lunes, 29 de noviembre de 2010

Árbol de mi alma (Fragmento)

Como un ave que cruza el aire claro,
siento hacia mi venir tu pensamiento
y acá en mi corazón hacer su nido.
Ábrase el alma en flor; tiemblan sus ramas
como los labios frescos de un mancebo
en su primer abrazo a la hermosura;
cuchichean las hojas; tal parecen
lenguaraces obreras y envidiosas,
a la doncella de casa rica
en preparar el tálamo ocupadas.
Ancho es mi corazón, y es todo tuyo.
Todo lo triste cabe en él, y todo
cuanto en el mundo llora, y sufre, y muere!
De hojas secas, y polvo, derruidas
ramas; lo limpio; bruño con cuidado
cada hoja, y en los tallos; de las flores
los gusanos y el pétalo comido
separo; creo el césped en contorno
y a recibirte, oh pájaro sin mancha,
apresto el corazón enajenado!


José Martí (1853-1895)

lunes, 22 de noviembre de 2010

LO QUE CADA UNO POSEE

Una persona perversa resuelve hacer un presente a una persona pobre por su aniversario e irónicamente manda preparar una bandeja llena de basura y desperdicios.
En presencia de todos, manda entregar el presente, que es recibido con alegría por el agasajado.
Gentilmente, el agasajado agradece y pide que lo espere un instante, ya que le gustaría poder retribuir la gentileza.
Tira la basura, lava la bandeja, la cubre de flores, y la devuelve con un papel, donde dice:
"Cada uno da lo que posee."
Así que, no se entristezca con la actitud de algunas personas; no pierda su serenidad.
La rabia hace mal a la salud, el rencor daña el hígado y la cólera envenena el corazón.
Domine sus reacciones emotivas.
Sea dueño de si mismo.
No arroje leña en el fuego de su aborrecimiento.
No pierda su calma.
Piense antes de hablar y no ceda a su impulsividad.
"Guardar resentimientos es como tomar veneno".


domingo, 21 de noviembre de 2010

Fría bazofia humana

 Cuando pones la proa visionaria hacia una estrella y tiendes el ala hacia tal excelsitud inasible, afanoso de perfección y rebelde a la mediocridad, llevas en ti el resorte misterioso de un Ideal. Es ascua sagrada, capaz de templarte para grandes acciones. Custódiala; si la dejas apagar no se reenciende jamás. Y si ella muere en ti, quedas inerte: fría bazofia humana.

José Ingenieros

jueves, 18 de noviembre de 2010

Me and the Devil

Robert Johnson

Un día como hoy, El Juicio Final - parte 2

Miguel Ángel tuvo que sacrificar estos frescos de Perugino de la zona del altar para pintar su obra, lo que le valió numerosas críticas. Anteriormente, Clemente VII le pidió que pintara "La caída de los ángeles rebeldes", pero dada su muerte, fue sucedido por Pablo III el cual le encargó que pintara la escena de Juicio Final, también llamado Juicio Universal.
Son varias las fuentes donde se inspira Miguel Ángel para desarrollar esta compleja composición pictórica. Por un lado la Visión de Ezequiel en las Sagradas Escrituras, el Dies Irae y en la obra de Dante en lo concerniente a Caronte.
La figura principal es Cristo quien está en posición de emitir un veredicto sobre el Juicio de buenos y malos. Su gesto trata de llamar la atención de todas las demás figuras del cuadro.
En la parte superior, hay varios grupos de ángeles que llevan en vuelo los símbolos de la Pasión (a la izquierda, la Cruz, los dados y la corona de espinas; a la derecha, la columna de la Flagelación, la escalera y la lanza con la esponja bañada de vinagre).

Al lado de Cristo, se sitúa la Virgen, quien junto a los Santos que los rodean esperan con resignación e impaciencia el veredicto final. De entre ellos, destaca San Pedro con las llaves, San Lorenzo en la zarza, San Bartolomé, San Sebastián y Santa Catalina.
En la parte de abajo, en el centro, los ángeles del Apocalipsis despiertan a los muertos al son de las largas trompetas; a la izquierda, los resucitados que suben hacia el cielo recomponen sus cuerpos (Resurrección de la carne); a la derecha, ángeles y demonios compiten para precipitar a los condenados en el infierno.
Abajo del todo, Caronte espera con su barca y los demonios a los condenados para llevarlos a los Infiernos.
El conjunto fue admirado por todo el mundo, pero como comentábamos en el primer post de esta serie de tres, hubo una corriente dentro del Vaticano para tapar los desnudos de las figuras, principalmente a Cristo y a la Virgen.
Miguel Ángel se negó y esta tarea le fue encomendada a Daniel de Volterra, quien desde entonces fue llamado el “braghettone”.
El Juicio Universal está considerada como la obra maestra de Miguel Ángel en su madurez. La obra fue realizada en unas 450 jornadas de trabajo después de haber cumplido los sesenta años.
Se cree que el artista se autorretrató en la cabeza de Bartolomé.


Un día como hoy, El Juicio Universal.


Miguel Ángel Buonarrotti cada vez estaba más a disgusto por la nueva situación política que se estaba creando en Florencia.

Esta situación, unida a la muerte de su padre, le llevó, en 1534, a tomar la decisión de dejar definitivamente la ciudad toscana para trasladarse a Roma.
Allí el Papa Clemente VII, que en otros tiempos estuvo enfrentado con el artista, aunque siempre tendió a protegerlo porque en él reconocía a un genio, le encargó realizar el fresco del Juicio Universal de la Capilla Sixtina.
Durante ese tiempo el Papa Clemente VII quiso tenerlo cerca, ya que deseaba que el genio desarrollara su labor pintando las paredes de la capilla de Sixto IV, en las que él había pintado la bóveda para el anterior Papa, Julio II, su sobrino.
Clemente VII quería que, en la fachada principal, donde se encuentra el altar, se pintara el Juicio Universal, para demostrar en esa obra todo lo que el arte de la pintura podía ofrecer.

Al morir poco después el Papa Clemente VII (Septiembre de 1534), su sucesor, Pablo III, confirmaba a Miguel Ángel el encargo del Juicio, y le concedía honores y un sueldo adecuado al artista que mientras tanto había empezado a planificar la obra.
Tras haber elogiado al pintor, el pontífice ordenaba que Miguel Ángel fuera incluido en la "familia" pontificia y tuviera todos los honores correspondientes.
Asimismo, establecía que como retribución por el fresco del Juicio Universal y otras obras que en futuro se le habrían encargado, disfrutara de una renta vitalicia de 1.200 escudos de oro al año. Miguel Ángel recibió el nuevo beneficio mediante su procurador, Agostino da Lodi.
Cuando se construyó la Capilla Sixtina en 1536, la pared del altar donde ahora está el Juicio Final contenía otros murales de la serie de las historias de Moises y de Jesús.
Estaban la Asunción, la Natividad de Cristo y el Descubrimiento de Moisés. Más arriba se encontraban los 3 primeros Papas donde estaba Pedro.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Un viaje filosófico desde Platón y Parménides a la mirada de Discépolo


Experto en el tango y el lunfardo, compara las verdades de la filosofía griega con las del arrabal tanguero.

Especialista en pensamiento griego antiguo, a Néstor Cordero le causa gracia haber pautado la cita en La Academia. Billares y dados al fondo, cavernosa luz de tubo fluorescente. Buen telón para el filósofo y embajador del lunfardo en París. Para Cordero hay un piso común a ambas actividades, ya que “en su tiempo, cualquier persona en un barrio griego podía entender filosofía”.

