martes, 30 de agosto de 2011

Blackmore's Night - Spanish Nights (I Remember It Well)


“Jinete del mar”, de Richard Brautigan - parte 2

Eché una mirada al hombre sentado en la silla. No sonreía ni parecía triste.
Me quité los zapatos y toda la ropa. El hombre no dijo una sola palabra.
El cuerpo de la muchacha se movía ligeramente de un lado a otro.
No tenía más remedio: mi cuerpo era como el de un pájaro asido a los alambres de un poste, estirados sobre el mundo y levemente meneados por el viento.
Me acosté con la muchacha.

Fue como ese interminable segundo número 59 que fenece en minuto y lo deja a uno como tonto.

—Bueno —dijo la muchacha—, y me besó en la mejilla.

El hombre siguió sentado sin hablar ni moverse ni externar ninguna emoción. Supongo que efectivamente era rico y que tenía 3859 Rolls Royces.

Acto seguido la muchacha se vistió y salió de la pieza con el hombre. Bajaron las escaleras y al salir oí las primeras palabras del hombre:

—¿Quieres ir a cenar a Ernie?
—No sé —dijo la muchacha—. Es un poco temprano para pensar en cenar.

Luego oí que cerraban la puerta y ya se habían marchado. Me vestí y bajé a la librería. La carne de mi cuerpo se sentía suave y relajada como si hubiera pasado por un experimento con música de fondo.

El dueño de la librería estaba sentado ante su escritorio, detrás de la caja registradora.

—Voy a decirte lo que pasó allí arriba —dijo con su hermosa voz de cuervo de tres patas que revolotea sobre las hierbas de la montaña.
—¿Qué? —dije.
—Tú luchaste en la guerra civil española. Fuiste un joven comunista de Cleveland, Ohio. Ella era una pintora judía de Nueva York que anduvo turisteando en la guerra civil española como si ésta hubiera sido el Mardi Grass de Nueva Orleans representado por estatuas griegas. Cuando tú la conociste ella estaba pintando el retrato de un anarquista muerto. Te pidió posar junto al anarquista y actuar como si lo hubieras matado. La abofeteaste diciéndole algo que para mí sería vergonzoso repetir. Tú y ella se enamoraron mucho. Y una vez, cuando tú estabas en el frente, ella leyó Anatomía de la melancolía e hizo 349 dibujos de limón. El amor de los dos era más bien espiritual. Ninguno de los dos se condujo en la cama como millonario. Cuando cayó Barcelona, huyeron a Inglaterra y luego tomaron un barco a Nueva York. El amor quedó en España. Fue sólo un amor de guerra. Se amaban únicamente a ustedes mismos y al hecho de amarse en España durante la guerra. Algo los cambió en el Atlántico y cada día se volvieron como quienes se han perdido entre sí. Cada ola del Atlántico era una gaviota muerta que arrastraba sus despojos de artillería de un horizonte a otro. Cuando el barco encalló en Norteamérica, se despidieron sin decir nada y nunca se volvieron a ver. La última vez que volví a saber de ti, todavía vivías en Filadelfia.
—¿Eso es lo que crees que pasó allá arriba? —dije.
—En parte —añadió—. Sí, eso forma parte de todo.

Sacó la pipa, la rellenó con tabaco y la encendió.

—¿Quieres que te diga qué más sucedió arriba? —dijo.
—Sigue.
—Cruzaste la frontera mexicana. Cabalgaste en tu caballo hasta llegar a un pueblo. La gente sabía quién eras y te tenía miedo. Sabían que habías matado a muchos hombres con la pistola que llevabas al cinto. El pueblo era tan pequeño que ni siquiera había sacerdote. Cuando los rurales te vieron se marcharon del pueblo. A pesar de lo bravos que eran, nada querían tener que ver contigo. Los rurales huyeron. Te convertiste en el hombre fuerte del pueblo. Te sedujo una niña de trece años, y tú y ella vivieron juntos en una choza de adobe. Prácticamente lo único que hacían era el amor. Ella era delgada y tenía el pelo largo y negro. Hacían el amor de pie, sentados, recostados en el piso sucio lleno de puercos y de gallinas. Las paredes, el piso e incluso el techo de la choza estaban cubiertos con tu esperma y con sus venidas. Cuando de noche dormían en el piso usaban tu esperma como almohada y sus venidas como cobijas. La gente del pueblo tenía tanto miedo de ustedes que no podían hacer nada. Después de unos días ella empezó a caminar sin ropa por el pueblo, y la gente decía que eso no estaba bien. Y cuando tú y ella empezaron a salir sin ropa, y cuando tú y ella empezaron a hacer el amor montados en el caballo en medio del zócalo, los del pueblo sintieron tanto miedo que tuvieron que marcharse. A partir de entonces es un pueblo abandonado. La gente jamás viviría allí. Ninguno de ustedes llegó a los veintiún años. No era necesario. Como ves, yo sí sé lo que sucedió allá arriba —dijo.

Me sonrió amablemente. Sus ojos eran como los cordones de zapatos de un clavicordio.

Pensé acerca de lo que pasó allá arriba.

—Tú sabes que lo que te he dicho es la verdad —dijo—, ya que lo viste con tus propios ojos y viajaste con tu propio cuerpo. Termina de leer el libro que estabas leyendo antes de que te interrumpiera. Me dio gusto que te hayas acostado con la muchacha.

Una vez resumidas, las páginas del libro empezaron a correr con mayor velocidad, cada vez más rápido, hasta girar como ruedas en el mar.

La pesca de truchas en Norteamérica, 1967

“Jinete del mar”, de Richard Brautigan - parte 1

El dueño de la librería no era mago. Tampoco era un cuervo de tres patas que revoloteara sobre la hierba de la montaña. Era, por supuesto, un judío, un marino mercante retirado que había sido torpedeado en el Atlántico del Norte donde estuvo flotando días enteros hasta que la muerte no lo quiso. Tenía una esposa joven, un ataque cardíaco, un Volkswagen y una casa en Marin County. Le encantaban los libros de George Orwell, Richard Aldington y Edmund Wilson.

A los dieciséis años supo lo que era la vida, primero a través de Dostoievski, luego a través de las putas de Nueva Orleans.

La librería era una especie de estacionamiento de tumbas usadas. Miles de tumbas se estacionaban en filas como autos. Casi todos los libros estaban agotados.; ya nadie quería leerlos o quienes los habían leído ya habían muerto o los habían abandonado; sin embargo, gracias al influjo de la música los libros recobraron su virginidad. Al pie de la primera página tenían grabado su copyright como un himen renovado.

Durante el año terrible de 1959, yo frecuentaba la librería en las tardes después de salir del trabajo.

El hombre tenía una cocina al fondo de la tienda y en un sartén de cobre ponía a hervir café turco muy espeso. Yo bebía a sorbos el café mientras me ponía a leer libros viejos y a esperar que terminara el año. Para esto tenía un cuartito arriba de la cocina.

El cuarto daba a la librería por la parte en que se interponían unas pantallas chinas. En el cuarto había un sofá, un botiquín de cristal repleto de objetos chinos, una mesa y tres sillas. La pieza contigua era un baño pequeñísimo que se unía al cuarto como el reloj de bolsillo a su cadena.

Una tarde, sentado en un taburete de la librería, me encontraba leyendo un libro que apoyaba contra el borde de un cáliz. Las páginas del libro eran tan claras como la ginebra, y en la primera página se leía:

Billy the Kid nació el 23 de noviembre de 1859 en la ciudad de Nueva York

El dueño de la librería vino hasta mí, me puso la mano en el hombre y me dijo:

—¿Quisieras acostarte con alguien?
—No —dije.
—Estás equivocado —dijo él, y sin más caminó hacia el frente de la librería y se detuvo ante un par de desconocidos, un hombre y una mujer.

Estuvo hablando con ellos un momento. Yo no podía escuchar lo que decían. Me señaló con el dedo. La mujer asintió con la cabeza y el hombre asintió igualmente.

Vinieron hacia el fondo de la librería.

Algo me ruborizaba. No podía salir corriendo de la librería porque la pareja avanzaba hacia mí por la única puerta de escape; entonces decidí subir al cuarto y meterme en el excusado. Ellos me siguieron.

Podía oírlos venir mientras subían las escaleras.

Esperé un buen rato en el excusado y ellos, con toda paciencia, esperaron un rato igual en el cuarto. No hablaban. Cuando salí del excusado, la mujer yacía desnuda en el sofá, y el hombre tomaba asiento y ponía el sombrero sobre la rodilla.

—No te preocupes por él —dijo la muchacha—. Estas cosas le dan igual. Es rico. Tiene 3859 Rolls Royces.

La muchacha era muy bella, y su cuerpo era como el río cristalino de una montaña de piel y músculos a flote sobre las rocas de hueso y nervios recónditos.

—Ven a mí —dijo ella—. Entra en mí, ya que ambos somos Acuario y te amo.

La pesca de truchas en Norteamérica, 1967

YO NO TENGO LA CULPA


Yo siempre que me ocupo de cartas de lectores, suelo admitir que se me hacen algunos elogios. Pues bien, hoy he recibido una carta en la que no se me elogia. Su autora, que debe ser una respetable anciana, me dice:
"Usted era muy pibe cuando yo conocía a sus padres, y ya sé quién es usted a través de su Arlt".
Es decir, que supone que yo no soy Roberto Arlt. Cosa que me está alarmando, o haciendo pensar en la necesidad de buscar un pseudónimo, pues ya el otro día recibí una carta de un lector de Martínez, que me preguntaba:
"Dígame, ¿usted no es el señor Roberto Giusti, el concejal del Partido Socialista Independiente?"
Ahora bien, con el debido respeto por el concejal independiente, manifiesto que no; que yo no soy ni puedo ser Roberto Giusti, a lo más soy su tocayo, y más aún: si yo fuera concejal de un partido, de ningún modo escribiría notas, sino que me dedicaría a dormir truculentas siestas y a "acomodarme" con todos los que tuvieran necesidad de un voto para hacer aprobar una ordenanza que les diera millones.
Y otras personas también ya me han preguntado: "¿Dígame, ese Arlt no es pseudónimo?".
Y ustedes comprenden que no es cosa agradable andar demostrándole a la gente que una vocal y tres consonantes pueden ser un apellido.
Yo no tengo la culpa que un señor ancestral, nacido vaya a saber en qué remota aldea de Germanía o Prusia, se llamara Arlt. No, yo no tengo la culpa.
Tampoco puedo argüir que soy pariente de William Hart, como me preguntaba una lectora que le daba por la fotogenia y sus astros; mas tampoco me agrada que le pongan sambenitos a mi apellido, y le anden buscando tres pies. ¿No es, acaso, un apellido elegante, sustancioso, digno de un conde o de un barón? ¿No es un apellido digno de figurar en chapita de bronce en una locomotora o en una de esas máquinas raras, que ostentan el agregado de "Máquina polifacética de Arlt"?

