jueves, 30 de octubre de 2014

domingo, 26 de octubre de 2014

El árbol de los problemas

  
El carpintero que había contratado para ayudarme a reparar una vieja granja, acababa de finalizar un duro primer día de trabajo. Su cortadora eléctrica se daño y lo hizo perder una hora de trabajo y ahora su antiguo camión se niega a arrancar.

Mientras lo llevaba a casa, se sentó en silencio. Una vez que llegamos, me invito a conocer a su familia. Mientras nos dirigíamos a la puerta, se detuvo brevemente frente a un pequeño árbol, tocando las puntas de las ramas con ambas manos. Cuando se abrió la puerta, ocurrió una sorprendente transformación. Su bronceada cara estaba plena de sonrisas; abrazo a sus dos pequeños hijos y le dio un beso a su esposa.
Posteriormente me acompaño hasta el carro. Cuando pasamos cerca del árbol, sentí curiosidad y le pregunte acerca de lo que lo había visto hacer un rato antes. ‘Oh, ese es mi árbol de problemas’, contesto. Se que yo no puedo evitar tener problemas en el trabajo, pero una cosa es segura, los problemas no pertenecen a la casa, ni a mi esposa, ni a mis hijos. Así que simplemente los cuelgo en el árbol cada noche cuando llego a casa. Luego en la mañana los recojo otra vez.

Lo divertido es, dijo sonriendo, que cuando salgo en la mañana a recogerlos, no hay tantos como los que recuerdo haber colgado la noche anterior.



lunes, 20 de octubre de 2014

¿Por qué gritamos?


Un día preguntó un sabio a sus amigos lo siguiente:

¿Por qué la gente se grita cuando están enojados? Los hombres pensaron unos momentos:

Porque perdemos la calma – dijo uno – por eso gritamos.
- Pero ¿por qué gritar cuando la otra persona está a tu lado?, preguntó el sabio.
¿No es posible hablarle en voz baja? ¿Por qué gritas a una persona cuando estás enojado?
Los hombres dieron algunas otras respuestas pero ninguna de ellas satisfacía al sabio.

Finalmente él explicó:
Cuando dos personas están enojadas, sus corazones se alejan mucho. Para cubrir esa distancia deben gritar, para poder escucharse. Mientras más enojados estén, más fuerte tendrán que gritar para escucharse uno a otro a través de esa gran distancia.

Luego el sabio preguntó:- ¿Qué sucede cuando dos personas se enamoran? Ellos no se gritan sino que se hablan suavemente, ¿por qué? Sus corazones están muy cerca. La distancia entre ellos es muy pequeña.
El sabio continuó

Cuando se enamoran más aún, ¿qué sucede? No hablan, sólo susurran y se vuelven aun más cerca en su amor. Finalmente no necesitan siquiera susurrar, sólo se miran y eso es todo. Así es cuan cerca están dos personas cuando se aman.

Luego el sabio dijo:
Cuando discutan no dejen que sus corazones se alejen, no digan palabras que los distancien más, llegará un día en que la distancia sea tanta que no encontrarán más el camino de regreso.



sábado, 18 de octubre de 2014

Fuenteovejuna

Funciones motivacionales


La relación entre emoción y motivación es íntima, ya que se trata de una experiencia presente en cualquier tipo de actividad que posee las dos principales características de la conducta motivada, dirección e intensidad. La emoción energiza la conducta motivada. 
Una conducta "cargada" emocionalmente se realiza de forma más vigorosa. La emoción tiene la función adaptativa de facilitar la ejecución eficaz de la conducta necesaria en cada exigencia. Así, la cólera facilita las reacciones defensivas, la alegría la atracción interpersonal, la sorpresa la atención ante estímulos novedosos, etc. Por otro, dirige la conducta, en el sentido que facilita el acercamiento o la evitación del objetivo de la conducta motivada en función de las características 
alguedónicas de la emoción. 
La función motivacional de la emoción sería congruente con lo que hemos comentado anteriormente, de la existencia de las dos dimensiones principales de la emoción: dimensión de agrado-desagrado e intensidad de la reacción afectiva. 
La relación entre motivación y emoción no se limitan al hecho de que en toda conducta motivada se producen reacciones emocionales, sino que una emoción puede determinar la aparición de la propia conducta motivada, dirigirla hacia determinado objetivo y hacer que se ejecute con intensidad. Podemos decir que toda conducta motivada produce una reacción emocional y a su vez la emoción facilita la aparición de unas conductas motivadas y no otras. 