Doctor en Filosofía por la Sorbona y Buenos Aires, y profesor emérito de la Universidad de Rennes, se subió a un avión en Ezeiza hace casi 32 años, cuando intuyó que era “el próximo” en la lista de los militares. Otro argentino en París. Pero a éste, la Academia Nacional del Tango y la Porteña del Lunfardo lo nombraron miembro correspondiente en Francia.

Hace días, Buenos Aires lo tuvo de visita, invitado por la Universidad de San Martín para dar un seminario de posgrado sobre “La noción de la verdad en Grecia, de Homero a Platón”. Cordero es uno de los máximos especialistas mundiales en Filosofía presocrática. Sus libros Siendo, se es. La tesis de Parménides y La invención de la filosofía ya son clásicos en las aulas.

Hay un tango que habla sobre la verdad. Y dice que la única verdad es que todo es mentira.

Las cuarenta, ¿no? ¿Cuánto tiene de verdadero la Filosofía y cuánto de verso? Si yo le digo que la verdad no existe, usted va a creer que estoy como en Las cuarenta . En Filosofía hay verdades, pero dentro de un sistema y hasta que se pruebe lo contrario. Pero la verdad, no. En realidad, lo que más se acerca a la idea antigua de la verdad es el tango Afiche , de Homero Expósito: “La verdad es restregarse con arena el paladar” . Quiere decir que cuesta decirla, que cuesta sacarla de la boca. Para los griegos, la verdad está oculta.

Umberto Eco y otros autores sostienen que hoy sólo puede hacerse Filosofía del lenguaje y que lo demás es Literatura.

Los griegos empezaron a filosofar analizando el lenguaje. El poema de Parménides es un análisis de la Gramática del verbo ser. Pero eso es algo que se da en la lengua griega. Y la genialidad de esa filosofía es que se expresa en la lengua de todos los días. No se va a encontrar con términos como “juicios sintéticos a priori” , “lenguaje performativo” o “deconstrucción” . Usted dice eso en un barrio y nadie lo entiende.

Alguien dijo: “la Filosofía grita en la plaza pública”. En su caso, podríamos decir “en el barrio”. ¿Eso tiene que ver con el tango? Es interesante cómo en ciertas letras de tango aparecen temas clásicos de la filosofía griega: el destino, la idealización del pasado, el barrio. El barrio es el démos . Democracia no quiere decir gobierno del pueblo, sino gobierno de los barrios. Porque en los barrios hay ricos y pobres. Para los argentinos, un noble no sería parte del pueblo. Y para los griegos, tampoco. Aristóteles elogiaba la ciudad chica donde todos se conocían, como en el barrio. Ése era el único lugar bueno para vivir. La idea es que tengo que conocer al tipo que veo en la calle.

¿Cómo se le dio por dedicarse al tango y al lunfardo? Eso vino en el exilio. Comencé investigando sobre un texto de Leopoldo Lugones, donde comenta la primera comunicación que se hizo sobre el tema “tango” en la Academia Francesa, en 1913. Y acá me tiene. Ahora en la Academia del Lunfardo soy “el que filosofa a propósito de”.

Aunque para los tangueros la Filosofía se hace en el café, no en la universidad.

Un tanguero llama “Filosofía” a la experiencia de vida. A veces se confunde todo esto con existencialismo, sobre todo en Discépolo. Y Discépolo no tiene nada de existencialista. Era un filósofo cínico, aunque él no tuviera la menor idea de eso. El símbolo del cínico es el perro, que aparece en Yira, yira . Y cuando habló por radio, el personaje antiperonista se llamaba Mordisquito. Hay un texto de Terencio que dice: “Hoy fui al mercado. Estaban mezclados ladrones y doctores, prostitutas y médicos”. ¡Es Cambalache ! Mucha queja, ¿no? El tango es así. Nadie le hizo tanto mal al tango como Julio Sosa. Es el tipo que vino a tergiversarlo. Porque el tango es llorón. ¡Y a éste justo se le viene a ocurrir inventar el tango macho! Entre los tangueros de cuño no se lo puede ni nombrar.


Néstor Cordero
Adriana Carrasco, ESPECIAL PARA CLARIN

viernes, 12 de noviembre de 2010

La tajada del héroe


Maeve y Aillil eran los reyes de Connacht, una noche Maeve le dijo a Aillil que ella ha aportado en la mayoría de cosas para el reino, Aillil dijo que no era así y que le deje dormir porque era muy tarde. Al día siguiente Maeve le pidió a Aillil que contaran el número de cosas que tiene cada uno, Aillil aceptó, hicieron contar cuanto oro, plata, ganado, tierras tenía cada uno, los dos tenían el mismo número de cosas, solo que Aillil tenía al Bello Carnudo, que era un toro muy hermoso, y con eso Aillil ganó. Maeve se quedó con iras así que mandó a pedir en condición de préstamo al toro Pardo de Cualngé a cambio de oro y armas durante un año, el toro Pardo de Cualngé era el más hermoso del mundo.

El dueño del toro Pardo de Cualngé era Daré, él acepto y organizó un fiesta, en la fiesta los embajadores de Maeve dijeron que si no hubiera aceptado el trato Maeve le iba a matar, esto indignó a Daré y les mandó botando. Los embajadores no le quisieron contar la verdad a Maeve y le dijeron que Daré no había aceptado el trato y le había insultado diciendo que "la última criada de Ulster vale más que la primera de las mujeres de Connacht" y que un día Ulster será dueño de Irlanda, esto enfureció a Maeve e hizo que llamen a todos los reyes de Irlanda, Maeve les convenció de atacar y así lo hicieron.

Fergus era el encargado de guiarlos y les dijo que el camino más fácil para llegar a Ultster era pasando por las tierras de Cu Chulainn, Maeve hizo que tres hombres crucen el río, pero apareció Cu Chilainn y les mató a los tres, Maeve envió a unos mensajeros para que negocien con Cu Chulainn pero este no quiso nada, luego envió a su hija para que el ofrezca matrimonio, pero Cu Chulainn le dijo que ya tenía esposa y le mandó cartando las trenzas, pero al final fue Fergus y acordó que Maeve le mande un campeó cada día, pero ninguno lograba hacerle nada, al quinto día mandaron a Ferdiad que era un ex compañero de Cu Chulainn, pero no querían pelear, pero un día que Ferdiad estaba un poco borracho Maeve logró convencerle, así que le tocó pelear, en todas las armas que usaban empataban, pero al final Ferdiad le clavó un cuchillo en el pecho de Cu Chulainn y le dejó muy herido, peró Cu Chulainn le lanzó un lanza que nunca falla y le mató.

Maeve enviaba un guerrero tras otro para que detengan a Cu Chulainn pero ninguno podía, así que Maeve envió a Fergus, Fergus no quería pelear así que le propuso a Cu Chulainn que se vaya pero cuando Cu Chulainn le pida Fergus se irá también y Cu Chulainn aceptó. Con Maeve al mandó por fin pudieron avanzar todos los soldados, peroles hombres de Conchabar estaban al otro lado esperándolos, ahí tuvieron una batalla que duró siete días, pero al séptimo día le tocó entrar a pelear a Fergus, también entró a pelear Cu Chulainn por el otro equipo y Cu Chulainn le pidió a Fergus que se retirara y a Fergus le tocó cumplir su promesa, pero con esta retirada todos los hombres de Maeve se retiraron, pero Maeve no perdió porque se logró robar el toro Pardo de Cualngé.