Bien: me agradaría a mí llamarme Ramón González o Justo Pérez. Nadie dudaría, entonces, de mi origen humano. Y no me preguntarían si soy Roberto Giusti, o ninguna lectora me escribiría, con mefistofélica sonrisa de máquina de escribir: "Ya sé quién es usted a través de su Arlt". Ya en la escuela, donde para dicha mía me expulsaban a cada momento, mi apellido comenzaba por darle dolor de cabeza a las directoras y maestras. Cuando mi madre me llevaba a inscribir a un grado, la directora, torciendo la nariz, levantaba la cabeza, y decía:
-¿Cómo se escribe "eso"?
Mi madre, sin indignarse, volvía a dictar mi apellido. Entonces la directora, humanizándose, pues se encontraba ante un enigma, exclamaba:
-¡Qué apellido más raro! ¿De qué país es? -Alemán.


Cena con motivo del primer aniversario de la inauguración de los talleres gráficos de la Editorial Claridad, en la calle San José de la ciudad de Buenos Aires (1925). En la fila de los sentados, el primero de la izquierda es el editor Antonio Zamora; el tercero de la izquierda, Roberto Arlt; y el último, Elías Castelnuovo.

-¡Ah! Muy bien, muy bien. Yo soy gran admiradora del kaiser -agregaba la señorita. (¿Por qué todas las directoras serán "señoritas"?) En el grado comenzaba nuevamente el vía crucis. El maestro, examinándome, de mal talante, al llegar en la lista a mi nombre, decía: -Oiga usted, ¿cómo se pronuncia "eso"? ("Eso" era mi apellido.) Entonces, satisfecho de ponerlo en un apuro al pedagogo, le dictaba:
-Arlt, cargando la voz en la ele.
Y mi apellido, una vez aprendido, tuvo la virtud de quedarse en la memoria de todos los que lo pronunciaron, porque no ocurría barbaridad en el grado que inmediatamente no dijera el maestro:
-Debe ser Arlt.
Como ven ustedes, le había gustado el apellido y su musicalidad.
Y a consecuencia de la musicalidad y poesía de mi apellido, me echaban de los grados con una frecuencia alarmante. Y si mi madre iba a reclamar, antes de hablar, el director le decía:
-Usted es la madre de Arlt. No; no señora. Su chico es insoportable.
Y yo no era insoportable. Lo juro. El insoportable era el apellido. Y a consecuencia de él, mi progenitor me zurró numerosas veces la badana.
Está escrito en la Cábala: "Tanto es arriba como abajo". Y yo creo que los cabalistas tuvieron razón. Tanto es antes como ahora. Y los líos que suscitaba mi apellido, cuando yo era un párvulo angelical, se producen ahora que tengo barbas y "veintiocho septiembres", como dice la que sabe quién soy yo "a través de su Arlt".
Y a mí, me revienta esto.
Me revienta porque tengo el mal gusto de estar encantadísimo con ser Roberto Arlt. Cierto es que preferiría llamarme Pierpont Morgan o Henry Ford o Edison o cualquier otro "eso", de esos; pero en la material imposibilidad de transformarme a mi gusto, opto por acostumbrarme a mi apellido y cavilar, a veces, quién fue el primer Arlt de una aldea de Germanía o de Prusia, y me digo: ¡Qué barbaridad habrá hecho ese antepasado ancestral para que lo llamaran Arlt! O, ¿quién fue el ciudadano, burgomaestre, alcalde o portaestandarte de una corporación burguesa, que se le ocurrió designarlo con estas inexpresivas cuatro letras a un señor que debía gastar barbas hasta la cintura y un rostro surcado de arrugas gruesas como culebras?
Mas en la imposibilidad de aclarar estos misterios, he acabado por resignarme y aceptar que yo soy Arlt, de aquí hasta que me muera; cosa desagradable, pero irremediable. Y siendo Arlt no puedo ser Roberto Giusti, como me preguntaba un lector de Martínez, ni tampoco un anciano, como supone la simpática lectora que a los veinte años conoció a mis padres, cuando yo "era muy pibe". Esto me tienta a decirle: "Dios le dé cien años más, señora; pero yo no soy el que usted supone".
En cuanto a llamarme así, insisto: Yo no tengo la culpa.

Arlt

sábado, 27 de agosto de 2011

He visto Morir...


Las 5 menos 3 minutos. Rostros afanasos tras de las rejas. Cinco menos 2. Rechina el cerrojo y la puerta de hierro se abre. Hombres que se precipitan como si corrieran a tomar el tranvía. Sombras que dan grandes saltos por los corredores iluminados. Ruidos de Culatas. Más sombras que galopan.
Todos vamos en busca de Severino Di Giovanni para verlo morir.

La letanía.

Espacio de cielo azul. Adoquinado rústico. Prado verde. Una como silla de comedor en medio del prado. Tropa. Máuseres. Lámparas cuya luz castiga la obscuridad. Un rectángulo. Parece un ring. El ring de la muerte. Un oficial.
<<...de acuerdo a las disposiciones... por violación del bando... ley número...>>
El oficial bajo la pantalla enlozada. Frente a él, una cabeza. Un rostro que parece embadurnado en aceite rojo. Unos ojos terribles y fijos, barnizados de fiebre. Negro círculo de cabezas.
Es Severino Di Giovanni. Mandíbula prominente. Frente huída hacia las sienes como la de las panteras. Labios finos y extraordinariamente rojos. Frente roja. Mejillas rojas. Ojos renegridos por el efecto de luz. Grueso cuello desnudo. Pecho ribeteado por las solapas azules de la blusa. Los labios parecen llagas pulimentadas. Se entreabren lentamente y la lengua, más roja que un pimiento, lame los labios, los humedece. Ese cuerpo arde en temperatura. Paladea la muerte.
<<...artículo número...ley de estado de sitio... superior tribunal... visto... pásese al superior tribunal... de guerra, tropa y suboficiales...>>
Di Giovanni mira el rostro del oficial. Proyecta sobre ese rostro la fuerza tremenda de su mirada y de la voluntad que lo mantiene sereno.
<<...estamos probando... apercíbase al teniente... Rizzo Patrón, vocales... tenientes coroneles... bando... dése copia... fija número...>>
Di giovanni se humedece los labios con la lengua. Escucha con atención, parece que analizara las cláusulas de un contrato cuyas estipulaciones son importantísimas. Mueve la cabeza con asentimiento, frente a la propiedad de los términos con que está redactada la sentencia.
<<...Dése vista al ministro de Guerra... sea fusilado... firmado, secretario...>>

Habla el Reo.

-Quisiera pedirle perdón al teniente defensor...
Una voz: -No puede hablar. Llévenlo.
El condenado camina como un pato. Los pies aherrojados con una barra de hierro a las esposas que amarran las manos. Atraviesa la franja de adoquinado rústico. Algunos espectadores se ríen. ¿Zoncera? ¿Nerviosidad? ¡Quien sabe!.
El reo se sienta reposadamente en el banquillo. Apoya la espalda y saca pecho. Mira arriba. Luego se inclina y parece, con las manos abandonadas entre las rodillas abiertas, un hombre que cuida el fuego mientras se calienta agua para tomar el mate.
Permanece así cuatro segundos. Un suboficial le cruza una soga al pecho, para que cuando los proyectiles lo maten no ruede por tierra. Di Giovanni gira la cabeza de derecha a izquierda y se deja amarrar.
Ha formado el blanco pelotón de fusilero. El suboficial quiere vendar al condenado. Éste grita:
-Venda no.

Mira tiesamente a los ejecutores. Emana voluntad. Si sufre o no, es un secreto. Pero permanece así, tieso, orgulloso.
Surge una dificultad. El temor al rebote de las balas hace que se ordena a la tropa, perpendicular al pelotón fusilero, retirarse unos pasos.
Di Giovanni permanece recto, apoyada la espalda en el respaldar. Sobre su cabeza, en una franja de muralla gris, se mueven piernas de soldados. Saca pecho. ¿Será para recibir las balas?
-Pelotón, firme. Apunten.
La voz del reo estalla metálica, vibrante:
-¡Viva la anarquía!
-¡Fuego!

Resplandor subitáneo. Un cuerpo recio se ha convertido en una doblada lámina de papel. Las balas rompen la soga. El cuerpo cae de cabeza y queda en el pasto verde con las manos tocando las rodillas.
Fogonazo del tiro de gracia.

Muerto.

Las balas han escrito la última palabra en el cuerpo del reo. El rostro permanece sereno. Pálido. Los ojos entreabiertos. Un herrero a los pies del cadáver. Quita los remaches del grillete y de la barra de hierro. Un médico lo observa. Certifica que el condenado ha muerto. Un señor, que ha venido de frac y zapatos de baile, se retira con la galera en la coronilla. Parece que saliera del cabaret. Otro dice una mala palabra.
Veo cuatro muchachos pálidos como muertos y desfigurados que se muerden los labios; son: Gauna, de La Razón, Álvarez de Última hora, Enrique Gonzales Tuñón, de Crítica y Gómez, de el Mundo. Yo estoy como borracho. Pienso en los que se reían. Pienso a la entrada de la penitenciaría debería ponerse un cartel que rezara:
-Está prohibido reírse.
-Está prohibido concurrir con zapatos de baile.

Roberto Arlt.
Aguafuertes porteñas.

Michel Foucault

"Mi papel consiste en enseñar a la gente que son mucho más libres de lo que sienten, que la gente acepta como verdad, como evidencia, algunos temas que han sido construidos durante cierto momento de la historia." Michel Foucault

Stereophonics (Feat. Ronni Wood) - "Don't Let Me Down"


viernes, 26 de agosto de 2011

Hay gente a la que le gustan las películas que se entienden y hay gente a la que le gustan las películas que dejan espacio para que el espectador sueñe. A mí me gustan las que permiten soñar. La comprensión intelectual no tiene más importancia que la posibilidad de sumergirse en cada escena separadamente. Me encanta enamorarme de una idea y ver cómo se transforma en cine, qué va haciendo con esa idea el proceso de filmación.”

