónde iba. Unos ruidos siniestros resonaban en la estancia, mientras sentía que unas cosas inmundas me rozaban, unas formas monstruosas que parecían obstruirme el camino.

Todo esto duró mucho tiempo. ¿Cuánto tiempo? No lo sé: unos minutos, unos siglos, quizá una eternidad. La bruma era cada vez más espesa y luminosa, mientras unas voces lanzaban alaridos en francés, en inglés, en alemán y en italiano; unas llamadas que yo no comprendía. Y fue entonces cuando comenzó la lluvia de sangre ..., Al principio, gruesas gotas- aisladas, luego una verdadera tormenta de sangre que, sin embargo, daba la impresión de respetar el camino que yo tomase y me facilitaba la huida.

-Michael O'Grady —dijo de repente una voz fuerte que rugió como un trueno bajo las bóvedas de la caverna.

Me sobresalté al oír mi nombre, y tras armarme de un valor ilusorio pregunté temblando:

-Sí, soy yo. ¿Quién es usted? ¿Qué desea de mí?
-¿Quién soy yo? No se lo diré en absoluto. En cuanto a lo que quiero, lo único que deseo es
que me ayude en algo muy importante para mí.

Durante unos instantes permanecí mudo de asombro, y cuando traté de hablar de nuevo, esa voz cavernosa y siniestra retumbó en el hediondo antro:

-En el cementerio de Saint-Tropez hay una tumba sin cruz y sin nombre. Deseo que mañana vaya usted a colocar sobre la losa un ramo de flores, y que haga decir tres misas en la iglesia por el reposo de un alma atormentada. ¿Me promete usted que cumplirá mi deseo?

¿Qué habría hecho usted, lector, en mi lugar? Le prometí que cumpliría todos sus deseos, lo que quisiera. Mi invisible interlocutor prosiguió:

-De, acuerdo. Pero no olvide de cumplir su promesa. Sobre todo, Michael O’Grady, no la olvide.

Hubo un brusco y pesado silencio, preñado de tácitas amenazas, y luego la voz continuó:

-Y ahora, regrese a su habitación.

Se calló, la lluvia de sangre cesó de caer y la puerta de hierro, situada a unos metros delante de mí, empezó a elevarse hasta que quedó completamente abierta. A pesar de mi emoción, no había soltado ni mi pistola ni la vela, y me lancé con rapidez hacia la puerta, corriendo como un gamo por el ahora libre pasadizo.

No sé cómo pude encontrar el camino de regreso; lo cierto es que minutos más tarde me hallaba acostado en mi cama, y después quedé sumido en el más profundo de los sueños, sin tener la más ligera pesadilla. Al día siguiente por la mañana, Jones vino a despertarme. Mientras descorría las cortinas de la ventana, a través de las cuales radiaba el sol de un hermoso día, y se disponía a prepararme el desayuno, yo, poco a poco; me despeje -por completo del sueño de la víspera.

-Dime una cosa, Jones -pregunté-; ¿a qué hora regresaste anoche a casa?
-Entre las once y las doce, Señor.
¿No oíste nada sospechoso?
-No, Señor.

Jones se dispuso a prepararme el desayuno, sin conceder la menor atención a la pregunta, para mí tan importante, que le había formulado. Pero, de repente, se volvió bruscamente, clavó en mí sus acerados ojos y me dijo a quemarropa:

-Ruego al señor que me perdone, pero anoche oí unas cosas muy extrañas, mientras bebía unos vasos en una taberna del pueblo. Resulta que mis impresiones sobre esta casa, aquellas que le expuse ayer al señor, fueron confirmadas por unos pescadores en ese lugar. Me dijeron que esta casa tiene muy mala reputación, y, que jamás ningún inquilino ha permanecido mucho tiempo en ella, desde la muerte del bailío de Suffren. La gente llegaba, pero a los pocos días la abandonaba como Si estuviera habitada por mil fantasmas o por el espectro del difunto bailío. Bueno, eso es lo que me contaron los pescadores.

Como Jones era para mí, más que un doméstico, un amigo, detalle que ya expuse al lector al principio del presente relato, le conté todo lo que me había sucedido durante mi aventura nocturna de la víspera. A medida que le relataba todos los pormenores de la misma, observé que su rostro se endurecía. Cuando termine, Jones movió la cabeza con aire de persona entendida en la materia y dijo:

-Creo, señor, que ya sé lo que ha sucedido. Si me lo permite, voy a hacer una pequeña investigación por mi cuenta para cerciorarme de lo que sospecho.

Acepté curioso la proposición de mí doméstico. Este empezó por examinar el muro. Ya no había ninguna de aquellas huellas sangrientas, ni tampoco ningún fragmento de materia negra Jones trató de encontrar la entrada de la escalera secreta. Fue en vano. Se puso a golpear el muro, tratando de localizar algún punto que sonara a hueco, pero tampoco tuvo éxito en esta tarea. Perplejo, mi pobre doméstico me propuso derribar el muro con un pico y un buen martillo. Me opuse a ello, alegando que la casa no era nuestra como para ponernos a destrozarla., El día era muy hermoso, la atmósfera estaba saturada del perfume de las flores y yo me encontraba de muy buen humor; acabe por decirle al Jones, para disuadirle del todo:

-Escucha, Jones no vale la pena que te calientes más la cabeza tratando de descubrir la puerta secreta. Probablemente he tenido una pesadilla, y Si tuviéramos que hacer caso de todos los sueños, tendríamos para largo. Vamos, déjalo y ocupémonos en otras cosas. Al mediodía, me pareció que Gabriella me miraba de una forma muy extraña, con ojos en los que brillaba una especie de curiosidad malsana., No le habría dado mucha importancia a este detalle si, hacia el final de la comida, no me hubiera murmurado al oído, al pasar junto a mí, las siguientes y misteriosas palabras:

-Saint-Tropez tiene un cementerio muy bonito; creo que al señor le interesaría sacrificar unas horas y visitarlo lo antes posible.