Al toro Pardo de Cualngé lo colocaron en un lugar cerrado por unos muros y acompañado de cincuenta becerras, pero esto no le gustó y destrozo los muros y fue en busca del Bello Carnudo, con él peleó durante un año seguido sin descansar hasta que al fin el toro Pardo de Cualngé derrotó al Bello Carnudo, pero después de poco tiempo el toro Pardo de Cualngé también murió.

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Maon y su secreto

Maón, reinaba en Irlanda en la provincia de Leinster, y acostrumbraba cortarse el pelo una vez al año. El hombre encargado de este trabajo, era elegido por sorteo entre la gente del pueblo, e inmediatamente después, era asesinado.

La razón de ello era que Maón tenía las orejas tan grandes como las de un caballo, y no quería que nadie se enterara.En una ocasión, la persona elegida para la tarea, fue un hombre solo, único hijo de una pobre viuda. Por sus lágrimas y ruegos el rey aceptó no matarlo, con la condición de que jurara que jamás revelaría su secreto.

Así pudo el joven regresar con su madre, pero el secreto empezó a obsesionar su mente, enfermó de tal forma que estuvo a punto de morir y debieron llamar un druida para que lo atendiera. El dijo: “Es el secreto lo que lo está matando y no se restablecerá hasta que se lo cuente a alguien.

Que busque un lugar donde se encuentren cuatro caminos, que gire a la derecha, y que le diga el secreto al primer árbol que encuentre, para poder recuperarse.”El joven siguió las indicaciones del sabio al pie de la letra y dio con un sauce. Sobre la corteza apoyó los labios, susurró el secreto, y volvió a su casa liberado.

Ocurrió, poco después, que al arpista Craftiny se le rompió su arpa y, necesitando una nueva, fue a buscar un árbol adecuado para construirla, siendo elegido el mismo sauce. Craftiny lo cortó, hizo el arpa con su madera, y esa noche tocó ante los invitados del rey.

Cuando posó sus dedos sobre las cuerdas, los invitados oyeron: “Dos orejas de caballo tiene el rey Maón.”El rey, viendo que su secreto había quedado al descubierto, se quitó la capucha y se mostró tal cual era. Así fue como nunca más murió ningun hombre por culpa de ese misterio.


jueves, 11 de noviembre de 2010

Charlie Parker & Dizzy Gillespie - Hot House (1952)

La montaña sobre el mar.


Arianrod era hermana de Gwydion, ella era famosa por su belleza y por sus atques de cólera, un día a Arianrod le cogieron los dolores de partoen frente de la corte de su tío el Math, esto le puso muy furiosa y no quiso saber nada del niño, así que Gwyndion lo educó. Cuando el niño ya había cumplido cuatro años Gwyndion le llevó al niño donde su madre para que le ponga nombre, pero la madre como estaba enojada le dijo que el niño no tendrá nombre hasta que ella le pong.

Gwyndion quería que el niño tenga un nombre así que un día se cambió de cara y cambió de cara al niño, con sus poderes mágicos, y se fueron donde Arianrod vestidos de zapateros, mientras Gwyndion fingía ponerle el zapato el niño se puso a jugar en el patio, al patio llegó un ave y el niño le rompió una pata de un piedrazo, Aranrod vio todo y se quedó sorprendida y le dijo que nunca había visto un niño con la mano tan firme, en ese momento Gwyndion deshizo el hechizo y volvió a su cara normal, y le dijo que el niño se va a llamar Lleu, el de la mano firme, Arianrod se enojó mucho y le dijo que tendría un arma hasta que ella le diera , pero Gwyndion y Lleu ya se habían ido.

Lleu creció muy triste porque un guerrero sin armasno puede hacer nada, así que Gwyndion actuó inmediatamente y se fue a donde Arianrod vestido como un bardo, ahí recitó e hizo que le den posada para pasar la noche. A la mañana siguiente Gwyndion hizo que las olas parecieran unos barcos, todos se desesperaron, Gwyndion le pidió a Arianrod que le diera a Lleu armas porque él era muy bueno para la guerra y Arianrod le dio las armas y enseguida Gwyndion recobró su forma normal, Aranrod le dijo a Lleu que nunca iba a tener una esposa, entonces Gwyndion fue a la casa de Math para pedirle ayuda, Math con la ayuda de Gwyndion crearon a la mujermás bella del mundo, y le hicieron que se case con Lleu , Lleu vivió muy feliz con Blodeuwedd.

Una noche que Lleu había ido a visitar a Math un extraño llegó a la casa de Lleu, Blodeuwedd se enamoró del extraño que se llamaba Goronwy pero Lleu iba llegar al día siguinte y Blodeuwedd se puso a llorar porque se iban a separar de Goronwy, así que Goronwy decidió enfrentar a Lleu pero Blodeuwedd le dijo que Lleu no podía morir porque estaba protegido por la magia, Blodeuwedd le dijo a Lleu que le cuante el secreto para poder matarlo y Lleu le dijo que tenía que matarlo con una jabalina cuya punta tenía que haber sido batida durante un año y que no podían matarlo ni a pie ni en caballoy no podían matarlo dentro o fuera de una casa, todo esto le contó a Goronwy y se puso a trabajar, después de un año Goronwy le atacó a Lleu en el lago, Lleu salió volando convertido en un águila, pero desapareció. Blodeuwedd vivió con Goronwy durante un año, todos se preguntaban porqué Lleu había desaparecido.

Gwyndion fue a investigar porque Lleu había desaparecido, así que se quedó a pasar la noche en la casa de un hombre que cuidaba a chanchos, y este señor le contó que una de sus puercas desde hace un año desaparecía por las mañanas y aparecía en las noches, Gwyndion decidió ayudarle y fue a perseguir a la puerca, le puerca comía la carne de un ave y esa ave era Lleu, Gwyndion hizo un hechizo para que Lleu reviviera. Lleu quiso vengarse de Goronwyy fue a retarle, mientras todos estaban concentrados en el combate Gwyndion fue donde Blodeuwedd y la trasformó en búho, pero en el combate Goronwy le pidió a Lleu que le deje ponerse una piedra en el corazón para protegerse y él aceptó, pero Lleu tiró la lanza tan duró que agujereo la piedra y mató a Goronwy.

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miércoles, 10 de noviembre de 2010

La amazona de Aberth.


Bran, el alto rey de los Hombres Fuertes estaba sentado sobre un roca en compañía de sus hermano Efniesen, que era y hombre pesimista y que quería siempre la guerra, y su hermano Niesen, que era un hombre muy pacífico, Niesen vio unos barcos que se acercaban a la isla y dijo que era un barco enviado por los vecinos que contenía regalos y mensajes, pero Efniesen dijo que se trataba de unos barcos para declarar la guerra.

Bran vio que los barcos se acercaban pacíficamente y mandó a un mensajero, al mensajero se encontró con otro que había sido mandado por Matholwch, rey de Irlanda, él solo quería pedir la mano de la herman de Bran que se llamaba Branwen,

Bran aceptó y le dijo que él mismo le vaya a preguntar a Branwen si se quería casar con él, Branwen aceptó y se casaron esa misma tarde. A lo que Efniesen se enteró que Branwen se había casado se puso muy bravo y se fue a matar a los caballos de los irlandeses, Matholwch se enteró de esto y no quiso vengarse pero decidió irse de vuelta a Irlanda ese momento, Bran preocupado por la temprana retirada de los irlandeses les mandó de regalo una barra de plata muy grande y una fuente de oro gigantesca, y también les regaló un caldero que servía para resucitar a los muerto, pero si metían a un vivo explotaba, después de que se terminó la fiesta los irlandeses se fueron.

