miércoles, 29 de febrero de 2012

Los advertidos - parte 2


“El viejo está loco.” Lo decían los de Wapishan, lo decían los de Shirishan, los decían los Guahíbos y Piaroas; lo decían los pueblos todos, entregados a la tala, al ver que con los troncos entregados, el viejo procedía a armar una enorme canoa -al menos, aquello se iba pareciendo a una canoa- como nunca pudiese haber concebido una mente humana.
Canoa absurda, incapaz de flotar, que iba desde el acantilado del Cerro de los Tres Tambores hasta la orilla del agua, con unas divisiones internas -unos tabiques movibles- absolutamente inexplicables. Además, esa canoa de tres pisos, sobre la cual empezaba a alzarse algo como una casa con techo de hojas de moriche superpuestas en cuatro capas espesas, con una ventana de cada lado, era de un calado tal que las aguas de aquí, con tantos bajos de arena, con tantas lajas apenas sumergidas, jamás podía llevar. Por ello, lo más absurdo, lo más incomprensible, es que aquello tuviese forma de canoa, con quilla, con cuaderna, con cosas que servían para navegar. Aquello no navegaría nunca. Templo tampoco sería, porque los dioses se adoran en cavernas abiertas en las cimas de los montes, allá donde hay animales pintados por los Antepasados, escenas de caza, y mujeres con los pechos muy grandes. El Viejo estaba loco. Pero de su locura se vivía.

Había mandioca y maíz y hasta maíz para poner la chicha y fermentar en los cántaros. Con esto se daban grandes fiestas a la sombra de la Enorme Canoa que iba creciendo de día en día. Ahora el Viejo pedía resina blanca, de esa que brota de los troncos de un árbol de hojas grasas, para rellenar las hendijas dejadas por el desajuste de algún tronco, mal machihembrado con el más próximo. De noche se bailaba a la luz de las hogueras; los hechiceros sacaban las Grandes Máscaras de Aves y Demonios; los bufones imitaban el venado y la rana; había porfías, responsos, desafíos incruentos entre las tribus. Venían nuevos pueblos a ofrece sus servicios. Aquello fue una fiesta, hasta que Amaliwak, plantando una rama florida en el techo de la casa que dominaba la Enorme Canoa, resolvió que el trabajo estaba terminado. Cada cual fue pagado cabalmente en harina de yuca y en maíz y -no sin tristeza- los pueblos emprendieron la navegación hacia sus respectivas comarcas. Ahí quedaba, en luna llena, la canoa absurda, la canoa nunca vista, construcción en tierra que jamás habría de navegar a pesar de su perfil de nave-con-casa-encima, en cuyo cuádruple techo de moriche andaba el viejo Amaliwak, entregado a extrañas gesticulaciones. La Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo les hablaba.

Había roto las fronteras del porvenir y recibía instrucciones del anciano. “Repoblar la tierra de hombres, haciendo que su mujer arrojara semillas de palmera por encima de su hombro.” A veces, pavorosa de su dulzura exterminadora, sonaba la voz de la Gran-Serpiente-Generadora, cuyas palabras cantarinas helaban la sangre. “¿Por qué habré de ser yo -pensaba el anciano Amaliwak- el depositario del Gran Secreto vedado a los hombres? ¿Por qué se me ha escogido a mí para pronunciar los terribles conjuros, para asumir las grandes tareas?” Un bufón curioso había permanecido en una barca rezagada para ver lo que podía ocurrir ahora en el Extraño-Lugar-de-la-Canoa-Enorme. Y cuando la luna se ocultaba ya detrás de las montañas cercanas, sonaron los Conjuros, inauditos, incomprensibles, lanzados con una voz tan fuerte que no podía tratarse de la vos de Amaliwak. Entonces algo que era de vegetación, de árboles, del suelo, de los ramazones, que aún quedaban detrás de las talas, echó a andar. Era un tumulto tremebundo de saltos, de vuelos, de arrastre, de galopes, de empellones, hacia la Enorme-Canoa. El cielo blanqueó de garzas antes del amanecer. Una masa de rugidos, zarpazos, trompas, morros, corcovaos, encabritamientos, cornadas; una masa arrolladora, tremebunda, presurosa, se iba colando en la embarcación imposible, cubierta por las aves que entraban a todo vuelo, por entre cuernos y cornamentas, patas alzadas, mordiscos lanzados al viento. Después, el suelo hirvió en el mundo de los reptiles de agua y de tierra, y las serpientes menores -ésas, que hacen música con la cola, se disfrazan de ananás o traen pulseras de ámbar y de coral sobre el cuerpo. Hasta bien pasado el mediodía se asistió a la arribazón de gente que, como los venados rojos, no habían recibido el aviso a tiempo, o las tortugas, para las cuales los viajes largos eran trabajosos y más ahora que eran los tiempos de desovar.