Ah! ¡La miserable vieja! De golpe y porrazo, todos los terrores y angustias de la noche pasada acudieron a mi mente, y sentí unas ansias locas de estrangular con , mis propias manos a la cocinera. Pero me calme casi al instante, pensando que sólo podía tratarse de una simple coincidencia. Por lo demás, ¿cómo podía_Gabriella estar al corriente de aquella espantosa pesadilla?

Casa en alquiler - parte 2


La manera de presentarse me hizo sonreír, pues se veía qué aquella humilde pueblerina ignoraba el lenguaje ceremonioso utilizado por los domésticos profesionales. Pero no le di la menor importancia, ya que siempre he sido un hombre sencillo y por encima de todo tipo de prejuicios sociales, y aprecio a las personas por sus valores morales y no por su lenguaje más o menos refinado.

-Muy bien, Gabriella, ha sido un placer el conocerla, respondí- En cuanto a su salario y al trabajo que tendrá que hacer en esta casa, ya se arreglara con Jones.

Luego le dije que podía retirarse. Cuando llegó la hora de la cena, tuve que hacer un tremendo esfuerzo, pues la anciana tenía la costumbre de condimentar mucho las comidas. Mas a medida que fue pasando el tiempo, no sólo me acostumbré a ellas, sino que incluso llegaron a gustarme.

A las ocho de la noche, Gabriella regresó a su casa, y yo, cansado por el agotador viaje, decidí acostarme temprano. Le dije a Jones que podía disponer de toda la noche, me dirigí a mi habitación y me metí en la cama. Había cogido una novela francesa de M. Hugo, pero en honor a la verdad, debo confesar que apenas pude llegar a la tercera página; no sé si fue el libro o el cansancio, pero a los pocos minutos. me quedé profundamente dormido.

Un ruido extraño me despertó y habría jurado que en la habitación había alguien más que respiraba jadeando. La oscuridad era total, por consiguiente, no podía ver nada. Nunca he sido un hombre timorato, como lo demuestra mi historial militar durante el tiempo que serví En la India, pero debo confesar que en aquel instante me sentí dominado por un terror espantoso. Me incorporé en la cama y, no pudiendo resistir más aquella tensión nerviosa, grité:

-¿Quién está ahí?

Nadie contestó, pero tuve la impresión, casi la certeza, de que alguien se aproximaba a mí, pues sentía aquella respiración jadeante cada vez más cercana. Volví a insistir, esta vez aún más nervioso: -¿Quién esta ahí?

Algo frío, húmedo y pegajoso rozó mi muñeca. Perdí el control de mis nervios y me puse a gritar con desesperación:

-Jones, Jones, corre, ayúdame, socorro, socorro!

Pero todo permaneció tan silencioso como antes. No Se oía nada en toda la casa, y llegué a la conclusión de que Jones estaría divirtiéndose por los bares del pueblo o, quizá, habría sido víctima, asimismo, de aquella cosa, de mi misterioso visitante. Mis gritos parecieron haber parado en seco el avance de aquel espectro, fantasma o lo que fuese, pues sentía su hálito a la misma distancia.

Como no ocurría nada, acabe por apaciguarme y me convencí de que todo no había sido más que una alucinación auditiva. Fue desagradable, por cierto; pero no tenía nada de qué inquietarme. De todas formas, y para acabar con toda duda cogí el mechero y encendí una vela. Al mismo tiempo que la llama empezaba a brillar, oí unos pasos precipitados y un gran ruido, como producido por un tejido grueso restregado con fuerza.

A la luz de la vela comprobé que en mi habitación, no había nadie más que yo, y cuando me disponía a apagar la luz y volver a dormir, mis ojos se clavaron maquinalmente en el suelo; este estaba cubierto de unas manchas negruzcas que en aquel instante no pude identificar. Me bajé de la cama y examiné con más detenimiento aquellas extrañas manchas. Lo que vi me llenó de horror: unas huellas de pies desnudos partían de la cabecera de mi lecho y se detenían, no delante de la puerta de la habitación como habría sido lógico suponer, si mi extraño visitante era un ladrón como yo sospechaba, sino delante del muro que daba a la parte posterior de la casa. ¿Había atravesado la pared aquella cosa?

Era, imposible; Ningún ser humano puede atravesar un muro de piedra. Como, aquel misterio ya empezaba a ponerme nervioso otra vez, empecé a gritar con todas mis fuerzas, llamando a Jones; mas fue en vano. Entonces tome una decisión que lamentaría durante el resto de mi vida.