Mariano Chóliz (2005): Psicología de la emoción: el proceso emocional 
www.uv.es/=choliz 

martes, 14 de octubre de 2014

ALTA NOCHE




De vértices quemados
de subsueño de cauces de preausencia de huracanados rostros que trasmigran
de complejos de niebla de gris sangre
de soterráneas ráfagas de ratas de trasfiebre invadida
con su animal doliente cabellera de líbido
su satélite angora
y sus ramos de sombras y su aliento que entrecorre las algas del pulso de lo inmóvil
desde otra arena oscura y otro ahora en los huesos
mientras las piedras comen su moho de anestesia y los dedos se apagan y arrojan su ceniza
desde otra orilla prófuga y otras costas refluye a otro silencio
a otras huecas arterias
a otra grisura
refluye
y se desqueja.

Oliverio Girondo 

lunes, 13 de octubre de 2014

El perfil del mástil



Uno de los aspectos que más nos puede hacer dudar al comprar una guitarra —o construirla, en caso de que la queramos de encargo—, es el perfil del mástil. Nos encontramos con un buen puñado de nomenclaturas: perfil en C, C moderno, en V, V de los 50 y así un buen número de opciones. Y si no son pocos ya los problemas que tenemos para elegir escala, tipo de pastillas y un largo etcétera, solo nos faltaba esto. La primera pregunta que nos asalta es ¿por qué hay tantos y cual es su razón de ser?

La respuesta es que a lo largo de los años los fabricantes de guitarras han tenido, entre otros, a profesionales probando sus instrumentos, y muchos de ellos han propuesto sugerencias que se adaptasen a su propia morfología, para terminar incorporando estos cambios a la línea de producción. Además, la forma de tocar la guitarra ha ido cambiando a lo largo de la historia, y los constructores han tratado de adaptarse a estos cambios, dando lugar entre otras cosas a perfiles cada vez más delgados y diapasones más planos.
Algunos de estos perfiles, como los que usaba Stevie Ray Vaughan o Eddie Van Halen en sus Wolfgang, son los llamados asimétricos, pues su radio es distinto en ambos lados desde el centro del mástil —entre otras cosas, para facilitar el uso del pulgar en las cuerdas graves del mástil, una posición conocida como "a lo Hendrix", aunque algunos guitarristas lo usaran antes del genio zurdo—.

Curiosamente no se puede recomendar a la ligera qué tipo de perfil nos conviene; es una cuestión puramente personal. Si tenemos una mano muy pequeña quizá podemos sentir cierta incomodidad con perfiles tipo "bate de baseball", o por el contrario, si tenemos la mano grande quizá sintamos molestias con un perfil muy delgado. También hemos de ver a qué dedicamos mas tiempo: ¿hacemos acordes o tocamos legatos infernales hasta echar humo por el diapasón? No existe ningún tipo de regla para esto.
Normalmente, nuestro rechazo por ciertos perfiles resulta simplemente por la falta de costumbre; de hecho, muy posiblemente esa falta de costumbre nos prive del disfrute de alguna guitarra maravillosa que hemos desechado demasiado pronto, al no sentirnos cómodos al instante. De la misma forma, la comodidad que resulta al primer contacto con ciertas guitarras puede ser algo engañoso, y cuando llevamos un par de horas podemos hasta sentir fatiga en la mano —incluso derivar a problemas de tendinitis, con el tiempo—. De hecho una de las formas de comprobar que hemos encontrado nuestro perfil o perfiles —podemos sentirnos cómodos con varios de ellos—, es porque no sentimos ningún dolor tras horas de tocar con él.