Después de un año nació el hijo de Matholwch y de Branwen y se llamaba Gwern. Un día todos se enteraron de que Matholwch había huido cuando habían matado a los caballos y no había enfrentado a los Hombres Fuertes, Matholwch dio toda clasede explicaciones pero el pueblo no le hizo caso y decidieron que tenían que humillar a los Hombres Fuertes y que la única manera era haciendo esclava a Branwen, y que para que nadie se entere no dejarían pasar a los barcos de los Hombres Fuertes donde ellos.

Después de tres años un pájaro se comenzó a parar donde trabajaba Branwen, ella lo entrenó y un día envió al ave donde su hermano Bran con una carta en la que explicaba todo, Bran apenas cogió la cartase enfadó mucho y salió para Irlanda. La gente de Irlanda vió que se acercaba a la isla un bosque un picacho unos lagos, Matholwch le preguntó a los sabios si sabían que era, pero ellos le dijeron que no pero podía preguntar a Branwen, Branwen le dijo que era su hermano y todos los mástiles de los barcos de los Hombres Fuertes, los irlandeses para que no comience la guerra dejaron que suba al trono el hijo de Matholwch y Branwen, pero Bran tenía miedo de que le pase algo malo a su hemana y decidió hacer una tregua, pero a los irlandeses les tocó hacer una casa para Bran en ella hicieron un banquete, pero mientras festejaban Efniesen tomó a Gwern y lo mató, esto hizo que comience una batalla.

Los irlandeses como tenían el caldero, no disminuía su número pero Efniesen se dio cuenta de esto y se pintó la cara con sangrey se metió en el caldero, esto hizo que el caldero explote y casi todos murieron, solo se salvaron cuatro mujeres irlandesas y siete personas de los Hombre Fuertes. Al final Bran hizo que le corten la cabeza y que la entierren en la montaña Blanca y así nunca ningún enemigo podrá entrar en la ciudad de Llundein (actual Londres).


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domingo, 7 de noviembre de 2010

La estrella sobre el bosque - parte 2


Al día siguiente, su comportamiento se ciñó por completo a los límites de la deliberación meticulosamente definida y de la calma forzada. Con fría indiferencia cumplió con sus obligaciones, y sus gestos tenían una seguridad tan absoluta y tan despreocupada, que nadie hubiera imaginado detrás de la máscara falaz la amarga decisión. Poco antes de la hora de la cena, acudió con sus pequeños ahorros a la floristería más selecta y compró flores exquisitas que en su espléndido colorido le sugerían palabras: tulipanes del color del oro fogoso, que eran como la pasión; crisantemos blancos de amplia corola, como sueños luminosos y exóticos; finas orquídeas, las imágenes estilizadas del deseo, y unas soberbias rosas embriagadoras. Y luego compró un valioso jarrón de cristal con destellos opalescentes. Los pocos francos que aún le quedaban se los regaló al pasar, con un gesto rápido y distraído, a un niño que pedía limosna. Luego volvió al hotel. Con solemnidad melancólica colocó el jarrón con las flores delante del cubierto de la condesa, que dispuso por última vez con voluptuoso y minucioso esmero.
Llegó el momento de la cena. François sirvió la mesa como siempre: reservado, silencioso y competente, sin alzar los ojos. Sólo al final envolvió la silueta cimbreante y orgullosa de la condesa con una mirada infinita, que ella no percibió. Nunca le había parecido tan bella como en esta mirada última y libre de todo deseo. Luego se apartó con serenidad de la mesa, sin gesto alguno de despedida, y abandonó la sala. Como un huésped ante el que se inclinan los criados, atravesó los pasillos y descendió la elegante escalera de recepción hasta la calle: era evidente que en ese momento dejaba atrás su pasado. Delante del hotel se detuvo un segundo, indeciso; entonces empezó a caminar, bordeando iluminadas villas y amplios jardines, siempre adelante como un paseante ensimismado, sin saber adónde se dirigía.

Así vagó inciertamente hasta el anochecer en un estado de enajenación ensoñada. Ya no pensaba más en las cosas. Ni en las pasadas ni en las inevitables. Ya no le daba vueltas a la idea de la muerte, como sin duda en los últimos momentos el suicida circunspecto sopesa en la mano el brillante y amenazador revólver de profundo ojo y lo vuelve a dejar en la mesa. Hacía tiempo que se había sentenciado a sí mismo. Por su mente sólo pasaban imágenes en raudo vuelo, como golondrinas de viaje. Primero, los días de la juventud hasta aquella fatal hora de clase cuando una estúpida aventura lo propulsó violentamente desde la perspectiva de un futuro prometedor a la confusión del mundo. Luego los viajes incesantes, las dificultades por el sueldo, los proyectos, una y otra vez fracasados, hasta que la gran oleada negra, que llamamos el destino, quebró su orgullo y lo dejó abandonado en un puesto indigno. Muchos recuerdos multicolores pasaron revoloteando por su mente. Por fin relució el suave reflejo de los últimos días en sus sueños despiertos; y de nuevo abrieron violentamente la oscura puerta de la realidad que debía traspasar. Recordó que deseaba morir en ese mismo día.

Durante un rato recapacitó sobre los muchos caminos que conducen a la muerte, y comparó su respectiva amargura y su definitiva prontitud. Hasta que lo traspasó un pensamiento. En su sombría cavilación se le ocurrió un funesto símbolo: así como la condesa había arrasado inconsciente y destructivamente su vida, así debía arrollar también su cuerpo. Ella misma lo llevaría a cabo. Ella misma consumaría su obra. Y ahora sus pensamientos se aceleraron con increíble seguridad. En algo menos de una hora, a las ocho, salía el expreso que la llevaba a su encuentro. Se arrojaría debajo de sus ruedas, se dejaría destrozar por la misma fuerza arrebatadora que le arrancaba a la mujer de sus sueños. Se desangraría debajo de sus pies. Los pensamientos galopaban y se perseguían jubilosos. François ya conocía el lugar. Más arriba, al borde del bosque, donde las copas frondosas de los árboles oscurecían la última vista sobre la cercana bahía. Miró el reloj: los segundos y los latidos de su sangre casi marcaban el mismo ritmo. Era hora de ponerse en camino. Y ahora, de repente, sus pasos cansinos se volvieron elásticos y decididos, con ese ritmo duro y precipitado que el sueño mata en su avance. Agitado se precipitó en el esplendoroso crepúsculo del anochecer meridional hacia el lugar en el que, entre lejanas colinas cubiertas de bosque, el cielo aparecía incrustado como una línea color púrpura. Y corrió hasta llegar a las vías del tren, que relucían como dos líneas plateadas y le mostraban el camino. Lo condujeron por una ruta sinuosa hacia la altura, a través de perfumados y profundos valles, cuyos velos de niebla atenuaban plateados la luz cansina de la luna; lo condujeron ascendiendo a las colinas, desde las que se veía lo lejos que el mar vasto y nocturno refulgía con sus brillantes luces costeras. Y le mostraron por fin el profundo bosque mecido por el inquieto viento, que sumergió las vías en las sombras que se cernían.