Me vestí con rapidez, sin quitar los ojos del muro cogí mi pistola y me acerque al lugar donde desaparecían las huellas. Al examinar éstas de cerca, comprobé que, en efecto, penetraban en el tabique: la prueba era que una de ellas parecía cortada en dos a ras del plinto. Entonces pensé que podía tratarse de un muro giratorio que daba acceso a una escalera secreta. Empujé con todas mis fuerzas en cada centímetro cuadrado de la pared, pero esta no cedía. De repente, oí que en algún sitio del tabique giraban unos goznes invisibles; un rectángulo negro apareció en él, al mismo tiempo que una bocanada de aire pestilente penetraba por mis orificios nasales. Cogí la palmatoria, empuñé mi pistola y franqueé el misterioso umbral. La débil luz que proyectaba mí vela iluminaba una escalera de piedra que se hundía en espiral en las entrañas de la tierra. Me armé de valor y empecé a descender. Llegué a contar trescientos noventa y seis escalones; ya casi ni podía respirar, pero puesto que me había embarcado en aquella aventura, lo lógico era seguir hasta el final, descubrir quién era mi extraño visitante nocturno. Empecé a caminar por un pasadizo estrecho por cuyo suelo avanzaban las huellas. Cuando ya había recorrido unas cien yardas, me vi detenido por una pesada puerta de hierro; la empujé, resistió un poco y, al fin se abrió, produciendo un siniestro chirrido.

viernes, 16 de marzo de 2012

Casa en alquiler - parte 1


House to let, Sheridan Le Fanu (1814-1873)

Había estado mucho tiempo enfermo y mi médico y me aconsejó que fuera a pasar la convalecencia en algún pueblecito tranquilo y soleado de la costa meridional francesa, alejándose del clima húmedo y brumoso de mi pueblo natal irlandés.

Nada especial me retenía en Dublín: sin ser rico, disponía de unos ahorros que me permitían vivir con cierta holgura. Desde hacía mucho tiempo carecía de familia, por lo que decidí, una vez que me sentí con fuerzas suficientes, embarcarme para Marsella.

Mi criado, llamado Jones, me acompañó en este viaje. Antiguo Sargento en el ejército de España del duque de Wellington, era, por entonces, un viejo delgado; enérgico y de unos sesenta años de edad. Yo lo apreciaba mucho, no sólo por la devoción que me testimoniaba sino, además, por las numerosas cualidades que le hacían sumamente valioso.

En Marsella, adonde llegamos a principios del año 1840, me indicaron que había una casa en alquiler en un pueblecito de pescadores de la costa provenzal. Insistieron en que se trataba de un lugar muy bello, de clima agradable y maravillosas panorámicas. Como el alquiler era muy barato, acabe por aceptar, modificando así los proyectos que tenía de establecerme cerca de Nápoles. Días más tarde llegamos al pueblecito de pescadores. La casa, me dijo el agente inmobiliario al entregarme las llaves, había pertenecido durante cierto tiempo a un célebre marino francés, el bailío de Suffren.

Una vez cerrada la puerta, Jones me miró y me dijo , bruscamente, con esa franqueza castrense tan peculiar en él y que yo tanto admiraba:

—Señor, esta casa no me agrada en absoluto.

Me eché a reír y contesté: .

-¿Qué le ves de malo? Por mi parte, la encuentro encantadora, exquisitamente amueblada, bien situada y muy soleada.

Jones se encogió de hombros, gruñó algo que no entendí y se dispuso a subir nuestro equipaje. Mi nueva, residencia se componía de una planta baja, en la que estaban situados el vestíbulo, el salón, el comedor y un despacho, y de un piso superior en el que había tres dormitorios para los señores y dos para los domésticos.

El agente inmobiliario había convenido conmigo en que una mujer del pueblo vendría a hacer la limpieza y a prepararnos las comidas. Me senté en un sillón del despacho y me puse a contemplar el mar a través de la ventana, mientras soñaba en las jornadas felices de que disfrutaría durante mi estancia en aquel lugar tan bonito. Instantes después llamaron a la puerta.

-Entre- dije.

Una pobre mujer, doblada por el peso de los, años y la miseria, apareció en el umbral.

-Soy Gabriella, su cocinera.


Cuentos Oscuros de los Hermanos Grimm

jueves, 15 de marzo de 2012

Una hoja de hierba

Creo que una hoja de hierba, no es menos
que el día de trabajo de las estrellas,
y que una hormiga es perfecta,
y un grano de arena,
y el huevo del régulo,
son igualmente perfectos,
y que la rana es una obra maestra,
digna de los señalados,
y que la zarzamora podría adornar,
los salones del paraíso,
y que la articulación más pequeña de mi mano,
avergüenza a las máquinas,
y que la vaca que pasta, con su cabeza gacha,
supera todas las estatuas,
y que un ratón es milagro suficiente,
como para hacer dudar,
a seis trillones de infieles.

Walt Whitman

miércoles, 14 de marzo de 2012

Mägo de Oz - Que el viento sople a tu favor

Amor eterno

Podrá nublarse el sol eternamente;
Podrá secarse en un instante el mar;
Podrá romperse el eje de la tierra
Como un débil cristal.
¡todo sucederá! Podrá la muerte
Cubrirme con su fúnebre crespón;
Pero jamás en mí podrá apagarse
La llama de tu amor.

Gustavo Adolfo Bécquer

domingo, 11 de marzo de 2012

A un olmo viejo

Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo
algunas hojas verdes le han salido.
¡El olmo centenario en la colina
que lame el Duero! Un musgo amarillento
le mancha la corteza blanquecina
al tronco carcomido y polvoriento.
No será, cual los álamos cantores
que guardan el camino y la ribera,
habitado de pardos ruiseñores.
Ejército de hormigas en hilera
va trepando por él, y en sus entrañas
urden sus telas grises las arañas.
Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro o yugo de carreta;
antes que rojo en el hogar, mañana,
ardas, de alguna mísera caseta,
al borde de un camino;
antes que te descuaje un torbellino
y tronche el soplo de las sierras blancas;
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas,
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.