Por último, tened en cuenta que las nomenclaturas varían de un fabricante a otro —las fotos mostradas son de Musikraft— y los fabricantes de guitarras acústicas tienen sus propias medidas y nombres.




viernes, 10 de octubre de 2014

El ojo de la patria (fragmento) - Parte 2



Pensó en lo que diría su padre si pudiera verlo. Recordaba una pesadilla que había tenido en la cárcel de Alemania: se perdía en un bosque y corría a tontas y a locas hasta que caía en un pozo lleno de arañas y murciélagos. Gritaba aterrorizado llamando a su padre que pagaba las cuentas de la vida en una ventanilla donde hacían cola decenas de hombres y mujeres sin cara. Entonces el padre se acercaba y le ponía la mano sobre la cabeza. Todavía sentía la dulzura de la mano. 
Casi no conoció a su padre pero lo imaginaba por la foto en blanco y negro que su madre le había dejado en la pieza. Muchas veces se preguntaba cómo había sido aquel hombre cuando tenía su edad y llegó a la conclusión de que pasó sin contar para nadie, sin dejar huellas en el camino. En la foto aparecía como de treinta y cinco años, bien afeitado, con una corbata de nudo intemporal, peinado de época antes de que se llevara el corte de los yuppies. Era un hombre que no llamaba la atención. Tal vez se conformaba con tener al día los expedientes de Vialidad y llevar el sueldo a casa. Pero, ¿con qué soñaba? ¿Deseaba a otra mujer? ¿Tenía enemigos? ¿De qué cuadro era? Durante los años en Buenos Aires Carré sintió la vida como un espacio vacío. Tenía algún conocido pero no amigos de verdad. Le enseñaron a amar confusamente a la patria, pero nunca soñó con representarla en un país lejano. Pronto asumió su infortunio con las mujeres y de tanto en tanto iba a buscar consuelo en los alrededores de Constitución. A veces sospechaba que también su padre había acudido a esos hoteles baratos para olvidarse de algo. ¿Pero de qué? No estaba seguro de que lo hubiera hecho feliz ver a su hijo trabajando de espía en París. Aunque sin duda las medallas lo colmarían de orgullo si hubiera podido verlas.
Miró a su alrededor y no vio más que al cura y los falsos deudos que se persignaban frente a la tumba. La rubia recogió con elegancia el vestido que le llegaba a los tobillos y abrió la marcha por el sendero de lajas. Tenía los tobillos bien formados y un gran agujero en la media derecha. El hombre alto fue tras ella y la cubrió con el paraguas mientras el cura aplastaba el chicle sobre una tumba vecina. Carré recogió el sombrero, lo limpió con la manga del sobretodo y lo que vio entonces no iba a olvidarlo jamás. El cura volvió sobre sus pasos, se arremangó la sotana y a favor del viento y la nevisca se puso a mear muy orondo sobre la tumba recién cerrada. Carré se mordió el puño, ciego de furia, y trató de grabarse los rasgos del meador solitario. ¿No lo había cruzado antes en el Refugio o en la fugacidad de una cita clandestina? ¿O se parecía a uno de los tantos desconocidos que le pasaban mensajes para otros desconocidos? Lo vio partir tosiendo, rascándose la cabeza por debajo de la gorra, y alcanzó a registrar que el pelo era negro y lo llevaba bien cortado.
Salió del escondite arrastrando la pierna agarrotada por las várices. Apretaba en el bolsillo el libro de la Princesa Rusa y no pudo contener un gesto de asombro. Su nombre completo estaba grabado en la cruz, como si fuese el de un tipo cualquiera, de esos que tienen familia y un domicilio conocido. Sacudido por la sorpresa, sólo atinó a quitarse respetuosamente el sombrero y a levantar la corona caída en el barro.