Ya era tarde cuando François llegó con respiración entrecortada a la ladera oscura del bosque. Los árboles lo rodeaban lúgubres y negros. Sólo arriba, entre las copas transparentes, asomaba la luz temblorosa y pálida de la luna entre las ramas, que se quejaban cuando la ligera brisa de la noche las tomaba en sus brazos. De vez en cuando resonaban extrañas llamadas de lejanos pájaros nocturnos en el apretado silencio. Los pensamientos se le paralizaron por completo en esa aprensiva soledad. François sólo esperaba, esperaba y miraba fijamente si allá abajo, en la curva de la primera serpentina ascendente, asomaba la luz roja del tren. De vez en cuando consultaba nervioso el reloj y contaba los segundos. Luego volvía a prestar atención al lejano grito del tren. Pero era imaginación suya. El silencio era total. El tiempo parecía haberse congelado.
Por fin brilló allá abajo la luz. En ese segundo François sintió una sacudida en el corazón, aunque no hubiera podido decir si de temor o de alegría. Con un movimiento impetuoso se tiró sobre las vías. Al principio sólo sintió un instante el agradable frío de los raíles de hierro en su sien. Luego aguzó el oído. El tren aún estaba lejos. Podía tardar algunos minutos. Ahora no se oía nada excepto el susurro de los árboles en el viento. Los pensamientos saltaban confusos. Y, de pronto, uno que permaneció clavado como una dolorosa flecha en su corazón: que él moría por ella y que ella nunca lo sabría. Que ni la más pequeña ola de su vida encrespada había tocado la de ella. Que ella nunca sabría que una vida ajena había venerado la suya y se había destrozado contra ella.

Apenas perceptible y muy lejano se oía jadear por el aire casi quieto el golpeteo rítmico de la máquina que remontaba la pendiente. Pero el pensamiento seguía quemando con igual fuerza y atormentaba los últimos minutos del moribundo. El tren se aproximaba más y más con su estrépito metálico. Y entonces François abrió una vez más los ojos. Sobre él se extendía un cielo mudo de un azul casi negro y las copas intranquilas de unos árboles. Y sobre el bosque resplandecía una estrella blanca. Una estrella solitaria sobre el bosque... Los raíles empezaron a vibrar suavemente y a zumbar bajo su cabeza. Pero el pensamiento ardía como fuego en su corazón y en la mirada que abarcaba toda la intensidad y la desesperación de su amor. Todo el deseo y esta última dolorosa pregunta se volcaron en la estrella blanca y reluciente, que miraba benignamente sobre él. El tren se aproximaba más y más. Y el moribundo envolvió una vez más con una última e inefable mirada la estrella sobre el bosque. Luego cerró los ojos. Los raíles temblaron y vibraron, la marcha estrepitosa del presuroso tren se acercaba más y más y el bosque resonaba como grandes y martilleantes campanas. La tierra pareció tambalearse. Aún un aturdidor chirrido, un estruendo arremolinado, luego un estridente pitido, el grito de animal asustado del silbato del tren y la queja disonante de un freno inútil.

La bella condesa Ostrovska ocupaba en el tren un compartimiento reservado. Desde el inicio del viaje leía una novela francesa, mecida suavemente por el balanceo del vagón. El aire del estrecho habitáculo era sofocante y estaba cargado del denso perfume de muchas flores a punto de marchitarse. En las magníficas cestas de despedida los racimos de lilas blancas ya dejaban caer la cabeza, cansinas como frutas excesivamente maduras, las flores colgaban flácidas de sus tallos, y los cálices pesados y dilatados de las rosas parecían consumirse en la nube caliente de los aromas embriagadores. Un atosigante bochorno calentaba las pesadas oleadas de perfume, suspendidas perezosas incluso en la presteza acelerada del tren.
De pronto, la condesa dejó caer el libro con dedos fatigados. Ni ella misma sabía por qué. Una sensación misteriosa la invadió. Sintió una presión sorda y dolorosa. Un dolor repentino, inexplicable y angustioso se apoderó de su corazón. Creyó que iba a asfixiarse en el vaho turbador y cálido de las flores. Y ese aterrador dolor no cedía, sentía cada vibración de las ruedas veloces, la ciega marcha hacia delante la martirizaba indeciblemente La asaltó un deseo fulminante de parar el impulso acelerado del tren, de detenerlo ante el oscuro dolor hacia el que se precipitaba. Nunca en su vida había sentido su corazón atenazado por algo tan horrible, invisible y cruel como en esos segundos de dolor inconcebible y miedo inexplicable. Y esa sensación se hizo más y más acuciante, y más apretada la presión alrededor de su garganta. Como una plegaria surgió en ella el deseo de que el tren parara.

Ahí, de repente, un estridente silbato, el grito salvaje de aviso del tren y el quejido de los frenos con su lamentable chirrido. Y el ritmo ralentizado de las ruedas aladas, más y más lento, luego un tartamudeo mecánico y un golpe brusco.
Con dificultad se acercó a la ventanilla para aspirar a bocanadas el aire fresco. El cristal descendió ruidosamente. Afuera siluetas negras, corriendo... Palabras al vuelo de múltiples voces: un suicida... Bajo las ruedas... Muerto... En pleno campo...
La condesa se estremece. Instintivamente su mirada se alza hacia el cielo alto y silencioso y hacia los árboles negros mecidos por el viento. Y sobre ellos una estrella solitaria sobre el bosque. La condesa siente su mirada como una lágrima refulgente. La contempla y de pronto siente una tristeza como nunca la ha sentido. Una tristeza llena de fuego y deseo, como nunca existió en su vida...
El tren reanuda lentamente su marcha. La condesa se reclina en la esquina de su butaca y lágrimas silenciosas se deslizan por sus mejillas. La angustia sorda ha desaparecido, ya sólo siente un profundo y extraño dolor, cuyo origen busca explicarse en vano. Un dolor como el que tienen los niños asustados, cuando despiertan en la noche oscura e impenetrable y sienten que están por completo solos...