Soria. 1912
Antonio Machado
http://poetasespanoles.blogspot.com/

Ozzy Osbourne - Let it Die (Sub Español)

SYMFONIA - Forevermore

sábado, 10 de marzo de 2012

Los cuarzos rotos


Cansada la verdad de ser juguete destapó el cántaro de los valores y sorbo a sorbo lo dejó vacío. Era preciso alimentar las decisiones y con capa y espada recobrar conciencias. El camino es angosto, mal-oliente, donde está la mentira: hay lodazal sinuoso con espacios de hiel, lágrimas y rencor sedimentado en dudas, pedazos mal vividos, con la maza de hierro en las cadenas. La mentira: degusta, se alimenta de los sitios vacíos donde troncha una cita,
-destruye como si no quisiera-.

Trucida la confianza de los amores buenos cremando los ritos sublimes de la piel... Deja los cuarzos rotos en joyeros vacíos, -arroja dardos negros como si no los viera-. Fusila las palabras, los silencios, sólo deja sus huellas manchando los espejos y el susto recogido frisa las sensaciones; -se agazapa en la sombra como si no estuviera-. La verdad: amanece sobre rayos de aurora, rompe las alambradas que disloca su pie. Con la noria del tiempo acompasada,
limpia paso a paso los tramos de la intriga. Se empina hasta su mástil, segura de su vuelo y envía su mensaje hasta el cubil, donde se juntan los incautos.



La mentira es el arma de los envidiosos y los incapaces, la ligan con la calumnia para destruir y separar parejas o resta méritos a los que sobresalen por sus habilidades o inteligencia.

Mariblanca Quiñones de La Osa
Cuba

martes, 6 de marzo de 2012

LOS DOS COMERCIANTES



Un comerciante en hierros, al ir a emprender un largo viaje dejó sus mercancías en casa de un comerciante rico para que se las guardara.
Cuando volvió del viaje se fué a casa de su amigo a recoger las mercancías cuya guarda le había encomendado. Pero, con gran sorpresa suya, el otro dijo al verle:
-Tus mercancías se han estropeado. Nada tengo que entregarte.
-¡Cómo!
-Sí, las dejé en el desván y los ratones han roído el hierro. Si no quieres creerme puedes subir a verlo tú mismo.
El comerciante pobre no discutió y dijo sencillamente:
-Puesto que tú lo afirmas es bastante. No hace falta mirar. Desde hoy ya sé que los ratones comen hierro. Adiós.
Y se fué.
Ya en la calle vió a un niño, hijo del comerciante rico, que estaba jugando. Le acarició, le cogió en sus brazos, y se lo llevo a su casa.
Al día siguiente el comerciante rico fué a ver al pobre y le contó la desgracia que le agobiaba: le habían robado a su pequeño hijo y pedía consejo a su amigo para poder encontrarlo.
Ayer-repuso el comerciante pobre,-cuando salía de tu casa, vi justamente cómo un gavilán se apoderaba de un niño y se lo llevaba por los aires. Sin duda era tu hijo.
-¿Quieres burlarte de mí?- exclamo el rico lleno de cólera. ¿Cuándo se ha visto que un gavilán se lleve a un niño por los aires?
-No, no me burlo. Poco puede extrañar que un gavilán robe a un niño, en estos tiempos en que los ratones comen hierro. Todo puede suceder...
Reflexionó entonces el rico.
-Tu hierro- dijo al fin- no lo comieron los ratones. Yo lo vendí. Daría el doble de su precio por que el gavilán no se hubiese llevado a mi hijo.
-Yo puedo, en cambio, hacer que recobres a tu hijo, ya que los ratones no se han comido el hierro.
Y se fue a llamar al niño.

Tolstoi

EN EL PELIGRO

Iban dos amigos paseando por un bosque cuando, de pronto, apareció un oso que avanzaba hacia ellos.
Uno de los amigos fue el primero en verlo y, sin más dilación, echó a correr, encaramándose a un árbol y se disimuló entre la fronda.
Su compañero se quedó en el camino y, cuando finalmente advirtió el riesgo, no teniendo tiempo de otra cosa, se tendió en el suelo y permaneció inmóvil, fingiendose muerto.
El oso se le acercó pausadamente y se puse a olfatearlo. El contuvo su aliento, y el animal, creyendole muerto de veras,se alejó.
Cuando ya no hubo riesgo, bajó el otro del árbol.
-Qué te decia el oso al oido?- preguntó riendo a su compañero.
-Me decía que es un cobarde el que abandona a un amigo en el peligro.

Tolstoi


lunes, 5 de marzo de 2012

El último viernes

En cuanto lo hicieron pasar, Carner comprendió que aquel viernes iba a ser distinto. Creyó recordar tímidas premoniciones, trató de protegerse despidiéndose de la larga sala de espera que acababa de dejar, de la noche o el día eternos que imponían los tubos fluorescentes, de la humanidad pobre y silenciosa que se rozaba los hombros sin respaldo, conservando rígidos los cuerpos durante horas, temiendo que su abandono significara la renuncia a su esperanza.