David Lynch

jueves, 25 de agosto de 2011

LA GUERRA DE LOS YACARES


En un río muy grande, en un país desierto donde nunca había estado el hombre, vivían muchos yacarés. Eran más de cien o más de mil. Comían pescados, bichos que iban a tomar agua al río, pero sobre todo pescados. Dormían la siesta en la arena de la orilla, y a veces jugaban sobre el agua cuando había noches de luna.
Todos vivían muy tranquilos y contentos. Pero una tarde, mientras dormían la siesta, un yacaré se despertó de golpe y levantó la cabeza porque creía haber sentido ruido. Prestó oídos y lejos, muy lejos, oyó efectivamente un ruido sordo y profundo. Entonces llamó al yacaré que dormía a su lado.
-¡Despiértate!-le dijo-. Hay peligro.
-¿Qué cosa?-respondió el otro, alarmado.
-No sé-contestó el yacaré que se había despertado primero-. Siento un ruido desconocido.
El segundo yacaré oyó el ruido a su vez, y en un momento despertaron a los otros. Todos se asustaron y corrían de un lado para otro con la cola levantada.
Y no era para menos su inquietud, porque el ruido crecía, crecía. Pronto vieron como una nubecita de humo a lo lejos, y oyeron un ruido de chas-chas en el río como si golpearan el agua muy lejos.
Los yacarés se miraban unos a otros: ¿qué podía ser aquello?
Pero un yacaré viejo y sabio, el más sabio y viejo de todos, un viejo yacaré a quien no quedaban sino dos dientes sanos en los costados de la boca, y que había hecho una vez un viaje hasta el mar, dijo de repente:
-¡Yo sé lo que es! ¡Es una ballena! ¡Son grandes y echan agua blanca por la nariz! El agua cae para atrás.
Al oír esto, los yacarés chiquitos comenzaron a gritar como locos de miedo, zambullendo la cabeza. Y gritaban:
-¡Es una ballena! ¡Ahí viene la ballena!
Pero el viejo yacaré sacudió de la cola al yacarecito que tenía más cerca.
-¡No tengan miedo!-les gritó-. ¡Yo sé lo que es la ballena! ¡Ella tiene miedo de nosotros! ¡Siempre tiene miedo!
Con lo cual los yacarés chicos se tranquilizaron. Pero en seguida volvieron a asustarse, porque el humo gris se cambió de repente en humo negro, y todos sintieron bien fuerte ahora el chas-chas-chas en el agua. Los yacarés, espantados, se hundieron en el río, dejando solamente fuera los ojos y la punta de la nariz. Y así vieron pasar delante de ellos aquella cosa inmensa, llena de humo y golpeando el agua, que era un vapor de ruedas que navegaba por primera vez por aquel río.
El vapor pasó, se alejó y desapareció. Los yacarés entonces fueron saliendo del agua, muy enojados con el viejo yacaré, porque los había engañado, diciéndoles que eso era una ballena.
-¡Eso no es una ballena!-le gritaron en las orejas, porque era un poco sordo-. ¿Qué es eso que pasó?
El viejo yacaré les explicó entonces que era un vapor, lleno de fuego, y que los yacarés se iban a morir todos si el buque seguía pasando.
Pero los yacarés se echaron a reír, porque creyeron que el viejo se había vuelto loco. ¿Por qué se iban a morir ellos si el vapor seguia pasando? Estaba bien loco, el pobre yacaré viejo!
Y como tenían hambre se pusieron a buscar pescados.
Pero no había ni un pescado. No encontraron un solo pescado. Todos se habían ido, asustados por el ruido del vapor. No había más pescados.
-¿No les decía yo?-dijo entonces el viejo yacaré-. Ya no tenemos nada que comer. Todos los pescados se ha ido. Esperemos hasta mañana. Puede ser que el vapor no vuelva más, y los pescados volverán cuando no tengan más miedo.
Pero al día siguiente sintieron de nuevo el ruido en el agua, y vieron pasar de nuevo al vapor, haciendo mucho ruido y largando tanto humo que oscurecía el cielo.
-Bueno-dijeron entonces los yacarés-; el buque pasó ayer, pasó hoy, y pasará mañana. Ya no habrá más pescados ni bichos que vengan a tomar agua, y nos moriremos de hambre. Hagamos entonces un dique.
-Sí, un dique! Un dique!-gritaron todos, nadando a toda fuerza hacia la orilla-. Hagamos un dique!
En seguida se pusieron a hacer el dique. Fueron todos al bosque y echaron abajo más de diez mil árboles, sobre todo lapachos y quebrachos, porque tienen la madera muy dura... Los cortaron con la especie de serrucho que los yacarés tienen encima de la cola; los empujaron hasta el agua, y los clavaron a todo lo ancho del río, a un metro uno del otro. Ningún buque podía pasar por allí, ni grande ni chico. Estaban seguros de que nadie vendría a espantar los pescados. Y como estaban muy cansados, se acostaron a dormir en la playa.
Al otro día dormían todavía cuando oyeron el chaschas-chas del vapor. Todos oyeron, pero ninguno se levantó ni abrió los ojos siquiera. ¿Qué les importaba el buque? Podía hacer todo el ruido que quisiera, por allí no iba a pasar.
En efecto: el vapor estaba muy lejos todavía cuando se detuvo. Los hombres que iban adentro miraron con anteojos aquella cosa atravesada en el río y mandaron un bote a ver qué era aquello que les impedía pasar. Entonces los yacarés se levantaron y fueron al dique, y miraron por entre los palos, riéndose del chasco que se había llevado el vapor.
El bote se acercó, vio el formidable dique que habían levantado los yacarés y se volvió al vapor. Pero después volvió otra vez al dique, y los hombres del bote gritaron:
-¡Eh, yacarés!
-¡Qué hay!-respondieron los yacarés, sacando la cabeza por entre los troncos del dique.
-¡Nos esta estorbando eso!-continuaron los hombres.
-¡Ya lo sabemos!
-¡No podemos pasar!
-¡Es lo que queremos!
-¡Saquen el dique!
-¡No lo sacamos!
Los hombres del bote hablaron un rato en voz baja entre ellos y gritaron después:
-¡Yacarés!
-¿Qué hay?-contestaron ellos.
-¿No lo sacan?
-¡No!
-¡Hasta mañana, entonces!
-¡Hasta cuando quieran!
Y el bote volvió al vapor, mientras los yacarés, locos de contentos, daban tremendos colazos en el agua. Ningún vapor iba a pasar por allí y siempre, siempre, habría pescados.
Pero al día siguiente volvió el vapor, y cuando los yacarés miraron el buque, quedaron mudos de asombro: ya no era el mismo buque. Era otro, un buque de color ratón, mucho más grande que el otro. ¿Qué nuevo vapor era ése? ¿Ese también quería pasar? No iba a pasar, no. ¡Ni ése, ni otro, ni ningún otro!
-¡No, no va a pasar!-gritaron los yacarés, lanzándose al dique, cada cual a su puesto entre los troncos.
El nuevo buque, como el otro, se detuvo lejos, y también como el otro bajó un bote que se acercó al dique.
Dentro venían un oficial y ocho marineros. El oficial gritó:
-¡Eh, yacarés!
-¡Qué hay! -respondieron éstos.
-¿No sacan el dique?
-No.
-¿No?
-¡No!
-Está bien-dijo el oficial-. Entonces lo vamos a echar a pique a cañonazos.
-¡Echen!-contestaron los yacarés.
Y el bote regresó al buque.
Ahora bien, ese buque de color ratón era un buque de guerra, un acorazado, con terribles cañones. El viejo yacaré sabio, que había ido una vez hasta el mar, se acordó de repente y apenas tuvo tiempo de gritar a los otros yacarés:
-¡Escóndanse bajo el agua! ¡Ligero! ¡Es un buque de guerra! ¡Cuidado! ¡Escóndanse!
Los yacarés desaparecieron en un instante bajo el agua y nadaron hacia la orilla, donde quedaron hundidos, con la nariz y los ojos únicamente fuera del agua. En ese mismo momento, del buque salió una gran nube blanca de humo, sonó un terrible estampido, y una enorme bala de cañón cayó en pleno dique, justo en el medio. Dos o tres troncos volaron hechos pedazos, y en seguida cayó otra bala, y otra y otra más, y cada una hacía saltar por el aire en astillas un pedazo de dique, hasta que no quedó nada del dique. Ni un tronco, ni una astilla, ni una cáscara. Todo había sido deshecho a cañonazos por el acorazado. Y los yacarés, hundidos en el agua, con los ojos y la nariz solamente afuera, vieron pasar el buque de guerra, silbando a toda fuerza.
Entonces los yacarés salieron del agua y dijeron:
-Hagamos otro dique mucho más grande que el otro.
Y en esa misma tarde y esa noche misma hicieron otro dique, con troncos inmensos. Después se acostaron a dormir, cansadísimos, y estaban durmiendo todavía al día siguiente cuando el buque de guerra llegó otra vez, y el bote se acercó al dique.
-¡Eh, yacarés!-gritó el oficial.
-¡Qué hay!-respondieron los yacarés.
-¡Saquen ese otro dique!
-¡No lo sacamos!
-¡Lo vamos a deshacer a cañonazos como al otro!
-¡Deshagan... si pueden!
-¡Y hablaban así con orgullo porque estaban seguros de que su nuevo dique no podría ser deshecho ni por todos los cañones del mundo.
Pero un rato después el buque volvió a llenarse de humo, y con un horrible estampido la bala reventó en el medio del dique, porque esta vez habían tirado con granada. La granada reventó contra los troncos, hizo saltar, despedazó, redujo a astillas las enormes vigas. La segunda reventó al lado de la primera y otro pedazo de dique voló por el aire. Y así fueron deshaciendo el dique. Y no quedó nada del dique; nada, nada. El buque de guerra pasó entonces delante de los yacarés, y los hombres les hacían burlas tapándose la boca.
-Bueno-dijeron entonces los yacarés, saliendo del agua-. Vamos a morir todos, porque el buque va a pasar siempre y los pescados no volverán.
Y estaban tristes, porque los yacarés chiquitos se quejaban de hambre.
El viejo yacaré dijo entonces:
-Todavía tenemos una esperanza de salvarnos. Vamos a ver al Surubí. Yo hice el viaje con él cuando fui hasta el mar, y tiene un torpedo. El vio un combate entre dos buques de guerra, y trajo hasta aquí un torpedo que no reventó. Vamos a pedírselo, y aunque está muy enojado con nosotros los yacarés, tiene buen corazón y no querrá que muramos todos.
El hecho es que antes, muchos años antes, los yacarés se habían comido a un sobrinito del Surubí, y éste no había querido tener más relaciones con los yacarés. Pero a pesar de todo fueron corriendo a ver al Surubí, que vivía en una gruta grandísima en la orilla del río Paraná, y que dormía siempre al lado de su torpedo. Hay surubíes que tienen hasta dos metros de largo y el dueño del torpedo era uno de éstos.
-¡Eh, Surubí!-gritaron todos los yacarés desde la entrada de la gruta, sin atreverse a entrar por aquel asunto del sobrinito.
-¿Quién me llama?-contestó el Surubí.
-¡Somos nosotros, los yacarés!
-¡No tengo ni quiero tener relación con ustedes -respondió el Surubí, de mal humor.
Entonces el viejo yacaré se adelentó un poco en la gruta y dijo:
-¡Soy yo, Surubí! ¡Soy tu amigo el yacaré que hizo contigo el viaje hasta el mar!
Al oír esa voz conocida, el Surubí salió de la gruta.
-¡Ah, no te había conocido!-le dijo cariñosamente a su viejo amigo-. ¿Qué quieres?
-Venimos a pedirte el torpedo. Hay un buque de guerra que pasa por nuestro río y espanta a los pescados. Es un buque de guerra, un acorazado. Hicimos un dique, y lo echó a pique. Hicimos otro y lo echó también a pique. Los pescados se han ido, y nos moriremos de hambre. Danos el torpedo, y lo echaremos a pique a él.
El Surubí, al oír esto, pensó un largo rato, y después dijo:
-Está bien; les prestaré el torpedo, aunque me acuerdo siempre de lo que hicieron con el hijo de mi hermano. ¿Quién sabe hacer reventar el torpedo?
Ninguno sabía, y todos callaron.
-Está bien-dijo el Surubí, con orgullo-, yo lo haré reventar. Yo sé hacer eso.
Organizaron entonces el viaje. Los yacarés se ataron todos unos con otros; de la cola de uno al cuello del otro; de la cola de éste al cuello de aquél, formando así una larga cadena de yacarés que tenía más de una cuadra. El inmenso Surubí empujó al torpedo hacia la corriente y se colocó bajo él, sosteniéndolo sobre el lomo para que flotara. Y como las lianas con que estaban atados los yacarés uno detrás de otro se habían concluido, el Surubí se prendió con los dientes de la cola del último yacaré, y así emprendieron la marcha. El Surubí sostenía el torpedo, y los yacarés tiraban corriendo por la costa. Subían, bajaban, saltaban por sobre las piedras, corriendo siempre y arrastrando al torpedo, que levantaba olas como un buque por la velocidad de la corrida. Pero a la mañana siguiente, bien temprano, llegaban al lugar donde habían construido su último dique, y comenzaron en seguida otro, pero mucho más fuerte que los anteriores, porque por consejo del Surubí colocaron los troncos bien juntos, uno al lado del otro. Era un dique realmente formidable.
Hacía apenas una hora que acababan de colocar el último tronco del dique, cuando el buque de guerra apareció otra vez, y el bote con el oficial y ocho marineros se acercó de nuevo al dique. Los yacarés se treparon entonces por los troncos y asomaron la cabeza del otro lado.
-¡Eh, yacarés!-gritó el oficial.
-¡Qué hay!-respondieron los yacarés.
-¿Otra vez el dique?
-¡Sí, otra vez!
-¡Saquen ese dique!
-¡Nunca!
-¿No lo sacan?
-¡No!
-¡Bueno; entonces, oigan-dijo el oficial-: Vamos a deshacer este dique, y para que no quieran hacer otro los vamos a deshacer después a ustedes, a cañonazos. No va a quedar ni uno solo vivo-ni grandes, ni chicos, ni gordos, ni flacos ni jóvenes, ni viejos, como ese viejísimo yacaré que veo allí, y que no tiene sino dos dientes en los costados de la boca.
El viejo y sabio yacaré, al ver que el oficial hablaba de él y se burlaba, le dijo:
-Es cierto que no me quedan sino pocos dientes, y algunos rotos. ¿Pero usted sabe qué van a comer mañana estos dientes?-añadió, abriendo su inmensa boca.
-¿Qué van a comer, a ver?-respondieron los marineros.
-A ese oficialito-dijo el yacaré y se bajó rápidamente de su tronco.
Entretanto, el Surubí había colocado su torpedo bien en medio del dique, ordenando a cuatro yacarés que lo agarraran con cuidado y lo hundieran en el agua hasta que él les avisara. Así lo hicieron. En seguida, los demás yacarés se hundieron a su vez cerca de la orilla, dejando únicamente la nariz y los ojos fuera del agua. El Surubí se hundió al lado de su torpedo.
De repente el buque de guerra se llenó de humo y lanzó el primer cañonazo contra el dique. La granada reventó justo en el centro del dique, e hizo volar en mil pedazos diez o doce troncos.
Pero el Surubí estaba alerta y apenas quedó abierto el agujero en el dique, gritó a los yacarés que estaban bajo el agua sujetando el torpedo:
-Suelten el torpedo, ligero, suelten!
Los yacarés soltaron, y el torpedo vino a flor de agua.
En menos del tiempo que se necesita para contarlo, el Surubí colocó el torpedo bien en el centro del boquete abierto, apuntando con un solo ojo, y poniendo en movimiento el mecanismo del torpedo, lo lanzó contra el buque.
¡Ya era tiempo! En ese instante el acorazado lanzaba su segundo cañonazo y la granada iba a reventar entre los palos, haciendo saltar en astillas otro pedazo del dique.
Pero el torpedo llegaba ya al buque, y los hombre que estaban en él lo vieron: es decir, vieron el remolino que hace en el agua un torpedo. Dieron todos un gran grito de miedo y quisieron mover el acorazado para que el torpedo no lo tocara.
Pero era tarde; el torpedo llegó, chocó con el inmenso buque bien en el centro, y reventó.
No es posible darse cuenta del terrible ruido con que reventó el torpedo. Reventó, y partió el buque en quince mil pedazos; lanzó por el aire, a cuadras y cuadras de distancia, chimeneas, máquinas, cañones, lanchas, todo.
Los yacarés dieron un grito de triunfo y corrieron como locos al dique. Desde allí vieron pasar por el agujero abierto por la granada a los hombres muertos, heridos y algunos vivos que la corriente del río arrastraba.
Se treparon amontonados en los dos troncos que quedaban a ambos lados del boquete y cuando los hombres pasaban por allí, se burlaban tapándose la boca con las patas.
No quisieron comer a ningún hombre, aunque bien lo merecían. Sólo cuando pasó uno que tenía galones de oro en el traje y que estaba vivo, el viejo yacaré se lanzó de un salto al agua, y ¡tac! en dos golpes de boca se lo comió.
-¿Quién es ése?-preguntó un yacarecito ignorante.
-Es el oficial-le respondió el Surubí-. Mi viejo amigo le había prometido que lo iba a comer, y se lo ha comido.
Los yacarés sacaron el resto del dique, que para nada servía ya, puesto que ningún buque volvería a pasar por allí. El Surubí, que se había enamorado del cinturón y los cordones del oficial, pidió que se los regalaran, y tuvo que sacárselos de entre los dientes al viejo yacaré, pues habían quedado enredados allí. El Surubí se puso el cinturón, abrochándolo por bajo las aletas, y del extremo de sus grandes bigotes prendió los cordones de la espada. Como la piel del Surubí es muy bonita, y las manchas oscuras que tiene se parecen a las de una víbora, el Surubí nado una hora pasando y repasando ante los yacarés, que lo admiraban con la boca abierta.
Los yacarés lo acompañaron luego hasta su gruta, y le dieron las gracias infinidad de veces. Volvieron después a su paraje. Los pescados volvieron también, los yacarés vivieron y viven todavía muy felices, porque se han acostumbrado al fin a ver pasar vapores y buques que llevan naranjas.
Pero no quieren saber nada de buques de guerra.