Stefan Zweig

sábado, 6 de noviembre de 2010

La estrella sobre el bosque - parte 1


Un día, cuando el diligente y apuesto camarero François se inclinó sobre el hombro de la bella condesa polaca Ostrovska, sucedió algo extraño. Sólo duró un segundo y no fue un estremecimiento o un sobresalto, un temblor o una emoción. Y, sin embargo, fue uno de esos segundos que abarcan miles de horas y de días llenos de júbilo y tormento, como el vigor vehemente de los grandes y fragorosos robles con todas sus ramas que se mecen y sus copas que se inclinan está contenido en un solo granito de semilla.
En ese segundo no sucedió nada visible. François, el dúctil camarero del gran hotel de la Riviera se inclinó aún más, para presentar con mayor comodidad la fuente al cuchillo indeciso de la condesa. Pero su rostro descansó ese momento a pocos centímetros de las ondas dulcemente rizadas y perfumadas de su cabeza, y, cuando instintivamente alzó la mirada devota, sus ojos turbados vieron la suave y luminosa línea blanca con la que su cuello surgía de esa marea oscura y se perdía en el vestido rojo oscuro abullonado. Una llamarada color púrpura lo invadió. Y el cuchillo vibró suavemente en la fuente, presa de un imperceptible temblor. Aunque en ese segundo François intuyó las graves consecuencias de este repentino hechizo, dominó hábilmente su agitación y siguió sirviendo con el entusiasmo reservado y un poco galante de un garçon de buen gusto. Alargó la fuente con movimiento medido al acompañante habitual de la condesa, un aristócrata maduro dotado de una imperturbable elegancia, que relataba cosas indiferentes con entonación refinadamente acentuada y en un francés cristalino. Luego se apartó de la mesa sin alterar su mirada y su gesto.
Estos minutos fueron el comienzo de un estado de ensueño muy extraño y ferviente, de un sentimiento tan impetuoso y exaltado que apenas le corresponde el término grave y noble de amor. Era ese amor, de fidelidad canina y desprovisto de deseos, que los seres humanos generalmente no experimentan en la flor de su vida, que sólo sienten las personas muy jóvenes o muy ancianas. Un amor sin reflexión, que sólo sueña y no piensa. Olvidó por completo ese injusto y, sin embargo, inalterable desprecio que incluso personas inteligentes y circunspectas manifiestan hacia seres humanos que visten el frac de camarero; no especuló sobre posibilidades y casualidades, sino que aumentó en su sangre esa extraña inclinación hasta que su profundidad escapó a toda burla y crítica. Su ternura no era la de las miradas secretamente alusivas y al acecho, la temeridad de los gestos atrevidos que de repente se desata, la pasión sin sentido de labios sedientos y manos temblorosas; era una aplicación silenciosa, un prevalecer de aquellos pequeños servicios que son tanto más excelsos y sagrados en su modestia cuanto que permanecen a sabiendas ocultos. Después de la cena alisaba las arrugas del mantel delante de la silla de la condesa con dedos tan tiernos y dulces como quien acaricia las manos queridas y plácidas de una mujer; colocaba las cosas en su proximidad con simetría devota, como si las dispusiera para una fiesta. Con el mayor cuidado llevaba las copas que habían tocado sus labios a su estrecha y poco aireada buhardilla y de noche las dejaba relucir a la luz perlada de la luna como si fueran joyas preciosas. Constantemente era, desde cualquier rincón, el secreto observador de sus movimientos y actividades. Bebía sus palabras como quien paladea lascivamente un vino dulce y de perfume embriagador. y recogía las palabras y las órdenes ávido como los niños la rápida pelota en el juego. Así su alma embelesada introdujo en su pobre e indiferente vida un brillo cambiante y opulento. Nunca se le ocurrió la sabia necesidad de trasponer todo el episodio a las palabras frías y destructivas de la realidad de que el miserable camarero François amaba a una condesa exótica y eternamente inalcanzable. Porque él no la sentía como realidad, sino como algo excelso, muy lejano, que bastaba con su reflejo de la vida. Amaba el imperioso orgullo de sus órdenes, el ángulo dominante de sus cejas negras que casi se tocaban, el pliegue indómito alrededor de la boca fina, la gracia segura de sus gestos. La sumisión le parecía a François algo natural y sentía como dicha la proximidad humillante del servicio modesto, porque gracias a ella podía entrar tan a menudo en el círculo seductor que rodeaba a su amada.

Así despertó de repente en la vida de un hombre sencillo un sueño, como una flor de jardín noble y cuidadosamente criada, que florece en una carretera donde el polvo de los caminantes ahoga todos los brotes. Era el vértigo de un ser sencillo, un sueño embriagador y narcótico en medio de una vida fría y monótona. Y los sueños de seres como él son como barcas sin timón, que van a la deriva presas de una voluptuosidad fluctuante sobre aguas silenciosas y espejeantes, hasta que de pronto su quilla choca con una sacudida seca en una orilla desconocida.

La realidad, sin embargo, es más fuerte y sólida que todos los sueños. Una noche el corpulento portero procedente del Waadtland le dijo a François al pasar: «La Ostrovska se marcha mañana en el tren de las ocho». Y luego añadió otros nombres sin importancia que él apenas escuchó. Porque esas palabras se habían transformado en su cerebro en un confuso remolino tumultuoso. Varias veces se pasó los dedos mecánicamente por la frente afligida, como si quisiera apartar un sedimento pesado, que allí reposaba y obnubilaba la razón. Dio unos pasos titubeantes. Inseguro y atemorizado cruzó delante de un alto espejo de marco dorado, del que le salió al encuentro un rostro mortalmente pálido y extraño. Los pensamientos no acudían a su mente, estaban por así decir aprisionados tras un muro oscuro y nebuloso. Casi inconsciente, descendió, agarrándose a la balaustrada, la amplia escalera hacia el jardín sumido en sombras, en el que los altos pinos se erguían solitarios como pensamientos sombríos. Su silueta intranquila dio unos inciertos pasos más, como el vuelo bajo y tambaleante de un ave nocturna enorme y oscura, y por fin se dejó caer en un banco, apoyando la cabeza en su frío respaldo. El silencio era absoluto. A su espalda, entre los arbustos redondeados, relucía el mar. Luces suaves y trémulas chispeaban sobre su superficie, y en el silencio se perdía la monótona cantinela murmurante de lejanos rompientes.

Y de pronto todo estaba claro, muy claro. Tan dolorosamente claro que François casi sonrió. Todo había acabado, sencillamente. La condesa Ostrovska se marcha a casa y el camarero François queda atrás en su puesto. ¿Acaso era tan raro? ¿No se marchaban al cabo de dos, tres o cuatro semanas todos los extranjeros que venían? Qué tontería no haberlo pensado antes. Porque todo estaba tan claro como para reír o llorar. Y sus pensamientos bullían y bullían. Mañana por la noche, en el tren de las ocho en dirección a Varsovia. A Varsovia..., horas y horas a través de bosques y valles, a través de colinas y montañas, a través de estepas y ríos y dinámicas ciudades. ¡Varsovia! ¡Qué lejos quedaba! No podía siquiera imaginar, aunque sí sentir en lo más profundo, esa palabra orgullosa y amenazadora, dura y lejana: Varsovia. Y él...

Durante un segundo aleteó una pequeña y fantástica esperanza. Podía seguirla. Y buscar empleo allí como criado, escribiente, cochero, esclavo; estar allí en la calle como mendigo, todo menos estar tan horriblemente lejos; al menos respirar el aliento de la misma ciudad, verla quizá pasar, ver su sombra, al menos, su vestido y su cabello negro. Ya surgían precipitadas visiones. Pero el momento era duro e implacable. François vio lo inalcanzable desnudo y claro. Calculó: cien o doscientos francos ahorrados, en el mejor de los casos. No bastaban ni para la mitad del camino. Y entonces ¿qué? Como a través de un velo desgarrado vio de pronto su vida, presintió lo pobre, miserable y fea que indefectiblemente sería de ahora en adelante. Años vacíos ejerciendo su profesión de camarero, torturado por un insensato deseo, esa ridiculez iba a ser su futuro. Lo recorrió un escalofrío. Y de pronto todas las cadenas de pensamientos confluyeron arrebatadas e imparables. Había únicamente una posibilidad.

Las copas de los árboles se mecían en una brisa apenas perceptible. La noche oscura y negra se alzaba amenazadora ante él. Entonces se alzó, seguro y sereno, del banco y se dirigió por la grava crujiente hacia el gran edificio que dormía en blanco silencio. Debajo de una de sus ventanas hizo un alto. Estaba ciega y sin un signo brillante de luz en el que se hubiera podido encender el deseo soñador. Ahora su sangre circulaba con latidos tranquilos, y se alejó como alguien al que ya nada confunde y engaña. En su cuarto se echó sin agitación alguna sobre la cama y durmió con un sueño denso y sin imágenes hasta la señal matutina del despertar.