Se despidió de tantas semejantes, confundibles tardes de viernes que había elegido para visitar a Miller o ya, desinteresadamente, para visitar la Jefatura, atravesar el saludo de policías de uniforme y perder la noción del tiempo entre los hombres y mujeres que llenaban la sala de espera, sin rostros, sustituibles, tal vez diferenciados en secreto por anécdotas de la desgracia.

Había elegido los viernes porque era su día franco en el diario y porque Hilda lo usaba para ir a la iglesia. Había olvidado la probabilidad de un gran empleo en provincias, y gastaba en paz los viernes oyendo fanfarronear a Miller, fumándole los cigarrillo, midiéndole la miseria, haciéndole feliz con su atención y aceptándole los billetes dolados que le ponía en la mano al despedirlo.

Comprendió que aquel viernes iba a ser distinto, y acaso el último, porque Miller modificó de manera absoluta la farsa de la recepción y también el papel que le había asignado. No lo esperaba sonriente en el medio de la habitación, pequeño, cordial, gordo, juvenil, alargando los brazos para tomarle una mano y palmearla mientras recitaba con lentitud su discurso de bienvenida y sorpresa, en el que las erres inevitables arrastraban su húmeda blandura. El Miller de aquella tarde estaba sentado detrás del escritorio, fingiendo leer y corregir, en mangas de camisa y sin corbata, sudando apenas en el primer calor de la primavera. “Me vas a decir que es inútil que siga viniendo, aunque hace tantos viernes que no hablamos del empleo ni pensamos en él. No va a cumplir con la cuota semanal, no me va a dar un solo peso, justamente hoy, la primera vez que hice planes contando los billetes colorados”. Carner armó una sonrisa tranquila, indiferente y estuvo esperando a que el otro lo mirara; dos pisos más abajo, en el patio embaldosado, sonaron las botas, culatas, órdenes, removiendo el aire tibio de la tarde que empezaba a declinar, asustando a los insectos que anidaban en las hojas muertas de la victoria regia.

-Sentate -dijo Miller sin alzar los ojos.

Con calculada violencia, Carner tiiró el sombrero sobre el escritorio y ocupó la silla de brazos. Alzó la tapa de la pesada caja de madera siempre llena de cigarrillos ingleses, tomó uno y la dejó abierta. Tironeó la cadenita del encendedor del escritorio y sopló el humo hacia delante, hacia la cabeza inclinada y redonda, de pelo rubio y escaso. Miller cerró la carpeta e introdujo de nuevo la lapicera en el tintero; miró la caja de cigarrillo abierta y eligió uno.

-Gracias -dijo con ironía y sin sonreír: Lo encendió con un fósforo, recostó la cabeza en el respaldo de cuero del sillón y chupó el cigarrillo, una vez, con los ojos cerrados, sin tragar el humo. Luego abrió los ojos y estuvo examinando la sonrisa de Carner, ya un poco ajada, desprovista de sentido visible.
- ¿Qué te pasa? -preguntó.

- Nada -dijo Carner-. Vos sabes que hace años que no me pasa nada, nada que importe de veras. Pero soy feliz por si vas a preguntarlo. Me cago en todas las cosas y en todas las cosas que se te puedan ocurrir. Prontuario de Carner, José, de treinta y un años de edad, casado o viudo, periodista.

Entonces Miller sonrió, pero era la sonrisa dulzona, retrospectiva y deliberadamente nostálgica de las tardes de los viernes. “Así debe sonreír cuando un pobre infeliz, sentado en esa silla, empieza a mentirle para salvarse. Así, con paciencia y seguro, agradecido -al Dios de las tribus en que debe seguir creyendo, y sino en él, a los del padre y del abuelo que le quedaron como rastros de barba- de estar en ese lado del escritorio y no en éste, y creyendo también que lo merece.”

-Apasionado y no del todo exacto -dijo Miller, y se inclinó para acercarle un cenicero-. Treinta y dos años. Y la profesión declarada parece no ser la única. No se trata de fulltime. Muchas veces hablamos de Hilda, de una mujer llamada Hilda.

- Sí. Muchas veces. Vive conmigo, vivo con ella, vivimos juntos. ¿Qué pasa con ella?

- Poco, nada extraordinario. Hasta llegaría a decirte que no pasa nada si no fuera tu mujer.

- Mi mujer -Carner rehízo su sonrisa, clara, insultante, pero no estaba dirigida a Miller_. Nunca tuve, conocí o toqué a una mujer que fuera mi mujer. Hay una pieza de pensión que pagamos a medias, dormimos juntos, suceden con frecuencia momentos que me autorizan a decir sin mentira que vivimos juntos. En uno de ellos pensaba cuando lo dije recién. Puedo contártelo. O tal vez me ordenes que te lo cuente, comisario.

Miller echó la cabeza hacia atrás y contempló al otro desde el respaldo, hizo con los labios una mueca dulce y misteriosa.

- Me impresiona haberlo sabido hoy -dijo-. Las coincidencias me llenan de sospecha. No traté de averiguarlo, vino sólo. ¿Hilda Montes? Libertad 954. El informe dice, sin originalidad, que ejerce la prostitución. Y al parecer el 954 no contiene más que prostitutas y cafishios. Tu casa.