Horacio Quiroga

LA SEÑORA DEL MEDICO

Teléfono. -Grinnn... grinnn... grin...
Notero. -¡Al diablo con el teléfono!
Teléfono. -Grinnn... grinn... grin...
Notero. -¡Hola!... Sí: con Arlt... Hable no más...
Desconocido. -Señor Arlt, perdone que lo moleste. Entre romperle la cabeza de un palo a mi mujer o contarle lo que me pasa, he optado por esto último... Deseo que le haga una nota a mi mujer...
Notero. -¿A su señora?...
Desconocido. -Sí; a mi legítima esposa. Permítame que me presente. Soy médico.
Notero. -Tanto gusto.
Médico. -Soy médico... y no se ría, señor Arlt; acaba de ocurrirme con mi mujer, el suceso más estrafalario que pueda presentársele a un profesional. Tan estrafalario, que ya le he dicho: entre romperle la cabeza
a mi esposa de un palo, o confiarme a usted, opto por lo último. Asegúrese al aparato, no se vaya a caer de espaldas.
Notero. -Ya estoy hecho a noticias bombas, de manera que no me sorprenderá. Hable.
Médico. -Bueno; en estos momentos, mi señora está terminando de vestirse para ir a consultar a un curandero.
Notero. -¡Qué formidable! Usted es médico y ella...
Médico. -Y ella está terminado su "toilette" en compañía de una amiga, para ir a lo de un desvergonzado, que se las da de naturalista, con el objeto de que le adivine qué enfermedad padece, la cual, entre paréntesis, consiste en unas eczemas, naturalmente duras de curar, debido a que es diabética.
Lo maravilloso del caso, es que el tipo ese dice diagnosticar las enfermedades por la forma de la letra y el nombre de los pacientes, y mi mujer es tan simple que se lo cree, y no sólo se lo cree, sino que, además, me hace un drama para que le permita visitar a ese tremendo pillete, que vive en Villa Domínico, y no cobra la consulta, pero receta yuyitos que un cómplice suyo, en la herboristería de la esquina, vende a peso de oro.
Notero. -Realmente es divertido su problema.
Médico. -Usted comprende que uno no ha cursado los seis años de escuela primaria y otros seis de bachillerato, más otros siete de Universidad, para terminar fracturándole el cráneo a su legítima esposa. Es incompatible con la profesión; de manera que le agradecería profundísimamente se molestara en escribir una nota sobre este caso, demostrativo de que hasta las mujeres de los médicos tienen aserrín en el cerebro.
Notero. -Encantado, señor. Precisamente estaba rumiando un poco de bilis, de manera que usted quedará complacido, porque creo que me va a salir una nota chisposa de bronca.
Las necias se mueren por los charlatanes. Como las necias abundan, el problema del hombre inteligente es mucho más grave de lo que puede suponerse. Los charlatanes son los únicos individuos que acaparan la atención de las frívolas y mentecatas. El autor de estas líneas no sabe a qué anomalía atribuir semejante fenómeno. ¿Se debe a la mentalidad casi infantil de las damnificadas? ¿O a su poca facilidad para concentrarse en los temas serios?
Una mujer duda del marido, del novio, del hermano y del padre, pero tropieza en su camino con un desvergonzado locuaz, pirotecnia pura, gestos melodramáticos, apostura estudiada, teatralidad estilo novela de esa pavota llamada Delly, y padre, novio o marido, quedan anulados por el charlatán.
No hay nada que hacer. El charlatán ataca directamente la imagina-
un poco de salame a mediodía, donde los tomaba la hora, y luego marchaban, marchaban infatigablemente hasta el oscurecer, en que se recogían.
Después pasaron muchos meses. No volví a verlos, hasta que un año después apareció el viejo, pero tan ancianizado que parecía una momia. El hijo no lo acompañaba. Se había muerto de enfermedad larga. Todas las economías se fueron al diablo. Estaba tan enormemente triste, que de pronto le dijo a mi madre:
-Yo ya no boner esberanza en trabajo. Jugar lotería ahora. Mi no bolber a Turquía.
El turco es soñador por naturaleza. De allí que sea jugador. Y a ello se une su vida: una vida de trabajo que es desmoralizadora en su más alto grado, y para la cual se requieren una serie de fuerzas que pronto se acaban.
Y para dejar de trabajar de una vez, trabaja y juega. Trabaja para poder jugar. Se juega semana por semana, jugada por jugada, hasta el último centavo de ganancia que le ha quedado.
Y luego empieza otra vez. ¿No ha sido ahora? ¡Será mañana ¿Quién lo sabe? El azar de los números sólo Dios lo conoce...
Por eso juega. No es sólo la emoción, como en el jugador histérico, para quien el juego es un placer nervioso puramente, sino que para el turco es una posibilidad de enriquecimiento súbito. Cuando gane no jugará más, y esto es lo que lo diferencia del jugador criollo que, gane o pierda, se jugaría hasta el alma si se la acepta el quinielero o el banquero.
De allí que en las tardes de verano, cuando el sol raja la tierra, y los caballos adormecen a la sombra de los árboles, insensibles al sol y a las nubes de polvo, avanza el turco con su carga y su fatiga que le cubre de agua el semblante. No le importa. Aguanta y avanza, pensando en un número, en un número que le permita volver rico a esa Turquía que en mi imaginación infantil era una ciudad redonda, rodeada de agua azul, y con muchas iglesias doradas...