Por fin, viendo que la última tortuga había entrado en la canoa. El anciano Amaliwak cerró la Gran-Escotilla, y subió a lo más alto de la casa donde las mujeres de su familia -es decir: de su tribu, puesto que su gente se casaba a los trece años- estaban entregadas, cantando, a los juegos y rejuegos del metate. El cielo de aquel mediodía era negro. Parecía que las tierras negras de las comarcas negras se hubiese subido, de horizonte a horizonte. En eso sonó la Gran-voz-de-Quien-todo-lo-Hizo: “Cúbrete los oídos”, dijo. Apenas Amaliwak hubo obedecido, retumbó un trueno tan horrísono y prolongado que los animales de la Enorme-Canoa quedaron ensordecidos. Entonces empezó a caer la lluvia. Lluvia de Cólera de los Dioses, pared de agua de un espesor infinito, bajada de lo alto; techo de agua en desplome perpetuo. Como era imposible respirar, siquiera, bajo semejante lluvia, el viejo entró en la casa. Ya caían goteras, ya lloraban las mujeres, ya chillaban los niños. Y ya no se supo del día ni de la noche. Todo era noche. Amaliwak, ciertamente, se había provisto de mechas que, al ser encendidas, ardían más o menos durante el tiempo de un día o de una noche. Pero ahora, con la ausencia de luz, estaba desconcertado en sus cálculos, dando noches por días y días por noches. Y, de súbito, en un momento que el anciano no olvidaría nunca, la proa de la canoa empezó a dar bandazos. Una fuerza levitaba, alzaba, empujaba, aquella construcción hecha a los dictados de los Poderosos de las Montañas y de los Cielos. Y después de una tensión, de una indecisión, de un miedo, que obligó a Amaliwak a tomarse un jarro entero de Chicha de maíz, hubo como un embate sordo. La Enorme-Canoa había roto su última atadura con la tierra. Flotaba. Y se lanzaba hacia un mundo de raudales abiertos entre montañas, raudales cuyo bramido continuo ponía pavor en el pecho de los hombres y animales. La Enorme-Canoa flotaba.


Los advertidos - parte 1


El amanecer se llenó de canoas. Al inmenso remanso, nacido de la invisible confluencia del Río venido de arriba -cuyas fluentes se desconocían- y del Río de la Mano Derecha, las embarcaciones llegaban, raudas, deseosas de entrar vistosamente en esbeltez de eslora, para detenerse, a palancazas de los remeros, donde otras, ya detenidas, se enracimaban, se unían borda con borda, abundosas de gente que saltaba de proas a popas para presumir de graciosas, largando chistes, haciendo muecas, a donde no los llamaban. Ahí estaban los de las tribus enemigas -secularmente enemigas por raptos de mujeres y hurtos de comida-, sin ánimo de pelear, olvidadas de pendencias, mirándose con sonrisas fofas, aunque sin llegar a entablar diálogo. Ahí estaban los de Wapishan y los de Shirishan, que otrora -acaso dos, tres, cuatro siglos antes- se habían acuchillado las jaurías, mutuamente, librándose combates a muerte, tan feroces que, a veces, no había quedado quien pudiera contarlos.
Pero los bufones, de caras lacadas, pintadas con zumo de árboles, seguían saltando a canoa en canoa, enseñando los sexos acrecidos por prepucios de cuerno de venado, agitando las sonajas y castañuelas de conchas que llevaban colgadas de los testículos. Esa concordia, esa paz universal, asombraba a los recién llegados, cuyas armas, bien preparadas, atadas con cordeles que podían zafarse rápidamente, quedaban, sin mostrarse, en el piso de las canoas, bien al alcance de la mano. Y todo aquello -la concentración de naves, la armonía lograda entre humanos enemigos, el desparpajo de los bufones- era porque se había anunciado a los pueblos de más allá de los raudales, a los pueblos andariegos, a los pueblos de las montañas pintadas, a los pueblos de las Confluencias Remotas, que el viejo quería ser ayudado en una tarea grande. Enemigos o no, los pueblos respetaban al anciano Amaliwak por su sapiencia, su entendimiento de todo y su buen consejo, los años vividos en este mundo, su poder de haber alzado, allá arriba en la cresta de aquella montaña, tres monolitos de piedra que todos, cuando tronaba, llamaban los Tambores de Amaliwak.
No era Amaliwak un dios cabal; pero era un hombre que sabía; que sabía de muchas cosas cuyo conocimiento era negado al común de los mortales: que acaso dialogara, alguna vez, con la Gran-Serpiente-Generadora, que, acostada sobre los montes, siguiéndole el contorno como una mano puede seguir el contorno a la otra mano, había engendrado los dioses terribles que rigen el destino de los hombres, dándoles el Bien con el hermoso pico del tucán, semejante al Arco Iris, y Mal, con la serpiente coral, cuya cabeza diminuta y fina ocultaba el más terrible de los venenos. Era broma corriente decir que Amaliwak, por viejo, hablaba solo y respondía con tonterías a sus propias preguntas, o bien interrogaba las jarras, las cestas, la madera de los arcos, como si fuesen personas. Pero cuando el Viejo de los Tres Tambores convocaba era porque algo iba a suceder. De ahí que el remanso más apacible de la confluencia del Río venido de arriba con el río de la Mano Derecha estuviera llena, repleta, congestionada de canoas, aquella mañana.