Vivo ahí. En el F del segundo piso. Hasta te invité, creo, a que fueras una noche. No me importa lo que haga Hilda para ganar dinero. Es decir, no me importa en ningún plano moral. En el plano que cuenta, me interesa, la escucho y a veces le hago preguntas. Tampoco es por razones morales que pago la mitad del alquiler y como de mi dinero. Algunas noches, es cierto, y también por coincidencia en noches de viernes, salimos de paseo y ella paga todos los gastos. Si la quisiera, viviría sin escrúpulos del dinero de ella. Sólo un imbécil, y no lo sos de esa manera, podría creer que exploto a una puta habiéndome una vez mirado el traje, la camisa, los zapatos. Todo esto es ridículo y aburrido. A vos, pienso, debe bastarte con mirarme a la cara.

Miller tosió el humo y se puso a reír, nervioso, entornando los ojos, mostrando los blancos dientes de muchacho. Se puso de pie, rodeó la mesa y apoyó una mano en la espalda de Carner.

- Es la maldita coincidencia -dijo-. Bendita, si preferís. Ya veremos.

- Sí. Y la coincidencia de que sea éste el primer viernes que vengo a visitarte pensando en los veinte pesos habituales, con un destino concreto para ellos. -La presión de la mano fue sustituida por una palmada; Miller caminó lentamente y acomodó una nalga en la esquina del escritorio. Encendió otro cigarrillo y estuvo mirando con una novedosa curiosidad la cara flaca y oscura de Carner-. Esta coincidencia y la de que Lucía se esté muriendo. Con diez pesos iba a comprar un libro de posturas para mirarlo esta noche con Hilda. Los otros diez los iba a guardar, no por mucho tiempo, según me avisaron, para comprarle flores a Lucía. Esta es la coincidencia de hoy; no es plata el contraste del destino de los dos billetes de diez pesos que esperaba. Recién ahora pienso en eso y me resulta natural, gris, desprovisto de trascendencia.

Sonó un timbre en el escritorio y Miller dijo una palabra sucia.

- Esperá.

Fue a ponerse el saco y la corbata, salió por la puerta del fondo, de madera pesada y brillosa, rodeada por el panel trabajado y profundo.

Entonces Carner se apoyó en la mesa y pensó sin amor en el viernes, en el reiterado, escondite idéntico y cambiante viernes que acababa de terminar para siempre. 

Juan Carlos Onetti
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jueves, 1 de marzo de 2012

Los advertidos - parte 4

Transcurrían los días y calladas estaban las voces de La-Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo, de Iaveh con quien Noé parecía haber tenido largos coloquios, con instrucciones más precisas que las impartidas a Amaliwak; de Quien-Todo-lo-Creó y vive en el espacio ingrávido y suspendido como una burbuja, escuchado por el Hombre de Sin. Desconcertados estaban los capitanes de las naves, arrimadas por sus bordas, sin saber qué hacer.

Descendían las aguas; crecían las cordilleras en el horizonte de paisajes libres de nieblas. Y, una tarde en que los capitanes bebían para distraerse de sus propias cavilaciones, se anunció la aparición de una cuarta nave. Era casi blanca, de una admirable finura de líneas, con las bordas pulidas y una vela de forma que nunca habían visto por acá. Se arrimó ligeramente, y, envuelto en una capa negra, apareció su Capitán: “Soy Deucalión -dijo-. De dónde se yergue un monte llamado Olimpo. He sido encargado por el Dios del Cielo y de la Luz de repoblar el mundo cuando termine este horrible diluvio” “¿Y dónde lleva los animales en una nave tan exigua?”, preguntó Amaliwak. “No se me ha hablado de los animales -dijo el recién llegado-. Cuando termine esto tomaremos piedras, que son los huesos de la tierra, y mi esposa Pirra las arrojará por encima de sus hombros. De cada guijarro nacerá un hombre”. “Yo debo hacer lo mismo con las semillas de palmeras”, dijo Amaliwak.
En eso, de la bruma que acababa de levantarse sobre las costas cada vez más próximas, surgió, como embistiendo, la mole enorme de una nave casi idéntica a la de Noé. Una hábil maniobra de los que la tripulaban ladeó la embarcación poniéndola al pairo. “Soy Our-Napishtim -dijo el nuevo Capitán, saltando a la nave de Deucalión-. Por el Dueño-de-las-Aguas supe lo que iba a ocurrir. Entonces edifiqué el arca, y embarque en ella, además de mi familia ejemplares de animales de todas las especies. Me parece que lo peor ha pasado. Primero arrojé una paloma al espacio, pero regresó sin haber hallado cosa alguna que, para mí, significara vida.
Lo mismo me ocurrió con la golondrina. Pero el cuervo no regresó: pruebas de que halló algo que comer. Estoy seguro de que en mi país, en el lugar llamado Boca de los Ríos, ha quedado gente. El agua sigue descendiendo. Ha llegado la hora de regresar a las tierras propias. Con tanta tierra de aquí, de allá, acarreada, depositada, dejada sobre los campos, tendremos buenas cosechas”. Y dijo el hombre de Sin: “Pronto abriremos las escotillas y saldrán los animales a sus pastos fangosos; y se reanudará la guerra entre las especies; y los unos devorarán a los otros. No me cupo la gloria de salvar a la raza de los dragones, y lo siento, porque ahora esa raza se extinguirá. Sólo hallé un dragón macho, sin hembra, en el lugar septentrional donde pacen elefantes de colmillos curvos y donde los grandes lagartos ponen huevos semejantes a sacos de sésamo”. “Todo está en saber si los hombres habrán salido mejores de esta aventura -dijo Noé-. Muchos deben haberse salvado en las cimas de los montes.”