Arlt

martes, 23 de agosto de 2011

La interpretación de los sueños, según Fogwill

El relato de un sueño no siempre es el sueño. Es, antes que nada, el relato. Fogwill, el escritor que murió hace un año en el Hospital Italiano, escribía sus sueños. En un cuaderno, casi un año antes de que lo internaran, anotó uno de los últimos: “Sueño con hospitales..., Italiano, París y Quilmes”. En 2012 se publicarán esos cuadernos, con el título de La gran ventana de los sueños. Hoy, en estas páginas, se puede leer un fragmento del prólogo de ese libro y uno de los sueños.

Como Clarín anticipó a principios de mes, éste es uno de los tres libros inéditos que dejó el escritor. También se editarán una novela corta, La introducción, y Nuestro modo de vida, una novela de 1980, de la que apareció una copia escrita a máquina.
Los sueños fueron soñados por Fogwill desde los 12, 13 años. Hay sueños en los aparecen Franz Kafka, García Márquez y Tomás Eloy Martínez. Y uno en el que Fogwill camina con Cristina Fernández de Kirchner, porque Néstor había muerto. Pero Fogwill lo soñó dos meses antes de la muerte del ex Presidente.

La gran ventana de los sueños

Prólogo (Fragmento)
Había una vez que yo soñé algo y lo olvidé. Ese sueño y sus no imágenes me siguen hasta hoy, cuando han pasado casi treinta y nueve años. A eso se llama vivir, o haber vivido, pendiente de un olvido. Es natural ahora, cuando el olvido roe las neuronas, pero aún recuerdo que aquella vez, hace casi cuarenta años, soñé y olvidé y desde entonces pienso que el grueso de la memoria se compone de cosas negras hechas de puro olvido. La memoria está llena de olvido, llena de olvido, vacía de sí, llena de olvido, casi hecha de puro olvido. Uno mismo termina hecho de puro olvido. La idea era recordar los sueños. (...) Joven, pronto imaginé que bastaba tomarlos en serio y recordarlos al despertar y evocarlos un par de veces rato después de despertar, para fijarlos en la memoria. Por un tiempo. Parece que el sueño sucede en un espacio (¿será la mente, la conciencia, el interior..?) al que vendrían a caer los sueños siguientes para desplazarlos a otro lado. La nada oscura. A veces pienso, –y es como un sueño ese pensar–, que si realmente uno tomase con toda seriedad el propósito de recordar los sueños y se aplicase a ello y se esforzase, podría llegar a recordarlos a todos. Es decir, recordaría incluso a los que fueron olvidados. Al menos su nombre, “sueño del pato que habla”, “sueño del zapatito de la bailarina”, etc. Pero venimos hechos de una materia incapaz de esforzarse mucho y muy poco propensa a tomarse alguna cosa con seriedad. Por eso, si uno quisiera recordar los sueños, podría anotarlos al despertar y ejercitarse en aprender a despertar en el momento justo de haberlos soñado: abrir esa ventana. Alguien se estará preguntando porque este relato de una muestra de cosas soñadas se llama “la gran ventana de los sueños”. (...) Es cierto que me gustó usar la palabra “ventana” y después de elegirla veo que alude a una ventana rara, que no se abre a ninguna parte. Es decir, se abre al sueño: pura imagen y tiempo que no suceden en lugar alguno. Y que ahora, malamente, se reproducen sobre papel como simulando una obra.
Y tal vez sean una obra. Obra del sueño u obra del dueño, siempre será más original que cualquier intento de ficción. Cualquiera –y a mí me ha sucedido– puede volver a escribir o a reescribir la obra de otro, pero nadie podrá resoñar tus sueños ni soñar los suyos con tu propio estilo de soñar, o de escuchar tus sueños.
Sueños de retorno
Los sueños del retorno al colegio, a la infancia o a la universidad son frecuentes. No paso un año sin registrar alguna variante de este género. Me cuentan que lo mismo les ocurre a quienes tuvieron la experiencia del servicio militar obligatorio, y siempre, en sueños, vuelven a convocarlos una y otra vez.
Como ellos, no son sueños que evocan acontecimientos pasados. Ocurren en el presente y el que sueña es uno mismo que, en el presente, debe, por alguna razón debe repetir una experiencia pasada. En mi caso, las causas del retorno son escenas de sueños de terror administrativo: son el extravío de un certificado, o el descubrimiento de un trámite mal realizado los que me obligan a repetir un tramo de mi carrera.
Por ejemplo, en la ceremonia de entrega de diplomas en la universidad me anuncian que, antes de retirar el mío, debo cursar una materia del primer ciclo de la escuela secundaria. Por algo que no puede ser sino un error burocrático me han impuesto perder otro año de mi vida en una rutina casi infantil.
Los sueños de retorno tienen algo de pesadilla: padecer la injusticia bajo la forma de una inapelable justicia administrativa. Pero tienen también una parte de soberbia: las experiencias de ser adulto en un ámbito de niños y de asistir a clases con la certidumbre de saber siempre más que cualquier profesor. “Soberbia” es la expresión adecuada para describir la emoción que acompaña al saberse reconocido como mejor informado que la autoridad.
Tienen también un componente mágico: siempre la ventaja que enorgullece en el pasado procede de una propiedad o de una destreza adquirida en el futuro. En los sueños de retorno el que sueña ha madurado o envejecido mientras los otros personajes –generalmente los mismos camaradas de entonces– son idénticos a lo que fueron en el pasado.
Los sueños de retorno son, sin excepción, sueños sobre instituciones. Muchos sueños se escenifican en ámbitos naturales o artificiales creados ad hoc y cuyas autoridades, reglas y límites espaciales se ignoran y tampoco son pertinentes a la historia que se sueña o se vive en el sueño. Pero por lo que conozco de mis sueños y de otros sueños narrados, los de retorno siempre devuelven al que sueña a un espacio institucional, claramente pautado.
En los sueños, a los espacios naturales, estelares, marinos y andinos se llega. A los espacios institucionales se pertenece o se retorna.


http://www.revistaenie.clarin.com

sábado, 20 de agosto de 2011

Sviatoslav Richter: Schubert Sonata A major 1st mvt. 1/2

Una flor amarilla


 
Parece una broma, pero somos inmortales. Lo sé por la negativa, lo sé porque conozco al único mortal. Me contó su historia en un bistró de la rue Cambronne, tan borracho que no le costaba nada decir la verdad aunque el patrón y los viejos clientes del mostrador se rieran hasta que el vino se les salía por los ojos. A mí debió verme algún interés pintado en la cara, porque se me apiló firme y acabamos dándonos el lujo de la mesa en un rincón donde se podía beber y hablar en paz. Me contó que era jubilado de la municipalidad y que su mujer se había vuelto con sus padres por una temporada, un modo como otro cualquiera de admitir que lo había abandonado. Era un tipo nada viejo y nada ignorante, de cara reseca y ojos tuberculosos. Realmente bebía para olvidar, y lo proclamaba a partir del quinto vaso de tinto. No le sentí ese olor que es la firma de París pero que al parecer sólo olemos los extranjeros. Y tenía las uñas cuidadas, y nada de caspa.
Contó que en un autobús de la línea 95 había visto a un chico de unos trece años, y que al rato de mirarlo descubrió que el chico se parecía mucho a él, por lo menos se parecía al recuerdo que guardaba de sí mismo a esa edad. Poco a poco fue admitiendo que se le parecía en todo, la cara y las manos, el mechón cayéndole en la frente, los ojos muy separados, y más aun en la timidez, la forma en que se refugiaba en una revista de historietas, el gesto de echarse el pelo hacia atrás, la torpeza irremediable de los movimientos. Se le parecía de tal manera que casi le dio risa, pero cuando el chico bajó en la rue de Rennes, él bajó también y dejó plantado a un amigo que lo esperaba en Montparnasse. Buscó un pretexto para hablar con el chico, le preguntó por una calle y oyó ya sin sorpresa una voz que era su voz de la infancia. El chico iba hacia esa calle, caminaron tímidamente juntos unas cuadras. A esa altura una especie de revelación cayó sobre él. Nada estaba explicado pero era algo que podía prescindir de explicación, que se volvía borroso o estúpido cuando se pretendía—como ahora—explicarlo.
Resumiendo, se las arregló para conocer la casa del chico, y con el prestigio que le daba un pasado de instructor de boy scouts se abrió paso hasta esa fortaleza de fortalezas, un hogar francés. Encontró una miseria decorosa y una madre avejentada, un tío jubilado, dos gatos. Después no le costó demasiado que un hermano suyo le confiara a su hijo que andaba por los catorce años, y los dos chicos se hicieron amigos. Empezó a ir todas las semanas a casa de Luc; la madre lo recibía con café recocido, hablaban de la guerra, de la ocupación, también de Luc. Lo que había empezado como una revelación se organizaba geométricamente, iba tomando ese perfil demostrativo que a la gente le gusta llamar fatalidad. Incluso era posible formularlo con las palabras de todos los días: Luc era otra vez él, no había mortalidad, éramos todos inmortales.