Cuando el viejo Amaliwak apareció en la laja, que a modo de tribuna gigantesca se tendía por encima de las aguas, hubo un gran silencio.

Los bufones regresaron a sus canoas, los hechiceros volvieron hacia él el oído menos sordo, y las mujeres dejaron de mover la piedra redonda sobre los metales. De lejos, de las últimas filas de embarcaciones, no podía apreciarse si el Viejo había envejecido o no. Se pintaba como un insecto gesticulante, como algo pequeñísimo y activo, en lo alto de la laja. Alzó la mano y habló. Dijo que Grandes Trastornos se aproximaban a la vida del hombre; dijo que este año, las culebras habían puesto los huevos por encima de los árboles; dijo que, sin que le fuera dable hablar de los motivos, lo mejor para prevenir grandes desgracias, era marcharse a los cerros, a los montes, a las cordilleras. “Ahí donde nada crece”, dijo un Wapishan a un Shirishan que escuchaba al viejo con sonrisa socarrona. Pero un clamor se alzó allá, en el ala izquierda donde se habían juntado las canoas venidas de arriba. Gritaba uno: “¿Y hemos remado durante dos días y dos noches para oír esto?”, “¿Qué ocurre en realidad?”, gritaban los de la derecha. “¡Siempre se hace penar a los más desvalidos!”, gritaron los de la izquierda. “¡Al grano! ¡Al grano!”, gritaron los de la derecha. El viejo alzó la mano otra vez. Volvieron a callar los bufones. Repitió el viejo que no tenía el derecho de revelar lo que, por proceso de revelación, sabía.
Que, por lo pronto, necesitaba brazos, hombres, para derribar enormes cantidades de árboles en el menor tiempo posible. Él pagaría en maíz -sus plantíos eran vastos- y en harina de yuca, de las que sus almacenes estaban repletos. Los presentes, que habían venido con sus niños, sus hechiceros y sus bufones, tendrían todo lo necesario y mucho más para llevar después. Este año -y esto lo dijo con un tono extraño, ronco, que mucho sorprendió a quines lo conocían- no pasarían hambre, ni tendrían que comer gusanos de tierra en la estación de las lluvias. Pero, eso sí: había que derribar los árboles limpiamente, quemarles las ramas mayores y menores, y presentarle los troncos limpios de taras; limpios y lisos, como los tambores que allá arriba (y los señalaba) se erguían. Los troncos, rodados y flotados, serían amontonados en aquel claro -y mostraba una enorme explanada natural- donde, con piedrecitas, se llevaría la contabilidad de lo suministrado por cada pueblo presente. Acabó de hablar el Viejo, terminaron las aclamaciones y empezó el trabajo.

La emoción

Llego a preguntarme a veces si las formas superiores de la emoción estética no consistirán, simplemente, en un supremo entendimiento de lo creado. Un día, los hombres descubrirán un alfabeto en los ojos de las calcedonias, en los pardos terciopelos de la falena, y entonces se sabrá con asombro que cada caracol manchado era, desde siempre, un poema.

Alejo Carpentier

Marty Friedman - I Love You

La metamorfosis del vampiro

La mujer, entre tanto, de su boca de fresa
Retorciéndose como una sierpe entre brasas
Y amasando sus senos sobre el duro corsé,
Decía estas palabras impregnadas de almizcle:
«Son húmedos mis labios y la ciencia conozco
De perder en el fondo de un lecho la conciencia,
Seco todas las lágrimas en mis senos triunfales.
Y hago reír a los viejos con infantiles risas.
Para quien me contempla desvelada y desnuda
Reemplazo al sol, la luna, al cielo y las estrellas.
Yo soy, mi caro sabio, tan docta en los deleites,
Cuando sofoco a un hombre en mis brazos temidos
O cuando a los mordiscos abandono mi busto,
Tímida y libertina y frágil y robusta,
Que en esos cobertores que de emoción se rinden,
Impotentes los ángeles se perdieran por mí.»