Los Capitanes cenaron silenciosamente. Una gran congoja -inconfesada, sin embargo; guardada en lo hondo del pecho- les ponía lágrimas a las gargantas. Se había venido abajo el orgullo de creerse elegidos -ungidos- por las divinidades que, en suma, eran varias, y hablaban a los hombres de idéntica manera. “Por ahí deben andar otras naves como las nuestras” dijo Our-Napishtim, amargo. “Más allá de los horizontes; mucho más allá debe haber otros hombres advertidos, navegando con sus cargas de animales. Debe haberlo de países donde se adora el fuego y las nubes”. “Debe haberlo de los Imperios del Norte que, según dicen, son tremendamente industriosos.” En ese instante La-Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo retumbó en los oídos de Amaliwak: “Apártate de las demás naves, y déjate llevar por las aguas”. Nadie, salvo el Viejo, escuchó el tremendo mandato. Pero a todos les ocurría algo, puesto que se marcharon de prisa, sin despedirse unos de otros, volviendo a sus embarcaciones.

Cada una halló la corriente que le correspondía, en un agua que ya se pintaba a la manera de un río. Y, pronto, el anciano Amaliwak se encontró solo con su gente y con sus animales. “Los dioses eran muchos -pensaba-. Y donde hay tantos dioses como pueblos, no puede reinar la concordia, sino que debe vivirse en desavenencia y turbamulta en torno a las cosas del Universo.” Los dioses se le empequeñecían. Pero aún le tocaba una tarea que cumplir. Arrimó la Enorme-Canoa a una orilla y, bajando detrás de una de sus esposas, le hizo arrojar detrás de sus espaldas las semillas de palmera que llevaba en un saco. En el acto -y era maravilloso verlo- las semillas se transformaron en hombres que en pocos instantes crecían, pasando de la talla de niños, a la talla de mozos, a la talla de adolescentes, a la talla de hombres. Con las semillas que contuvieran gérmenes de hembra ocurría lo mismo.

Al cabo de la mañana era una multitud, pululante, la que llenaba la orilla. Pero, en eso, una oscura historia de rapto de hembra, dividió a la multitud en dos bandos, y fue la guerra. Amaliwak regresó rápidamente a la Enorme-Canoa, viendo cómo los hombres, recién salvados, se mataban unos a otros. Y según sus posiciones de combate en la costa elegida para su resurrección, era evidente que ya se había creado un Bando-montaña y un Bando-valle. Ya tenía éste un ojo colgándole de la cara; ya venía el otro con el cráneo abierto por una piedra. “Creo que hemos perdido el tiempo”, dijo el anciano Amaliwak poniendo su Enorme-Canoa a flote.

Alejo Carpentier

Los advertidos - parte 3


Al principio Amaliwak y sus hijos y sus nietos y bisnietos y tataranietos trataron, aullantes, de piernas abiertas en las cubiertas, de concentrarse en alguna maniobra del timón. Era inútil. Circundada la montaña, azotada por los rayos, la Enorme-Canoa caía, de raudal en raudal, de viraje en viraje, esquivando los escollos, sin topar con nada, por su misma debilidad en seguir el enfurecido correr de las aguas. Cuando el anciano se asomaba a la borda de su Enorme-Canoa, la veía correr, harto rauda, desorientada, desnortada (¿acaso se veían las estrellas?) en su mar de fango líquido que iba empequeñeciendo las montañas y los volcanes.

Porque a aquél se le miraba de cerca el exiguo abismo que otrora arrojara fuego. Poco impresionaban sus labios de lava llovida. Las montañas se reducían en tamaño en aquella desaparición creciente de sus faldas. E iba la Enorme-Canoa por rumbos inseguros, a veces, antes de arrojarse a un disparadero de aguas que paraba en cataratas ya amansadas por las aguas -según el mal cálculo de Amaliwak había llovido durante más de veinte días, y de aquella manera tremebunda…- dejaron de caer del cielo. Se hizo un gran remanso, una gran mar quieta entre las últimas cimas visibles, con sus playas de lado pintadas a millares de palmos de altura, y la Enorme-Canoa dejó de agitarse. Era como si La-Gran-Voz-de-

Quien-Todo-lo-Hizo le impusiera un descanso. Las mujeres habían regresado a sus metates. Los animales, abajo, estaban tranquilos; todos, desde el día de la Revelación, se habían conformado con el yantar cotidiano, de maíz y de yuca, así fueran carnívoros. Amaliwak, cansado, se echó un buen jarro de Chicha en el gaznate y se echó a dormir en su chinchorro.

Al tercer día de sueño lo despertó el choque de su nave con alguna cosa. Pero no era cosa de roca, ni de piedra, ni de troncos muy viejos, de esos que yacían petrificados, intocables en los claros de la selva. El golpe había derribado algunas cosas: jarros, enceres, armas, por su violencia. Pero había sido un golpe blando, como de madera mojada con madera mojada, de tronco flotante con tronco flotante, en que ambos, después de herirse las cortezas, siguen juntos sus caminos, unidos como marido y mujer. Amaliwak subió a los pisos superiores de su embarcación. Su canoa había tropezado, de soslayo, con algo rarísimo. Sin fracturas había abordado una nave enorme, de costillares al descubierto, de cuadernas fuera de borda, como hecha de bambúes, de juncos, con algo sumamente singular: un mástil en torno al cual giraba, según soplara la brisa -ya habían terminado los grandes vientos- un velamen cuadrado, de cuatro caras, que agarraba el aire que soplaba por debajo, como una chimenea. Viendo así la embarcación oscura, que ninguna forma viviente animaba, pensó el anciano Amaliwak en medirla a ojo de buen comprador de jarras -con chicha adentro por supuesto.