—Todos inmortales, viejo. Fíjese, nadie había podido comprobarlo y me toca a mí, en un 95. Un pequeño error en el mecanismo, un pliegue del tiempo, un avatar simultáneo en vez de consecutivo, Luc hubiera tenido que nacer después de mi muerte, y en cambio... Sin contar la fabulosa casualidad de encontrármelo en el autobús. Creo que ya se lo dije, fue una especie de seguridad total, sin palabras. Era eso y se acabó. Pero después empezaron las dudas, por que en esos casos uno se trata de imbécil o toma tranquilizantes. Y junto con las dudas, matándolas una por una, las demostraciones de que no estaba equivocado, de que no había razón para dudar. Lo que le voy a decir es lo que más risa les da a esos imbéciles, cuando a veces se me ocurre contarles. Luc no solamente era yo otra vez, sino que iba a ser como yo, como este pobre infeliz que le habla. No había más que verlo jugar, verlo caerse siempre mal, torciéndose un pie o sacándose una clavícula, esos sentimientos a flor de piel, ese rubor que le subía a la cara apenas se le preguntaba cualquier cosa. La madre, en cambio, cómo les gusta hablar, cómo le cuentan a uno cualquier cosa aunque el chico esté ahí muriéndose de vergüenza, las intimidades más increíbles, las anécdotas del primer diente, los dibujos de los ocho años, las enfermedades... La buena señora no sospechaba nada, claro, y el tío jugaba conmigo al ajedrez, yo era como de la familia, hasta les adelanté dinero para llegar a un fin de mes. No me costó ningún trabajo conocer el pasado de Luc, bastaba intercalar preguntas entre los temas que interesaban a los viejos: el reumatismo del tío, las maldades de la portera, la política. Así fui conociendo la infancia de Luc entre jaques al rey y reflexiones sobre el precio de la carne, y así la demostración se fue cumpliendo infalible. Pero entiéndame, mientras pedimos otra copa: Luc era yo, lo que yo había sido de niño, pero no se lo imagine como un calco. Más bien una figura análoga, comprende, es decir que a los siete años yo me había dislocado una muñeca y Luc la clavícula, y a los nueve habíamos tenido respectivamente el sarampión y la escarlatina, y además la historia intervenía, viejo, a mí el sarampión me había durado quince días mientras que a Luc lo habían curado en cuatro, los progresos de la medicina y cosas por el estilo. Todo era análogo y por eso, para ponerle un ejemplo al caso, bien podría suceder que el panadero de la esquina fuese un avatar de Napoleón, y él no lo sabe porque el orden no se ha alterado, porque no podrá encontrar se nunca con la verdad en un autobús; pero si de alguna manera llegara a darse cuenta de esa verdad, podría comprender que ha repetido y que está repitiendo a Napoleón, que pasar de lavaplatos a dueño de una buena panadería en Montparnasse es la misma figura que saltar de Córcega al trono de Francia, y que escarbando despacio en la historia de su vida encontraría los momentos que corresponden a la campaña de Egipto, al consulado y a Austerlitz, y hasta se daría cuenta de que algo le va a pasar con su panadería dentro de unos años, y que acabará en una Santa Helena que a lo mejor es una piecita en un sexto piso, pero también vencido, también rodeado por el agua de la soledad, también orgulloso de su panadería que fue como un vuelo de águilas. Usted se da cuenta, ¿no?.

Yo me daba cuenta, pero opiné que en la infancia todos tenemos enfermedades típicas a plazo fijo, y que casi todos nos rompemos alguna cosa jugando al fútbol.

—Ya sé, no le he hablado más que de las coincidencias visibles. Por ejemplo, que Luc se pareciera a mí no tenía importancia, aunque sí la tuvo para la revelación en el autobús. Lo verdaderamente importante eran las secuencias, y eso es difícil de explicar porque tocan al carácter, a recuerdos imprecisos, a fábulas de la infancia. En ese tiempo, quiero decir cuando tenía la edad de Luc, yo había pasado por una época amarga que empezó con una enfermedad interminable, después en plena convalecencia me fui a jugar con los amigos y me rompí un brazo, y apenas había salido de eso me enamoré de la hermana de un condiscípulo y sufrí como se sufre cuando se es incapaz de mirar en los ojos a una chica que se está burlando de uno. Luc se enfermó también, apenas convaleciente lo invitaron al circo y al bajar de las graderías resbaló y se dislocó un tobillo. Poco después su madre lo sorprendió una tarde llorando al lado de la ventana, con un pañuelito azul estrujado en la mano, un pañuelo que no era de la casa.

Como alguien tiene que hacer de contradictor en esta vida, dije que los amores infantiles son el complemento inevitable de los machucones y las pleuresías. Pero admití que lo del avión ya era otra cosa. Un avión con hélice a resorte, que él había traído para su cumpleaños.

—Cuando se lo di me acordé una vez más del Meccano que mi madre me había regalado a los catorce años, y de lo que me pasó. Pasó que estaba en el jardín, a pesar de que se venía una tormenta de verano y se oían ya los truenos, y me había puesto a armar una grúa sobre la mesa de la glorieta, cerca de la puerta de calle. Alguien me llamó desde la casa, y tuve que entrar un minuto. Cuando volví, la caja del Meccano había desaparecido y la puerta estaba abierta. Gritando desesperado corrí a la calle donde ya no se veía a nadie, y en ese mismo instante cayó un rayo en el chalet de enfrente. Todo eso ocurrió como en un solo acto, y yo lo estaba recordando mientras le daba el avión a Luc y él se quedaba mirándolo con la misma felicidad con que yo había mirado mi Meccano. La madre vino a traerme una taza de café, y cambiábamos las frases de siempre cuando oímos un grito. Luc había corrido a la ventana como si quisiera tirarse al vacío. Tenía la cara blanca y los ojos llenos de lágrimas, alcanzó a balbucear que el avión se había desviado en su vuelo, pasando exactamente por el hueco de la ventana entreabierta. «No se lo ve más, no se lo ve más», repetía llorando. Oímos gritar más abajo, el tío entró corriendo para anunciar que había un incendio en la casa de enfrente. ¿Comprende, ahora? Sí, mejor nos tomamos otra copa.

Después, como yo me callaba, el hombre dijo que había empezado a pensar solamente en Luc, en la suerte de Luc. Su madre lo destinaba a una escuela de artes y oficios, para que modestamente se abriera lo que ella llamaba su camino en la vida, pero ese camino ya estaba abierto y solamente él, que no hubiera podido hablar sin que lo tomaran por loco y lo separaran para siempre de Luc, podía decirle a la madre y al tío que todo era inútil, que cualquier cosa que hicieran el resultado sería el mismo, la humillación, la rutina lamentable, los años monótonos, los fracasos que van royendo la ropa y el alma, el refugio en una soledad resentida, en un bistró de barrio. Pero lo peor de todo no era el destino de Luc; lo peor era que Luc moriría a su vez y otro hombre repetiría la figura de Luc y su propia figura, hasta morir para que otro hombre entrara a su vez en la rueda. Luc ya casi no le importaba; de noche, su insomnio se proyectaba más allá hasta otro Luc, hasta otros que se llamarían Robert o Claude o Michel, una teoría al infinito de pobres diablos repitiendo la figura sin saberlo, convencidos de su libertad y su albedrío. El hombre tenía el vino triste, no había nada que hacerle.

—Ahora se ríen de mí cuando les digo que Luc murió unos meses después, son demasiado estúpidos para entender que... Sí, no se ponga usted también a mirarme con esos ojos. Murió unos meses después, empezó por una especie de bronquitis, así como a esa misma edad yo había tenido una infección hepática. A mí me internaron en el hospital, pero la madre de Luc se empeñó en cuidarlo en casa, y yo iba casi todos los días, y a veces llevaba a mi sobrino para que jugara con Luc. Había tanta miseria en esa casa que mis visitas eran un consuelo en todo sentido, la compañía para Luc, el paquete de arenques o el pastel de damascos. Se acostumbraron a que yo me encargara de comprar los medicamentos, después que les hablé de una farmacia donde me hacían un descuento especial. Terminaron por admitirme como enfermero de Luc, y ya se imagina que en una casa como ésa, donde el médico entra y sale sin mayor interés, nadie se fija mucho si los síntomas finales coinciden del todo con el primer diagnóstico... ¿Por qué me mira así? ¿He dicho algo que no esté bien?

No, no había dicho nada que no estuviera bien, sobre todo a esa altura del vino. Muy al contrario, a menos de imaginar algo horrible la muerte del pobre Luc venía a demostrar que cualquiera dado a la imaginación puede empezar un fantaseo en un autobús 95 y terminarlo al lado de la cama donde se está muriendo calladamente un niño. Para tranquilizarlo, se lo dije. Se quedó mirando un rato el aire antes de volver a hablar.
—Bueno, como quiera. La verdad es que en esas semanas después del entierro sentí por primera vez algo que podía parecerse a la felicidad. Todavía iba cada tanto a visitar a la madre de Luc, le llevaba un paquete de bizcochos, pero poco me importaba ya de ella o de la casa, estaba como anegado por la certidumbre maravillosa de ser el primer mortal, de sentir que mi vida se seguía desgastando día tras día, vino tras vino, y que al final se acabaría en cualquier parte y a cualquier hora, repitiendo hasta lo último el destino de algún desconocido muerto vaya a saber dónde y cuándo, pero yo sí que estaría muerto de verdad, sin un Luc que entrara en la rueda para repetir estúpidamente una estúpida vida. Comprenda esa plenitud, viejo, envídieme tanta felicidad mientras duró.