Cuando hubo succionado de mis huesos la médula
y muy lánguidamente me volvía hacia ella
A fin de devolverle un beso, sólo vi
Rebosante de pus, un odre pegajoso.
Yo cerré los dos ojos con helado terror
y cuando quise abrirlos a aquella claridad,
A mi lado, en lugar del fuerte maniquí
Que parecía haber hecho provisión de mi sangre,
En confusión chocaban pedazos de esqueleto
De los cuales se alzaban chirridos de veleta
O de cartel, al cabo de un vástago de hierro,
Que balancea el viento en las noches de invierno.

Charles Baudelaire

lunes, 27 de febrero de 2012

El mas difícil

La libertad de la voluntad y fatum - parte 2

¿Cómo podrá refutarse el argumento de que no se haya obrado ya con conciencia desde la eternidad? ¿Desde la conciencia aún sin desarrollar del niño? Aún más, ¿no podremos afirmar que nuestra conciencia está siempre en relación con nuestras acciones? También Emerson dice:

«El pensamiento siempre se halla unido a la cosa que aparece como su expresión»

¿Puede afectarnos una nota musical sin que exista en nosotros algo que le corresponda? O, dicho de otro modo: ¿podremos captar una impresión en nuestro cerebro si éste no posee ya la capacidad de recibirla?
La voluntad libre tampoco es, a su vez, mucho más que una abstracción, y significa la capacidad de actuar conscientemente, mientras que, bajo el concepto de fatum, entendemos el principio que nos dirige al actuar inconscientemente.

El actuar en sí y para sí conlleva siempre una actividad del alma, una dirección de la voluntad que nosotros mismos no tenemos por qué tener ante nuestros ojos como un objeto. En el actuar consciente podemos dejarnos llevar tanto más por impresiones que en el actuar inconsciente, pero también tanto menos. Ante una acción favorable suele decirse: «me ha salido por casualidad». Lo cual no necesita en absoluto ser verdadero. La actividad psíquica prosigue su marcha siempre con la misma intensa actividad, aun cuando nosotros no la contemplamos con nuestros ojos espirituales.

Es como si, cerrando los ojos a la luz del sol, opinásemos que el astro ya no sigue brillando. Sin embargo, no cesan ni su luz vivificante ni su calor, que continúan ejerciendo sus efectos sobre nosotros, aunque no los percibamos con el sentido de la vista.

Así pues, si no asumimos el concepto de acción inconsciente como un mero dejarse llevar por impresiones anteriores, desaparece para nosotros la contraposición estricta entre fatum y libre voluntad y ambos conceptos se funden y desaparecen en la idea de individualidad.
Cuanto más se alejan las cosas de lo inorgánico y más se amplía la formación y la cultura, tanto más sobresaliente se hace la individualidad y tanto más ricas y diversas son sus características. ¿Qué son la fuerza interior y la autodeterminación para el actuar y las manifestaciones exteriores -su palanca evolutiva-, sino voluntad libre y fatum ?

En la voluntad libre se cifra para el individuo el principio de la singularización, de la separación respecto del todo, de lo ilimitado; el fatum, sin embargo, pone otra vez al hombre en estrecha relación orgánica con la evolución general y le obliga, en cuanto que ésta busca dominarle, a poner en marcha fuerzas reactivas; una voluntad absoluta y libre, carente de fatum, haría del hombre un dios; el principio fatalista, en cambio, un autómata.

Friedrich Nietzsche
Pforta, abril de 1862


La libertad de la voluntad y fatum - parte 1



La libertad de la voluntad, que en sí misma no es otra cosa que libertad del pensamiento, está limitada de la misma manera que la libertad de pensar. El pensamiento no puede ir más allá del horizonte hasta el que se extienden las ideas; sin embargo, éste se basa en las percepciones que se van adquiriendo y puede ampliarse conforme lo hace.
Asimismo, la libertad de la voluntad puede expandirse también hasta ese mismo punto, si bien, dentro de tales confines, es ilimitada. Otra cosa distinta es el obrar de la voluntad; la facultad de hacerlo se nos impone de manera fatalista.

En la medida en que el fatum se le aparece al hombre en el espejo de su propia personalidad, la libre voluntad y el fatum individual son dos contrincantes de idéntico valor. Nos encontramos con que los pueblos que creen en un fatum destacan por su fortaleza y el poder de su voluntad, y que, en cambio, hombres y mujeres que dejan fluir las cosas tal y como van, ya que «lo que Dios ha hecho bien hecho está», se dejan llevar por las circunstancias de manera ignominiosa.