jueves, 4 de noviembre de 2010

El manuscrito de un loco - parte 4


Al principio aparté cuidadosamente mis ojos de él, pues era consciente de lo que él no podía ni siquiera pensar, y me glorificaba en ese conocimiento: que la luz de la locura brillaba en mis ojos como el fuego. Permanecimos unos minutos sentados en silencio. Finalmente, habló. Mi reciente disipación, y algunos comentarios extraños hechos poco después de la muerte de su hermana, eran un insulto para la memoria de ésta. Uniendo a ello otras muchas circunstancias que al principio habían escapado a su observación, había terminado por pensar que yo no la había tratado bien. Deseaba saber si tenía razón al decir que yo pensaba hacer algún reproche a la memoria de su hermana, faltando con ello al respeto a la familia. Exigía esa explicación por el uniforme que llevaba puesto.
Aquel hombre tenía un nombramiento en el ejército... ¡un nombramiento comprado con mi dinero y con la desgracia de su hermana! Él fue el que más había tramado para insidiar y quedarse con mi riqueza. Él había sido el principal instrumento para obligar a su hermana a casarse conmigo, y bien sabía que el corazón de aquélla pertenecía al piadoso muchacho. ¡Por causa de su uniforme! ¡El uniforme de su degradación! Volví mis ojos hacia él... no pude evitarlo; pero no dije una sola palabra.
Vi que bajo mi mirada se produjo en él un cambio repentino. Era un hombre valiente, pero el color desapareció de su rostro y retrocedió en su silla. Acerqué la mía a la suya; y mientras reía, pues entonces estaba muy alegre, vi cómo se estremecía. Sé que la locura brotaba de mi interior. Sentí miedo de mí mismo.
-Quería usted mucho a su hermana cuando ella vivía -le dije-. Mucho.
Miró con inquietud a su alrededor, y lo vi sujetar con la mano el respaldo de la silla; pero no dije nada.
-Es usted un villano -le dije-. Lo he descubierto. Descubrí sus infernales trampas contra mí; que el corazón de ella estaba puesto en otro cuando usted la obligó a casarse conmigo. Lo sé... lo sé.
De pronto, se levantó de un salto de la silla y blandió en alto, obligándome a retroceder, pues mientras iba hablando procuraba acercarme más a él.
Más que hablar grité, pues sentí que pasiones tumultuosas corrían por mis venas, y los viejos espíritus me susurraban y tentaban para que le sacara el corazón.
-Condenado sea -dije poniéndome en pie y lanzándome sobre él-. Yo la maté. Estoy loco. Acabaré con usted. ¡Sangre, sangre! ¡Tengo que tenerla!
Me hice a un lado para evitar un golpe que, en su terror, me lanzó con la silla, y me enzarcé con él. Produciendo un fuerte estrépito, caímos juntos al suelo y rodamos sobre él.
Fue una buena pelea, pues era un hombre alto y fuerte que luchaba por su vida, y yo un loco poderoso sediento de su destrucción. No había ninguna fuerza igual a la mía, y yo tenía la razón. ¡Sí, la razón, aunque fuera un loco! Cada vez fue debatiéndose menos. Me arrodillé sobre su pecho y le sujeté firmemente la garganta oscura con ambas manos. El rostro se le fue poniendo morado; los ojos se le salían de la cabeza y con la lengua fuera parecía burlarse de mí. Apreté todavía más.
De pronto se abrió la puerta con un fuerte estrépito y entró un grupo de gente, gritándose unos a otros que cogieran al loco.
Mi secreto había sido descubierto y ahora sólo luchaba por mi libertad. Me puse en pie antes de que me tocaran una mano, me lancé entre los asaltantes y me abrí camino con mi fuerte brazo, como si llevara un hacha en la mano y los atacara con ella. Llegué a la puerta, me lancé por el pasamanos y en un instante estaba en la calle.
Corrí veloz y en línea recta, sin que nadie se atreviera a detenerme. Por detrás oía el ruido de unos pies, y redoblé la velocidad. Se fue haciendo más débil en la distancia, hasta que por fin desapareció totalmente; pero yo seguía dando saltos entre los pantanos y riachuelos, por encima de cercas y de muros, con gritos salvajes que escuchaban seres extraños que venían hacia mí por todas partes y aumentaban el sonido hasta que éste horadaba el aire. Iba llevado en los brazos de demonios que corrían sobre el viento, que traspasaban las orillas y los setos, y giraban y giraban a mi alrededor con un ruido y una velocidad que me hacía perder la cabeza, hasta que finalmente me apartaron de ellos con un golpe violento y caí pesadamente sobre el suelo. Al despertar, me encontré aquí, en esta celda gris a la que raras veces llega la luz del sol, y por la que pasa la luna con unos rayos que sólo sirven para mostrar a mi alrededor sombras oscuras, y para que pueda ver esa figura silenciosa en la esquina. Cuando despierto, a veces puedo oír extraños gritos procedentes de partes distantes de este enorme lugar. No sé lo que son; pero no proceden de ese cuerpo pálido, y tampoco ella les presta atención. Pues desde las primeras sombras del ocaso hasta la primera luz de la mañana, esa figura sigue en pie e inmóvil en el mismo lugar, escuchando la música de mi cadena de hierro, y viéndome saltar sobre mi lecho de paja.

Charles Dickens

El manuscrito de un loco - parte 3


Finalmente, los viejos espíritus que antes habían estado conmigo tan a menudo me susurraron al oído que había llegado el momento y pusieron la navaja abierta en mi mano. La sujeté con firmeza, la elevé suavemente desde el lecho y me incliné sobre mi esposa, que yacía dormida. Tenía el rostro enterrado en las manos. Las aparté suavemente y cayeron descuidadamente sobre su pecho. Había estado llorando, pues los rastros de las lágrimas seguían húmedos sobre las mejillas. Su rostro estaba tranquilo y plácido, y mientras lo miraba, una sonrisa tranquila iluminó sus rasgos pálidos. Le puse la mano suavemente en el hombro. Se sobresaltó... había sido tan sólo un sueño pasajero. Me incliné de nuevo hacia delante y ella gritó y despertó.
Un solo movimiento de mi mano y nunca habría vuelto a emitir un grito o sonido. Pero me asusté y retrocedí. Sus ojos estaban fijos en los míos. No sé por qué, pero me acobardaban y asustaban; y gemí ante ellos. Se levantó, sin dejar de mirarme con fijeza. Yo temblaba; tenía la navaja en la mano, pero no podía moverme. Ella se dirigió hacia la puerta. Cuando estaba cerca, se dio la vuelta y apartó los ojos de mi rostro. El encantamiento se deshizo. Di un salto hacia delante y la sujeté por el brazo. Lanzando un grito tras otro, se dejó caer al suelo.
Podría haberla matado sin lucha, pero se había provocado la alarma en la casa. Oí pasos en los escalones. Dejé la cuchilla en el cajón habitual, abrí la puerta y grité en voz alta pidiendo ayuda.
Vinieron, la cogieron y la colocaron en la cama. Permaneció con el conocimiento perdido durante varias horas; y cuando recuperó la vida, la mirada y el habla, había perdido el sentido y desvariaba furiosamente.
Llamamos a varios médicos, hombres importantes que llegaron hasta mi casa en finos carruajes, con hermosos caballos y criados llamativos. Estuvieron junto a su lecho durante semanas. Celebraron una importante reunión y consultaron unos con otros, en voz baja y solemne, en otra habitación. Uno de ellos, el más inteligente y famoso, me llevó con él a un lado y me rogó que me preparara para lo peor. Me dijo que mi esposa estaba loca... ¡a mí, al loco! Permaneció cerca de mí junto a una ventana abierta, mirándome directamente al rostro y dejando una mano sobre mi hombro. Con un pequeño esfuerzo habría podido lanzarlo abajo, a la calle. Habría sido divertido hacerlo, pero mi secreto estaba en juego y dejé que se marchara. Unos días más tarde me dijeron que debía someterla a algunas limitaciones: debía proporcionarle alguien que la cuidara. ¡Me lo pedían a mí!¡Salí al campo abierto, donde nadie pudiera escucharme, y reí hasta que el aire resonó con mis gritos!
Murió al día siguiente. El anciano de cabello blanco la siguió hasta la tumba y los orgullosos hermanos dejaron caer una lágrima sobre el cadáver insensible de aquella cuyos sufrimientos habían considerado con músculos de hierro mientras vivió. Todo aquello alimentaba mi alegría secreta, y reía oculto por el pañuelo blanco que tenía sobre el rostro mientras regresamos cabalgando a casa, hasta que las lágrimas brotaron de mis ojos.
Pero aunque había cumplido mi objetivo, y la había asesinado, me sentí inquieto y perturbado, y pensé que no tardarían mucho en conocer mi secreto. No podía ocultar la alegría y el regocijo salvaje que hervían en mi interior y que cuando estaba a solas, en casa, me hacía dar saltos y batir palmas, dando vueltas y más vueltas en un baile frenético, y gritar en voz muy alta. Cuando salía y veía a las masas atareadas que se apresuraban por la calle, o acudía al teatro y escuchaba el sonido de la música y contemplaba la danza de los demás, sentía tal gozo que me habría precipitado entre ellos y les habría despedazado miembro a miembro, aullando en el éxtasis que me produciría. Pero apretaba los dientes, afirmaba los pies en el suelo y me clavaba las afilada uñas en las manos. Mantenía el secreto y nadie sabía aún que yo era un loco.
Recuerdo, aunque es una de las últimas cosa que puedo recordar, pues ahora la realidad se mezcla con mis sueños, y teniendo tanto que hacer, habiéndome traído siempre aquí tan presurosamente, no me queda tiempo para separar entre lo dos, por la extraña confusión en la que se hallan mezclados... Recuerdo de qué manera finalmente se supo. ¡Ja, ja! Me parece ver ahora sus mirada asustadas, y sentir cómo se apartaban de mí mientras yo hundía mi puño cerrado en sus rostros blancos y luego escapaba como el viento, y los dejaba gritando atrás. Cuando pienso en ello me vuelve la fuerza de un gigante. Miren cómo se curva esta barra de hierro con mis furiosos tirones. Podría romperla como si fuera una ramita, pero sé que detrás hay largas galerías con muchas puertas; no creo que pudiera encontrar el camino entre ellas; y aunque pudiera, sé que allá abajo hay puertas de hierro que están bien cerradas con barras. Saben que he sido un loco astuto, y están orgullosos de tenerme aquí para poder mostrarme.
Veamos, sí, había sido descubierto. Era ya muy tarde y de noche cuando llegué a casa y encontré allí al más orgulloso de los tres orgullosos hermanos, esperando para verme... dijo que por un asunto urgente. Lo recuerdo bien. Odiaba a ese hombre con todo el odio de un loco. Muchas veces mis dedos desearon despedazarlo. Me dijeron que estaba allí y subí presurosamente las escaleras. Tenía que decirme unas palabras. Despedí a los criados. Era tarde y estábamos juntos y a solas... por primera vez.