Tenía unos trescientos codos de longitud, unos cincuenta de anchura, y unos treinta codos de alto. “Más o menos como mi canoa -dijo- aunque yo he dilatado a lo sumo las proporciones que me fueron dictadas por revelación. Los dioses de tanto andar por los cielos, poco saben de navegar.” Se abrió la escotilla de la extraña nave, apareció un anciano pequeñito, tocado con un gorro rojo, que parecía sumamente irritado. “¿Qué? ¿No atamos cabos?”, gritó, en un idioma extraño, hecho a saltos de tonalidades de palabras a palabras, pero que Amaliwak entendió porque los hombres sabios, en aquellos días, entendían todos los idiomas, dialectos y jergas, de los seres humanos. Amaliwak mandó a lanzar cabos a la extraña embarcación; ambas se arrimaron, y se abrazó el anciano de otro anciano de tez un tanto amarillenta, que dijo venir del Reino de Sin, cuyos animales traía en las entrañas del Gran Barco. Abriendo la escotilla mostró a Amaliwak un mundo de animales desconocidos que entre divisiones de madera que limitaban sus pasos pintaban estampas zoológicas por él nunca sospechadas. Se asustó al ver que hacía ellos trepaba un oso negro de muy fea traza: abajo había como venados grandes, con gibas en los lomos. Y unos felinos brincadores, nunca quietos, que llamaban “onzas”. “¿Qué hace usted aquí?”, preguntó el hombre de Sin a Amaliwak. “¿Y usted?”, contestó el anciano. “Estoy salvando a la especie humana y las especies animales”, dijo el hombre de Sin. “Estoy salvando a la especie humana y las especies animales”, dijo el anciano Amaliwak. Y como las mujeres del hombre de Sin habían traído vino de arroz, no se habló más de cuestiones difíciles de dilucidar, aquella noche. Y algo borrachos estaban los hombres de Sin y el anciano Amaliwak cuando, al filo del amanecer, un golpe formidable hizo retumbar a las dos naves. Una embarcación cuadrada -trescientos codos de longitud, cincuenta más o menos de anchura, treinta codos (eran unos cincuenta) de alto- dominada por una casa vivienda con ventanas laterales, había topado con las dos naves amarradas. En la proa, antes de que fuesen a requerirlo por una mala maniobra marinera, un anciano, muy anciano, de largas barbas, recitaba lo inscripto en las pieles de los animales. Y lo recitaba a gritos, para que todos lo escucharan, y nadie viniese a requerirlo por la maniobra marinera mal hecha. Decía: “Me dijo Iaveh: "Hazte un arca de madera de Gopher; harás aposentos en el arca, y la embetunarás con brea por dentro y por fuera. Al arca harás pisos abajo, segundo y tercero”. “Aquí también hay tres pisos”, decía Amaliwak. Pero proseguía el otro: “Y yo, he aquí que yo traigo un diluvio de aguas sobre la tierra, para destruir toda carne en que haya espíritu de vida debajo del cielo, todo lo que hay en el la tierra morirá. Más estableceré un pacto contigo y entrará en el arca tú y tus hijos y tu mujer y las mujeres de tus hijos contigo…” “¿No fue eso acaso lo que hice?”, dijo el anciano Amaliwak. Pero proseguía el otro el recitado de su Revelación: “Y de todo lo que vive, de toda carne, dos de cada especie meterás en el arca, para que tengan vida contigo: macho y hembra serán. De las aves según su especie; de todo reptil de la tierra, según su especie; dos de cada especie entrarán contigo para que hayan vida”. “¿Así no hice yo?”, preguntábase el anciano Amaliwak hallando que aquel extraño resultaba harto presuntuoso con sus Revelaciones que eran semejantes a todas las demás. Pero al pasar de embarcación en embarcación, los nexos de simpatía se fueron creando. Tanto el hombre de Sin, como el anciano Amaliwak y el Noé recién llegado eran grandes bebedores.
Con el vino del último, la chicha del viejo y el licor de arroz del primero, los ánimos se fueron ablandando. Se formulaban preguntas, tímidas al comienzo, acerca de los pueblos respectivos; de sus mujeres, de sus modos de comer. Ya sólo llovía de cuando en cuando, y eso, como para poner un poco de claridad en el cielo. El Noé, del arca maciza, propuso que se hiciera algo para saber si toda vida vegetal había desaparecido del mundo. Lanzó una paloma sobre las aguas, quietas aunque fangosas en grado increíble. Al cabo de una larga espera, la paloma regresó con un ramito de olivo en el pico.
El anciano Amaliwak lanzó entonces un ratón al agua. Al cabo de una larga espera regresó con una mazorca de maíz entre sus patas. El hombre del País de Sin despachó, entonces, un papagayo, que regresó con una espiga de arroz debajo del ala. La vida recobraba su curso. Sólo faltaba recibir alguna Instrucción de Aquellos que vigilan el ir y venir de los hombres desde sus templos y cavernas. Las aguas bajaban de nivel.