En general, «la entrega a la voluntad de Dios» y la «humildad» no son más que las coberturas del temor de asumir con decisión el propio destino y enfrentarse a él.

Ahora bien, por más que se nos aparezca el fatum en su condición de delimitador último como más potente que la libre voluntad, no debemos olvidar dos cosas: la primera, que fatum es tan sólo un concepto abstracto, una fuerza sin materia, que para el individuo sólo hay un fatum individual, que el fatum no es otra cosa que una concatenación de acontecimientos, que el hombre determina su propio fatum en cuanto que actúa, creando con ello sus propios acontecimientos, y que éstos, tal y como conciernen al hombre, son provocados de manera consciente o inconsciente por él mismo, y a él deben adaptarse.

Pero la actividad del hombre no comienza con el nacimiento, sino ya en el embrión y quizá también -quien sabe-, mucho antes en sus padres y sus antepasados.
Todos vosotros, que creéis en la inmortalidad del alma, tendréis que creer primero en su preexistencia, si es que no deseáis hacer que algo inmortal surja de lo mortal; también habréis de creer en esa especie de existencia del alma si es que no queréis hacerla flotar por los espacios hasta que encuentre un cuerpo a su medida. Los hindúes dicen que el fatum no es otra cosa que los hechos que hemos llevado a cabo en una condición anterior de nuestro ser.


sábado, 18 de febrero de 2012

A la que es demasiado alegre

Tu cabeza, tu gesto, tu aire
Como un bello paisaje, son bellos;
Juguetea en tu cara la risa
Cual fresco viento en claro cielo.

El triste paseante al que rozas
Se deslumbra por la lozanía
Que brota como un resplandor
De tus espaldas y tus brazos.

El restallante colorido
De que salpicas tus tocados
Hace pensar a los poetas
En un vivo ballet de flores.

Tus locos trajes son emblema
De tu espíritu abigarrado;
Loca que me has enloquecido,
Tanto como te odio te amo.

Frecuentemente en el jardín
Por donde arrastro mi atonía,
Como una ironía he sentido
Que el sol desgarraba mi pecho;

Y el verdor y la primavera
Tanto hirieron mi corazón,
Que castigué sobre una flor
La osadía de la Naturaleza.

Así, yo quisiera una noche,
Cuando la hora del placer llega,
Trepar sin ruido, como un cobarde,
A los tesoros que te adornan,

A fin de castigar tu carne,
De magullar tu seno absuelto
Y abrir a tu atónito flanco
Una larga y profunda herida.

Y, ¡vertiginosa dulzura!
A través de esos nuevos labios,
Más deslumbrantes y más bellos,
Mi veneno inocularte, hermana.

Charles Baudelaire

jueves, 16 de febrero de 2012

La mala suerte

Para alzar un peso tan grande
¡Tu coraje haría falta, Sísifo!
Aun empeñándose en la obra
El Arte es largo y breve el Tiempo.

Lejos de célebres túmulos
En un camposanto aislado
Mi corazón, tambor velado,
Va redoblando marchas fúnebres.

-Mucha gema duerme oculta
En las tinieblas y el olvido,
Ajena a picos ya sondas.

-Mucha flor con pesar exhala
Como un secreto su grato aroma
En las profundas soledades.

Charles Baudelaire

viernes, 10 de febrero de 2012

Poeta negro

Poeta negro, un seno de doncella
te obsesiona
poeta amargo, la vida bulle
y la ciudad arde,
y el cielo se resuelve en lluvia,
y tu pluma araña el corazón de la vida.

Selva, selva, hormiguean ojos
en los pináculos multiplicados;
cabellera de tormenta, los poetas
montan sobre caballos, perros.

Los ojos se enfurecen, las lenguas giran
el cielo afluye a las narices
como azul leche nutricia;
estoy pendiente de vuestras bocas
mujeres, duros corazones de vinagre.

Antonin Artaud
De "L'Ombilic des limbes"
Versión de Aldo Pellegrini

Lanzar los dados

Si vas a intentarlo, ve hasta el final.
De otro modo, no empieces siquiera.

Si vas a intentarlo, ve hasta el final.
Tal vez suponga perder novias, esposas,
parientes, empleos y quizá la cabeza.

Ve hasta el final.
Tal vez suponga no comer
durante 3 o 4 días.

Tal vez suponga helarte en el
banco de un parque.

Tal vez supongo la cárcel,
Tal vez suponga mofas, desdén,
aislamiento.

El aislamiento es la ventaja,
todo lo demás es un modo
de poner a prueba tu resistencia,
tus auténticas ganas de hacerlo.

Y lo harás a pesar del rechazo
y las ínfimas probabilidades
y será mejor que cualquier otra cosa
que puedas imaginar.