No prestaba atención a las voces que cantaban los versos de Morrison. Pensó en arrancar la cruz que delataba su identidad pero comprendió que sería inútil ya que el mensaje estaba dirigido a la red y a nadie más le importaba su existencia. Pero, ¿por qué El Pampero había decidido matarlo así? ¿Por qué no lo habían liquidado de verdad como hacían los ingleses que empujaban a los suyos bajo las ruedas del subte, o los alemanes que aparecían flotando en el Sena después de una noche de juerga? ¿Lo consideraban tan insignificante que ni siquiera merecía que le dispararan una bala en la nuca? Acomodó la corona y se dijo que lo mejor sería esconderse en alguna parte y esperar nuevas instrucciones. Después de todo, el Jefe le había dicho que él sería el ojo de la patria en las puertas del infierno. Quizás esa noche en el Refugio alguien sentiría un poco de pena por él, aunque no estaba seguro. Cerca, dos viejos limpiaban un cantero y arrojaban flores marchitas en el cesto de la basura. Antes de irse Carré se agachó a despegar el chicle con las marcas de los dientes del cura. Lo envolvió en el pañuelo y juró sobre su propia tumba que no iba a descansar hasta encontrar al hombre que había profanado su última morada. 


Osvaldo Soriano 

jueves, 9 de octubre de 2014

El ojo de la patria (fragmento) - Parte 1



La mañana del funeral fue gris y destemplada. Carré llevaba un sobretodo viejo y un sombrero de fieltro para protegerse de la nieve. Desde su escondite alcanzaba a ver el montículo de tierra húmeda y la cruz de madera ordinaria. Entre los cuatro desconocidos que rodeaban el ataúd había una rubia vestida de negro. Un cura regordete masticaba chicle y rezaba en latín. Los otros dos llevaban trajes oscuros y el más alto sostenía un paraguas tan grande que los cobijaba a todos. De vez en cuando la mujer se apartaba el velo para estornudar y sonarse la nariz. 
El cura calzaba galochas y se envolvía con una bufanda negra. Mientras decía la plegaria sacudía una polvareda de incienso que la brisa se llevaba hacia la arboleda cercana. El mas petiso, que tenía el pantalón enchastrado hasta las rodillas, sostenía una corona de flores como si fuera un maletín. La rubia, que había seguido la ceremonia con la solemnidad de un coronel de infantería, hizo una señal con la mano en la que apretujaba el pañuelo. Al rato, arrastrando cuerdas y palas, aparecieron dos sepultureros que venían de escuchar a los chicos que cantaban frente a la tumba de Jim Morrison.

Mientras bajaban el ataúd, Carré no consiguió disimular su tristeza. Se dijo que al menos podrían haber contratado a las lloronas del barrio para mostrarle un poco de afecto. Su entierro era tan insignificante y desgraciado como el de Oscar Wilde, que tenía una estatua desnuda y tiesa al fondo del sendero. Por lo menos al escritor lo había acompañado un perro callejero y los confidenciales británicos le sembraron un cantero de petunias que utilizaban para entregar sus mensajes a los enlaces de la Security.

Al ver que los peones echaban las primeras paladas de tierra, Carré sintió un desfallecimiento y tuvo que apoyarse en el ala de un querubín para no perder la compostura. Ni siquiera advirtió que su sombrero rodaba por el suelo y abría un delgado surco sobre la nieve. Parado allí, con el corazón apretujado, sin saber lo que haría al volver a la calle, se preguntó quién ocuparía su lugar. Quizá habían puesto un montón de piedras o el cuerpo de un perro reventado por el frío, como solían hacer los polacos y los búlgaros.

La noche anterior, después de atender el llamado, se metió en el bolsillo la pistola y el libro de la Princesa Rusa y se precipitó escaleras abajo para esconderse en el bar de la Gare du Nord. No percibió ninguna señal de Pavarotti. 

Al amanecer, para estar seguro de que ya no lo seguía, se acercó a su casa y encontró la puerta del edificio abierta de par en par. A la entrada alguien había colocado una ofrenda de flores, un horario de inhumación en el cementerio del Pere Lachaise y una urna para dejar las condolencias. Como no estaba seguro de que alguien le llevara el pésame, Carré tomó una tarjeta en blanco, escribió un nombre de mujer y la echó en la urna. Más tarde, mientras esperaba el ómnibus, sintió la irresistible tentación de asistir a su propio entierro. Todavía no podía hacerse a la idea de que estaba fuera de la vida, de que tendría que penar para siempre como un espectro de carne y hueso al que nadie puede ver.