Porque, al parecer, no había durado. El bistró y el vino barato lo probaban, y esos ojos donde brillaba una fiebre que no era del cuerpo. Y sin embargo había vivido algunos meses saboreando cada momento de su mediocridad cotidiana, de su fracaso conyugal, de su ruina a los cincuenta años, seguro de su mortalidad inalienable. Una tarde, cruzando el Luxemburgo, vio una flor.
—Estaba al borde de un cantero, una flor amarilla cualquiera. Me había detenido a encender un cigarrillo y me distraje mirándola. Fue un poco como si también la flor me mirara, esos contactos, a veces... Usted sabe, cualquiera los siente, eso que llaman la belleza. Justamente eso, la flor era bella, era una lindísima flor. Y yo estaba condenado, yo me iba a morir un día para siempre. La flor era hermosa, siempre habría flores para los hombres futuros. De golpe comprendí la nada, eso que había creído la paz, el término de la cadena. Yo me iba a morir y Luc ya estaba muerto, no habría nunca más una flor para alguien como nosotros, no habría nada, no habría absolutamente nada, y la nada era eso, que no hubiera nunca más una flor. El fósforo encendido me abrasó los dedos. En la plaza salté a un autobús que iba a cualquier lado y me puse absurdamente a mirar, a mirar todo lo que se veía en la calle y todo lo que había en el autobús. Cuando llegamos al término mino, bajé y subí a otro autobús que llevaba a los suburbios. Toda la tarde, hasta entrada la noche, subí y bajé de los autobuses pensando en la flor y en Luc, buscando entre los pasajeros a alguien que se pareciera a Luc, a alguien que se pareciera a mí o a Luc, a alguien que pudiera ser yo otra vez, a alguien a quien mirar sabiendo que era yo, y luego dejarlo irse sin decirle nada, casi protegiéndolo para que siguiera por su pobre vida estúpida, su imbécil vida fracasada hacia otra imbécil vida fracasada hacia otra imbécil vida fracasada hacia otra...
Pagué.

"Final del Juego" - 1956.
Cortázar

lunes, 15 de agosto de 2011

Cuando me puse a pensar


Cuando me puse a pensar
La razón me dio a elegir
Entre ser quien soy, o ir
El ser ajeno a emprestar,

Mas me dije: si el copiar
Fuera ley, no nacería
Hombre alguno, pues haría
Lo que antes de él se ha hecho:
Y dije, llamando al pecho,
¡Sé quien eres, alma mía!?


José Martí

domingo, 14 de agosto de 2011

LAS MEDIAS DE LOS FLAMENCOS





Cierta vez las víboras dieron un gran baile. Invitaron a las ranas y a los sapos, a los flamencos y a los yacarés, y a los pescados. Los pescados, como no caminan, no pudieron bailar; pero siendo el baile a la orilla del río los pescados estaban asomados a la arena, y aplaudían con la cola.
Los yacarés, para adornarse bien, se habían puesto en el pescuezo un collar de bananas, y fumaban cigarrillos paraguayos. Los sapos se habían pegado escamas de pescado en todo el cuerpo; y caminaban meneándose, como si nadaran. Y cada vez que pasaban muy serios por la orilla del río, los pescados les gritaban haciéndoles burla.
Las ranas se habían perfumado todo el cuerpo, y caminaban en dos pies. Además, cada una llevaba colgada como un farolito una luciérnaga que se balanceaba.
Pero las que estaban hermosísimas eran las víboras. Todas, sin excepción, estaban vestidas con traje de bailarina, del mismo color de cada víbora. Las víboras coloradas levaban una pollerita de tul colorado; las verdes, una de tul verde; las amarillas, otra de tul amarillo; y las yararás, una pollerita de tul gris pintada con rayas de polvo de ladrillo y ceniza, porque así es el color de las yararás.
Y las más espléndidas de todas eran las víboras de coral que estaban vestidas con larguísimas gasas rojas, blancas y negras, y bailaban como serpentinas. Cuando las víboras danzaban y daban vueltas apoyadas en la punta de la cola, todos los invitados aplaudían como locos.
Sólo los flamencos, que entonces tenían las patas blancas, y tienen ahora como antes la nariz muy gruesa y torcida, sólo los flamencos estaban tristes, porque como tienen muy poca inteligencia, no habían sabido como adornarse. Envidiaban el traje de todos, y sobre todo el de las víboras de coral. Cada vez que una víbora pasaba por delante de ellos, coqueteando y haciendo ondular las gasas de serpentinas, los flamencos se morían de envidia.
Un flamenco dijo entonces:
-Yo sé lo que vamos a hacer. Vamos a ponernos medias coloradas, blancas y negras, y las víboras de coral se van a enamorar de nosotros.
Y levantando todos juntos el vuelo, cruzaron el río y fueron a golpear en un almacén del pueblo.
-¡Tan-tan!-pegaron con las patas.
-¿Quién es?-respondió el almacenero.
-Somos los flamencos. ¿Tienes medias coloradas, blancas y negras?
-No, no hay-contestó el almacenero-. ¿Están locos? En ninguna parte va a encontrar medias así.
Los flamencos fueron entonces a otro almacén.
-¡Tan-tan! ¿Tienes medias coloradas, blancas y negras?
El almacenero contestó:
-¿Cómo dice? ¿Coloradas, blancas y negras? No hay medias así en ninguna parte. Ustedes están locos. ¿Quienes son?
-Somos los flamencos-respondieron ellos.
Y el hombre dijo:
-Entonces son con seguridad flamencos locos.
Fueron a otro almacén.
-¡Tan-tan! ¿Tiene medias coloradas, blancas y negras?
El almacenero gritó:
-¿De qué color? ¿Coloradas, blancas y negras? Solamente a pájaros narigudos como ustedes se les ocurre pedir medias así. ¡Váyanse en seguida!
Y el hombre los echó con la escoba.
Los flamencos recorrieron así todos los almacenes, y de todas partes los echaban por locos.
Entonces un tatú, que había ido a tomar agua al río, se quiso burlar de los flamencos y les dijo, haciéndoles un gran saludo:
-¡Buenas noches, señores flamencos! Yo sé lo que ustedes buscan. No van a encontrar medias así en ningún almacén. Tal vez haya en Buenos Aires, pero tendrán que pedirlas por encomienda postal. Mi cuñada, la lechuza, tiene medias así. Pídanselas, y ella les va a dar las medias coloradas, blancas y negras.
Los flamencos le dieron las gracias, y se fueron volando a la cueva de la lechuza. Y le dijeron:
-¡Buenas noches lechuza! Venimos a pedirte las medias coloradas, blancas y negras. Hoy es el gran baile de las víboras, y si nos ponemos esas medias, las víboras de coral se van a enamorar de nosotros.
-¡Con mucho gusto!-respondió la lechuza-. Esperen un segundo, y vuelvo en seguida.
Y echando a volar, dejó solos a los flamencos; y al rato volvió con las medias. Pero no eran medias, sino cueros de víboras de coral, lindísimos cueros recién sacados a las víboras que la lechuza había cazado.
-Aquí están las medias-les dijo la lechuza-. No se preocupen de nada, sino de una sola cosa: bailen toda la noche, bailen sin parar un momento, bailen de costado, de pico, de cabeza, como ustedes quieran; pero no paren un momento, porque en vez de bailar van entonces a llorar.
Pero los flamencos, como son tan tontos, no comprendían bien qué gran peligro había para ellos en eso, y locos de alegría se pusieron los cueros de las víboras de coral, como medias, metiendo las patas dentro de los cueros, que eran como tubos. Y muy contentos se fueron volando al baile.
Cuando vieron a los flamencos con sus hermosísimas medias, todos les tuvieron envidia. Las víboras querían bailar con ellos, únicamente, y como los flamencos no dejaban un instante de mover las patas, las víboras no podían ver bien de qué estaban hechas aquellas preciosas medias.
Pero poco a poco, sin embargo, las víboras comenzaron a desconfiar. Cuando los flamencos pasaban bailando al lado de ellas, se agachaban hasta el suelo para ver bien.
Las víboras de coral, sobre todo, estaban muy inquietas. No apartaban la vista de las medias, y se agachaban también tratando de tocar con la lengua las patas de los flamencos, porque la lengua de las víboras es como la mano de las personas. Pero los flamencos bailaban y bailaban sin cesar aunque estaban cansadísimos y ya no podían más.
Las víboras de coral, que conocieron esto, pidieron en seguida a las ranas sus farolitos, que eran bichitos de luz, y esperaron todas juntas a que los flamencos se cayeran de cansados.
Efectivamente, un minuto después, un flamenco, que ya no podía más, tropezó con el cigarro de un yacaré, se tambaleó y cayó de costado; En seguida las víboras de coral corrieron con sus farolitos, y alumbraron bien las patas del flamenco. Y vieron qué eran aquellas medias, y lanzaron un silbido que se oyó desde la otra orilla del Paraná.
-¡No son medias!-gritaron las víboras-. ¡Sabemos lo que es! ¡Nos han engañado! ¡Los flamencos han matado a nuestras hermanas y se han puesto sus cueros como medias! ¡Las medias que tienen son de víboras de coral!
Al oír esto, los flamencos, llenos de miedo porque estaban descubiertos, quisieron volar; pero estaban tan cansados que no pudieron levantar una sola pata. Entonces las víboras de coral se lanzaron sobre ellos, y enroscándose en sus patas les deshicieron a mordiscones las medias. Les arrancaron las medias a pedazos, enfurecidas, y les mordían también las patas, para que murieran.
Los flamencos, locos de dolor, saltaban de un lado para otro sin que las víboras de coral se desenroscaran de sus patas. Hasta que al fin, viendo que ya no quedaba un solo pedazo de media, las víboras los dejaron libres, cansadas y arreglándose las gasas de sus trajes de baile.
Además, las víboras de coral estaban seguras de que los flamencos iban a morir, porque la mitad, por lo menos, de las víboras de coral que los habían mordido, eran venenosas.
Pero los flamencos no murieron, corrieron a echarse al agua, sintiendo un grandísimo dolor. Gritaban de dolor, y sus patas, que eran blancas, estaban entonces coloradas por el veneno de las víboras. Pasaron días y días, y siempre sentían terrible ardor en las patas, y las tenían siempre de color de sangre, porque estaban envenenadas.

Hace de esto muchísimo tiempo. Y ahora todavía están los flamencos casi todo el día con sus patas coloradas metidas en el agua, tratando de calmar el ardor que sienten en ellas.
A veces se apartan de la orilla, y dan unos pasos por la tierra, para ver cómo se hallan. Pero los dolores del veneno vuelven en seguida, y corren a meterse en el agua. A veces el ardor que sienten es tan grande, que encogen una pata y quedan así horas enteras, porque no pueden estirarla.
Esta es la historia de los flamencos, que antes tenían las patas blancas y ahora las tienen coloradas. Todos los pescados saben por qué es, y se burlan de ellos. Pero los flamencos, mientras se curan en el agua, no pierden ocasión de vengarse, comiéndose a cuanto pescadito se acerca demasiado a burlarse de ellos.