Si vas a intentarlo, ve hasta el final.
No hay sensación parecida.

Estarás a solas con los
dioses y las noches arderán en
llamas.

Hazlo, hazlo, hazlo.

Hazlo.

Hasta el final.
Hasta el final.

Llevarás las riendas de la vida
hasta la risa perfecta,
es la única lucha digna que hay.

Charles Bukowski

jueves, 9 de febrero de 2012

Dicen

El yunque de las fuerzas


Ese flujo, esa náusea, esas tiras: aquí comienza el fuego. El fuego de lenguas. El fuego tejido en flecos de lenguas, en el reflejo de la tierra que se abre como un vientre que está por parir, con entrañas de miel y azúcar. Con todo su obsceno tajo ese vientre fláccido bosteza, pero el fuego bosteza por encima con lenguas retorcidas y ardientes que llevan en la punta rendijas parecidas a la sed. Ese fuego retorcido como nubes en el agua límpida, con la luz al lado que traza una recta y algunas pestañas. Y la tierra entreabierta por todas partes muestra áridos secretos. Secretos como superficies. La tierra y sus nervios, y sus prehistóricas soledades, la tierra de geologías primitivas, donde se descubren secciones del mundo en una sombra
negra como el carbón. La tierra es madre bajo el hielo del fuego. Ved el fuego en los Tres Rayos, coronado por su melena en la que pululan ojos. Miríadas de miriápodos de ojos. El centro ardiente y convulso de ese fuego es como la punta descuartizada del trueno en la cima del firmamento. Centro blanco de las convulsiones. Un resplandor absoluto en el tumulto de la fuerza. La espantosa punta de la fuerza que se quiebra con estruendo azul.
Los Tres Rayos forman un abanico cuyas ramas caen rectas y convergen hacia el mismo centro. Ese centro es un disco lechoso recubierto por una espiral de eclipses.
La sombra del eclipse forma un muro sobre los zig-zags de la alta albañilería celeste.
Pero por encima del cielo está el Doble-Caballo. La evocación del Caballo se empapa en la luz de la fuerza sobre un fondo de muro deteriorado y exprimido hasta la trama. La trama de su doble pecho. El primero de los dos es mucho más extraño que el otro. Él recoge el resplandor del cual el segundo es sólo la pesada sombra.
Más bajo aún que la sombra del muro, la cabeza y el pecho del caballo proyectan una sombra como si toda el agua del mundo hiciera subir el orificio de un pozo.
El abanico desplegado domina una pirámide de cimas, un inmenso concierto de vértices. Una idea de desierto planea sobre esos vértices por encima de los cuales flota un astro desmelenado, horriblemente, inexplicablemente suspendido. Suspendido como el bien en el hombre o el mal en el comercio de hombre
a hombre, o la muerte en la vida. Fuerza giratoria de los astros.
Pero detrás de esa visión de absoluto, ese sistema de plantas, de estrellas, de terrenos partidos hasta los huesos, detrás de esa ardiente floculación de gérmenes, esa geometría de búsquedas, ese sistema giratorio de vértices, detrás de ese arado hundido en el espíritu y ese espíritu que separa sus fibras, y descubre sus sedimentos, detrás de esa mano de hombre, en fin, que deja impreso su duro pulgar y dibuja sus tanteos, detrás de esa mescolanza de manipulaciones y cerebro y esos pozos en todas las direcciones del alma y esas cavernas en la realidad, se alza la Ciudad amurallada, la Ciudad inmensamente alta a la que no basta todo el cielo para hacerle un techo donde las plantas crecen en sentido inverso y con una velocidad de astros despedidos.
Esa ciudad de cavernas y de muros que proyecta sobre el abismo absoluto arcos perfectos y subsuelos como puentes.
Cómo se quisiera en la concavidad de esos arcos, en la arcada de esos puentes insertar la curva de un hombro desmesuradamente grande, de un hombro en el cual se difunde la sangre. Y colocar su cuerpo en reposo y su cabeza en la que hormiguean los sueños sobre el reborde de esas cornisas gigantescas donde se escalona el firmamento.
Pues un cielo de Biblia está allá arriba por donde se deslizan blancas nubes. Pero las suaves amenazas de esas nubes. Pero las tormentas. Y ese Sinaí del que dejan asomar las pavesas. Pero la sombra que hace la tierra y la iluminación apagada y blancuzca. Pero finalmente esa sombra en forma de cabra y ese macho cabrío. Y el aquelarre de las Constelaciones.
Un grito para recoger todo eso y una lengua para ahorcarme.

Todos esos reflujos comienzan en mí.
Mostradme la inserción de la tierra, la bisagra de mi espíritu, el atroz nacimiento de mis uñas. Un bloque, un inmenso bloque artificial me separa de mi mentira. Y ese bloque tiene el color que cada uno quiere.
El mundo deja allí su baba como el mar sobre las rocas y como yo con los reflujos del amor.
Perros, habéis terminado de hacer rodar vuestros guijarros sobre mi alma. Yo. Yo. Dad vuelta la página de los escombros. También yo espero el pedregullo celeste y la playa sin márgenes. Es necesario que ese fuego comience en mí. Ese fuego y esas lenguas y las cavernas de mi gestación. Que los bloques de hielo retornen a encallar bajo mis dientes. Tengo el cráneo espeso, pero el alma lisa, un corazón de materia encallada. Carezco de meteoros, carezco de fuelles ardientes. Busco en mi garganta nombres, y algo como la pestaña vibrátil de las cosas. El olor de la nada, un tufo de absurdo, el estiércol de la muerte total. El humor ligero y rarefacto. También yo no espero sino al viento. Que se llame amor o miseria casi no logrará hacerme encallar sino en una playa de osamentas.

De "L'Art et la mort"
Versión de Aldo Pellegrini

martes, 7 de febrero de 2012

Guitar Slim - The Things That I Used To Do

Los Gritos del Cuerpo

Soy imbécil, por supresión del pensamiento,
por malformaciones de pensamiento,
estoy vacante por estupefacción de mi lengua.
El Pesanervios (Antonin Artaud)

Que sus lectores confundieran "crueldad" con "sangre" no fue sino uno de los tantos malentendidos en la vida de Artaud. En cierta forma, todo el lenguaje discursivo representaba para el autor francés una mala pasada, una trampa mortal, un "cementerio para los espíritus". La cuestión era, entonces, levantar a los muertos de sus tumbas. Una labor casi mesiánica. Y tan imposible como su pensamiento.
Su obra -su vida misma- se podría sintetizar en una larga trayectoria que busca desesperadamente el afuera para acceder al núcleo esencial. Trayectoria que describe un espacio de coordenadas desconocidas y tiempo fuera del tiempo y que, a su paso, aniquila esa superficie donde el saber elabora sus tramas de relación y vecindad. Y nos deja frente al abismo. Con Artaud no son los sistemas de pensamiento los que entran en proceso de destrucción sino el acto mismo de conocer.
Ahora bien, para hacer estallar esa superficie de apoyo -la todopoderosa razón occidental-, es necesario ir más allá de los límites y dejar de estar "localizado" por las palabras que aquietan y paralizan. Es preciso buscar las secretas y olvidadas semejanzas entre las cosas, oír sus resonancias, palpar las fuerzas vitales que nos sacuden y atraviesan, volver al tiempo anterior a la muerte, el tiempo de la vida plena en el que el hombre participaba intensamente del mundo. Y ese mundo era un organismo tan vivo y palpitante como el corazón del hombre.
La búsqueda de Artaud constituye, entonces, un retorno, una restauración. Tal vez, un develamiento del mortuorio manto que asfixia al ser pleno y engendra autómatas mutilados en sus capacidades vitales. Un retorno al centro desde afuera. Pero, ¿cuál sería el elemento que, prescindiendo de las palabras, facilitaría el retorno, recuperaría el tiempo perdido, haría brillar lo que había permanecido a oscuras? Este elemento no sería otro que el cuerpo y sus pasiones. Es decir, aquello que siempre ha quedado fuera de la historia justamente por no tener historia. Cuerpo y horror. El conocimiento de lo esencial sería a través de la violencia que se enseñorea sobre el cuerpo para hacerlo hablar, sin sangre, sin palabras, sino con gritos, con gestos, con espasmos, vibraciones y voluptuosidades. En el cuerpo se desataría todo aquello negado y sustraído al mundo de la razón, los infinitos estados que se apoderan de él, que lo desgarran, lo torturan, esos abismos, "esos reptiles escurridizos que se escapan hasta atentar contra las lenguas, hasta dejarlas en suspenso". El mundo se abriría entonces con sus misterios insondables, pero sobre todo innombrables, y cualquier imagen previa quedaría abolida por las fuerzas vitales que jamás son las mismas, que jamás causan los mismos efectos. Y en ese eterno vaivén de destrucción y construcción, la muerte jamás sería el opuesto de la vida sino tan sólo su transfiguración, su condición esencial para seguir siendo.
Pero si bien es cierto que los conceptos de horror, de crueldad, de mal, son tomados en Artaud (como también en Nietzsche, Bataille, Sade) como elementos vitales, este horror tiene doble dirección. Por un lado, el cruce hacia la suspensión del mundo hostil en Artaud no es más que la reacción de su propio cuerpo frente al espanto que le provoca el tedio, la muerte en vida, el letargo. El espanto frente a un mundo petrificado y sin sombras. Y por otro lado, este mismo horror expulsivo se torna a la vez positivo al convertirse en energía. El mal es activo, es movimiento. El mal es rigurosamente productivo, "es apetito feroz de vida, rigor cósmico y necesidad implacable". Artaud trabaja con lo que el mundo tiene de nefasto como si fuera un tratamiento casi terapéutico. Una medicina que ataca a los órganos del cuerpo para despertar las fuerzas anestesiadas por un lenguaje que, como una versión del Rey Midas en negativo, anquilosa cuanto se le pone al alcance. Una terapéutica para curar la enfermedad mortal de Occidente: la incapacidad del hombre moderno para entrar en contacto con todo aquello que no encuentra palabras para ser nombrado. Para Artaud, con la vida misma.
Pero Artaud no vive en México, ni en contacto con culturas primitivas; tampoco hay en Europa ritos de peyote para auxiliar a sus congéneres; la locura no es una epidemia y el sujeto occidental está muy lejos de los estados místicos. Sin embargo, está el gran refugio del arte. El arte que, como la peste, debe matar sin destruir, debe "invitar al espíritu al delirio". "No somos libres. Y el cielo se nos puede caer encima. Y el teatro ha sido creado para enseñarnos eso ante todo". La función del arte, del teatro, será rediseñar las relaciones entre las cosas. Deberá buscar nuevos códigos, nuevas tramas, nuevas semejanzas. Nada podrá ser excluido y absolutamente todo deberá cumplir una función vital, única, irrepetible. En otras palabras, la función del arte será hallar ese ritmo secreto que yace en el fondo de todo lo creado y que explica su origen. Como la música de los números de la Cábala que explica el retiro del caos; como los números que en la ciencia ordenan los átomos y explican la formación de los cuerpos; como en la montaña de los signos en el país de los Tarahumaras, donde las rocas hablan y relatan la historia fundacional de la raza.
En ese espacio de la ficción, donde se producen cataclismos cósmicos contagiosos y, a la vez, no ocurre realmente nada; en ese espacio donde el espíritu crédulo se embriaga con lo que no es, Artaud cree encontrar la gran cura para la civilización occidental. Ese arte, iluminado por soles extraños y maldito como la peste, sería, tal vez, el paso previo al silencio definitivo.