Horacio Quiroga

martes, 9 de agosto de 2011

Yo soy un hombre sincero...

Yo soy un hombre sincero
De donde crece la palma,
Y antes de morirme quiero
Echar mis versos del alma.

Yo vengo de todas partes,
Y hacia todas partes voy:
Arte soy entre las artes,
En los montes, monte soy.

Yo sé los nombres extraños
De las yerbas y las flores,
Y de mortales engaños,
Y de sublimes dolores.

Yo he visto en la noche oscura
Llover sobre mi cabeza
Los rayos de lumbre pura
De la divina belleza.

Alas nacer vi en los hombros
De las mujeres hermosas:
Y salir de los escombros,
Volando las mariposas.

He visto vivir a un hombre
Con el puñal al costado,
Sin decir jamás el nombre
De aquella que lo ha matado.

Rápida, como un reflejo,
Dos veces vi el alma, dos:
Cuando murió el pobre viejo,
Cuando ella me dijo adiós.

Temblé una vez -en la reja,
A la entrada de la viña,-
Cuando la bárbara abeja
Picó en la frente a mi niña.

Gocé una vez, de tal suerte
Que gocé cual nunca: -cuando
La sentencia de mi muerte
Leyó el alcaide llorando.

Oigo un suspiro, a través
De las tierras y la mar,
Y no es un suspiro, -es
Que mi hijo va a despertar.

Si dicen que del joyero
Tome la joya mejor,
Tomo a un amigo sincero
Y pongo a un lado el amor.

Yo he visto al águila herida
Volar al azul sereno,
Y morir en su guarida
La víbora del veneno.

Yo sé bien que cuando el mundo
Cede, lívido, al descanso,
Sobre el silencio profundo
Murmura el arroyo manso.

Yo he puesto la mano osada,
De horror y júbilo yerta,
Sobre la estrella apagada
Que cayó frente a mi puerta.

Oculto en mi pecho bravo
La pena que me lo hiere:
El hijo de un pueblo esclavo
Vive por él, calla y muere.

Todo es hermoso y constante,
Todo es música y razón,
Y todo, como el diamante,
Antes que luz es carbón.

Yo sé que el necio se entierra
Con gran lujo y con gran llanto.
Y que no hay fruta en la tierra
Como la del camposanto.

Callo, y entiendo, y me quito
La pompa del rimador:
Cuelgo de un árbol marchito
Mi muceta de doctor.

José Martí

lunes, 8 de agosto de 2011

Mirando por la ventana

Había una vez un niño que cayó muy enfermo. Tenía que estar todo el día en la cama sin poder moverse. Como además los niños no podían acercarse, sufría mucho por ello, y empezó a dejar pasar los días triste y decaido, mirando el cielo a través de la ventana.
Pasó algún tiempo, cada vez más desanimado, hasta que un día vio una extraña sombra en la ventana: era un pingüino comiendo un bocata de chorizo, que entró a la habitación, le dio las buenas tardes, y se fue. El niño quedó muy extrañado, y aún no sabía qué habría sido aquello, cuando vio aparecer por la misma ventana un mono en pañales inflando un globo. Al principio el niño se preguntaba qué sería aquello, pero al poco, mientras seguían apareciendo personajes locos por aquella extraña ventana, ya no podía dejar de reír, al ver un cerdo tocando la pandereta, un elefante saltando en cama elástica, o un perro con gafas que sólo hablaba de política ...
Aunque por si no le creían no se lo contó a nadie, aquellos personajes teminaron alegrando el espíritu y el cuerpo del niño, y en muy poco tiempo este mejoró notablemente y pudo volver al colegio.
Allí pudo hablar con todos sus amigos, contándoles las cosas tan raras que había visto. Entonces, mientras hablaba con su mejor amigo, vio asomar algo extraño en su mochila. Le preguntó qué era, y tanto le insistió, que finalmente pudo ver el contenido de la mochila:

¡¡allí estaban todos los disfraces que había utilizado su buen amigo para intentar alegrarle!!

Y desde entonces, nuestro niño nunca deja que nadie esté solo y sin sonreir un rato.


Autor.. Pedro Pablo Sacristán

domingo, 7 de agosto de 2011

La princesa de fuego

Hubo una vez una princesa increíblemente rica, bella y sabia. Cansada de pretendientes falsos que se acercaban a ella para conseguir sus riquezas, hizo publicar que se casaría con quien le llevase el regalo más valioso, tierno y sincero a la vez. El palacio se llenó de flores y regalos de todos los tipos y colores, de cartas de amor incomparables y de poetas enamorados. Y entre todos aquellos regalos magníficos, descubrió una piedra; una simple y sucia piedra. Intrigada, hizo llamar a quien se la había regalado. A pesar de su curiosidad, mostró estar muy ofendida cuando apareció el joven, y este se explicó diciendo:

- Esa piedra representa lo más valioso que os puedo regalar, princesa: es mi corazón. Y también es sincera, porque aún no es vuestro y es duro como una piedra. Sólo cuando se llene de amor se ablandará y será más tierno que ningún otro.

El joven se marchó tranquilamente, dejando a la princesa sorprendida y atrapada. Quedó tan enamorada que llevaba consigo la piedra a todas partes, y durante meses llenó al joven de regalos y atenciones, pero su corazón seguía siendo duro como la piedra en sus manos. Desanimada, terminó por arrojar la piedra al fuego; al momento vio cómo se deshacía la arena, y de aquella piedra tosca surgía una bella figura de oro. Entonces comprendió que ella misma tendría que ser como el fuego, y transformar cuanto tocaba separando lo inútil de lo importante.

Durante los meses siguientes, la princesa se propuso cambiar en el reino, y como con la piedra, dedicó su vida, su sabiduría y sus riquezas a separar lo inútil de lo importante. Acabó con el lujo, las joyas y los excesos, y las gentes del país tuvieron comida y libros. Cuantos trataban con la princesa salían encantados por su carácter y cercanía, y su sola prensencia transmitía tal calor humano y pasión por cuanto hacía, que comenzaron a llamarla cariñosamente "La princesa de fuego".
Y como con la piedra, su fuego deshizo la dura corteza del corazón del joven, que tal y como había prometido, resultó ser tan tierno y justo que hizo feliz a la princesa hasta el fin de sus días


Autor.. Pedro Pablo Sacristán

viernes, 5 de agosto de 2011

Dave Hole - Short Fuse Blues.

Elevación

Por encima de estanques, por encima de valles,
De montañas y bosques, de mares y de nubes,
Más allá de los soles, más allá de los éteres,
Más allá del confín de estrelladas esferas,

Te desplazas, mi espíritu, con toda agilidad
Y como un nadador que se extasía en las olas,
Alegremente surcas la inmensidad profunda
Con voluptuosidad indecible y viril.

Escápate muy lejos de estos mórbidos miasmas,
Sube a purificarte al aire superior
Y apura, como un noble y divino licor,
La luz clara que inunda los límpidos espacios.

Detrás de los hastíos y los hondos pesares
Que abruman con su peso la neblinosa vida,
¡Feliz aquel que puede con brioso aleteo
Lanzarse hacia los campos luminosos y calmos!

Aquel cuyas ideas, cual si fueran alondras,
Levantan hacia el cielo matutino su vuelo
-¡Que planea sobre todo, y sabe sin esfuerzo,
La lengua de las flores y de las cosas mudas!

Charles Baudelaire

martes, 2 de agosto de 2011

La cultura

Hace años, un ministro nazi, cuyo nombre no vamos a escribir, dijo que oía la palabra cultura y se echaba mano al cinto. En el cinto llevaba un revolver de matar, seguramente usado más de una vez. Usado para matar, claro.

La cultura no tiene buena prensa. Es verdad que ya no se mata a quien lleva un proyecto cultural bajo el brazo, ahora se le desprecia o, simplemente, se le ignora, que es más eficaz y más “limpio”.

La cultura le interesa a nuestra sociedad menos de un uno por ciento, que es lo que las administraciones públicas suelen destinar a esta partida cuando elaboran sus presupuestos. No valen las reivindicaciones grandilocuentes, las ampulosas declaraciones para quedar bien un día en un titular de un periódico: lo importante es medir el día a día, la aplicación de criterios a la hora de gobernar o de elegir a nuestros gobernantes, porque ¿alguien mira qué proyectos culturales presentan los distintos partidos para aumentar la calidad de vida de los ciudadanos?

Cultura no es un enunciado vacío de contenido. No es solo libros o pintura, no es música ni buena arquitectura, cultura es una forma de estar en el mundo, de mirar y de ver. Una persona culta sabe quien es, se respeta y respeta a los otros. Sin embargo la cultura no es un objetivo, quizá porque el objetivo sea que la sociedad esté poblada por personas ciegas. Por eso hay valores que no forman parte de la vida pública ¿cuánto pesa en el voto de cada uno el respeto por lo que somos? ¿Y nuestra memoria? ¿Y nuestro idioma y su valor para comunicar ideas y sentimientos? ¿Cuánto mide el conocimiento del otro, la indagación de sus particularidades para asumirlo como semejante? ¿Cuánto, a la hora de votar, o de pedir el voto, pesan las bibliotecas, que son hospitales del espíritu, los teatros, para decir, oír, interpretar y así sentirnos miembros de una comunidad? No parece que estas interrogantes sean tenidas en cuanta y sin embargo, son importantes.

La cultura nos da satisfacciones porque nos hace reconocernos los unos a los otros con nuestras diferencias y nuestros respectivos bagajes, nos eleva sobre del encefalograma plano que parece definir nuestro tiempo, tiempo que pudiendo ser de mucho y de muchos va siendo embrutecido y narcotizado hasta que quienes lo habiten no consigan expresar ideas, porque sólo tendremos eslóganes publicitarios para irnos gobernando.

Por estas y otras muchas reflexiones, que se escapan a la rapidez de un escrito urgente, la cultura es necesaria. Y la labor de las entidades que se aplican a ensanchar el mundo cultural, también.

La Librería Caligrama es un ejemplo de qué hacer cívico. Si vender libros es una noble tarea, convertirse en un foco de divulgación cultural es toda una épica. Quizá las librerías como Caligrama sean las universidades de nuestra época. No otorgan titulación alguna pero habilitan, con su actividad y sus propuestas, para vivir la vida. Que es lo importante.

José Saramago