ANTONIN ARTAUD
Por Zenda Liendivit

Noche



Los mostradores del cinc pasan por las cloacas,
la lluvia vuelve a ascender hasta la luna;
en la avenida una ventana
nos revela una mujer desnuda.

En los odres de las sábanas hinchadas
en los que respira la noche entera
el poeta siente que sus cabellos
crecen y se multiplican.

El rostro obtuso de los techos
contempla los cuerpos extendidos.
Entre el suelo y los pavimentos
la vida es una pitanza profunda.

Poeta, lo que te preocupa
nada tiene que ver con la luna;
la lluvia es fresca,
el vientre está bien.

Mira como se llenan los vasos
en los mostradores de la tierra
la vida está vacía,
la cabeza está lejos.

En alguna parte un poeta piensa.
No tenemos necesidad de la luna,
la cabeza es grande,
el mundo está atestado.

En cada aposento
el mundo tiembla,
la vida engendra algo
que asciende hacia los techos.

Un mazo de cartas flota en el aire
alrededor de los vasos;
humo de vinos, humo de vasos
y de las pipas de la tarde.

En el ángulo oblicuo de los techos
de todos los aposentos que tiemblan
se acumulan los humos marinos
de los sueños mal construidos.

Porque aquí se cuestiona la Vida
y el vientre del pensamiento;
las botellas chocan los cráneos
de la asamblea áerea.

El Verbo brota del sueño
como una flor o como un vaso
lleno de formas y de humos.

El vaso y el vientre chocan:
la vida es clara
en los cráneos vitrificados.

El areópago ardiente de los poetas
se congrega alrededor del tapete verde,
el vacío gira.

La vida pasa por el pensamiento
del poeta melenudo


Por Antonin Artaud
Oeuvres complètes (tome I)

miércoles, 1 de febrero de 2012

Fragmento del Martín Fierro


No me hago al lao de la güeya
Aunque vengan degollando,
Con los blandos yo soy blando
Y soy duro con los duros,
Y ninguno en un apuro
... Me ha visto andar titubeando.


En el peligro, !qué Cristos!
El corazón se me enancha,
Pues toda la tierra es cancha,
Y de eso naides se asombre:
El que se tiene por hombre
Ande quiere hace pata ancha.

.... Martín Fierro.