El manuscrito de un loco - parte 2


Las riquezas fueron mías, la abundancia se derramó sobre mí y alborotaba entre placeres que multiplicaban por mil la conciencia de mi secreto bien guardado. Heredé un patrimonio. La ley, la propia ley de ojos de águila, había sido engañada, y había entregado en las manos de un loco miles de discutidas libras. ¿Dónde estaba el ingenio de los hombres listos de mente sana? ¿Dónde la habilidad de los abogados, ansiosos por descubrir un fallo? La astucia del loco los había superado a todos.

Tenía dinero. ¡Cómo me cortejaban! Lo gastaba profusamente. ¡Cómo me alababan! ¡Cómo se humillaban ante mí aquellos tres hermanos orgullosos y despóticos! ¡Y el anciano padre de cabellos blancos, qué deferencia, qué respeto, qué dedicada amistad, cómo me veneraba! El anciano tenía una hija y los hombres una hermana; y los cinco eran pobres. Yo era rico, y cuando me casé con la joven vi una sonrisa de triunfo en los rostros de sus necesitados parientes, pues pensaban que su plan había funcionado bien y habían ganado el premio. A mí me tocaba sonreír. ¡Sonreír! Reírme a carcajada limpia, arrancarme los cabellos y dar vueltas por el suelo con gritos de gozo. Bien poco se daban cuenta de que la habían casado con un loco.

Pero un momento. De haberlo sabido, ¿la habrían salvado? La felicidad de la hermana contra el oro de su marido. ¡La más ligera pluma lanzada al aire contra la alegre cadena que adornaba mi cuerpo! Pero en una cosa, pese a toda mi astucia, fui engañado. Si no hubiera estado loco, pues aunque los locos tenemos bastante buen ingenio a veces nos confundimos, habría sabido que la joven antes habría preferido que la colocaran rígida y fría en una pesado ataúd de plomo que llegar vestida de novia a mi rica y deslumbrante casa. Habría sabido que su corazón pertenecía a un muchacho de ojos oscuros cuyo nombre le oí pronunciar una vez entre suspiros en uno de sus sueños turbulentos, y que me había sido sacrificada para aliviar la pobreza del hombre anciano de cabellos blancos y de sus soberbios hermanos.

Ahora no recuerdo ni las formas ni los rostros, pero sé que ella era hermosa. Sé que lo era, pues en las noches iluminadas por la luna, cuando me despierto sobresaltado de mi sueno y todo está tranquilo a mi alrededor, veo, de pie e inmóvil en una esquina de esta celda, una figura ligera y desgastada de largos cabellos negros que le caen por el rostro, agitados por un viento que no es de esta tierra, y unos ojos que fijan su mirada en los míos y jamás parpadean o se cierran. ¡Silencio! La sangre se me congela en el corazón cuando escribo esto... ese cuerpo es el de ella; el rostro está muy pálido y los ojos tienen un brillo vidrioso, pero los conozco bien. La figura nunca se mueve; jamás gesticula o habla como las otras que llenan a veces este lugar, pero para mí es mucho más terrible, peor incluso que los espíritus que me tentaban hace muchos años... Ha salido fresca de la tumba, y por eso resulta realmente mortal.

Durante casi un año vi cómo ese rostro se iba volviendo cada vez más pálido; durante casi un año vi las lágrimas que caían rodando por sus dolientes mejillas, y nunca conocí la causa. Sin embargo, finalmente lo descubrí. No podía evitar durante mucho tiempo que me enterara. Ella nunca me había querido; por mi parte, yo nunca pensé que lo hiciera; ella despreciaba mi riqueza y odiaba el esplendor en el que vivía; pero yo no había esperado eso. Ella amaba a otro y a mí jamás se me había ocurrido pensar en tal cosa. Me sobrecogieron unos sentimientos extraños y giraron y giraron en mi cerebro pensamientos que parecían impuestos por algún poder extraño y secreto. No la odiaba, aunque odiaba al muchacho por el que lloraba. Sentía piedad, sí, piedad, por la vida desgraciada a la que la habían condenado sus parientes fríos y egoístas. Sabía que ella no podía vivir mucho tiempo, pero el pensamiento de que antes de su muerte pudiera engendrar algún hijo de destino funesto, que transmitiría la locura a sus descendientes, me decidió. Resolví matarla.
Durante varias semanas pensé en el veneno, y luego en ahogarla, y en el fuego. Era una visión hermosa la de la gran mansión en llamas, y la esposa del loco convirtiéndose en cenizas. Pensé también en la burla de una gran recompensa, y algún hombre cuerdo colgando y mecido por el viento por un acto que no había cometido... ¡y todo por la astucia de un loco! Pensé a menudo en ello, pero finalmente lo abandoné. ¡Ay! ¡El placer de afilar la navaja un día tras otro, sintiendo su borde afilado y pensando en la abertura que podía causar un golpe de su borde delgado y brillante!

El manuscrito de un loco - parte 1


¡Sí...! ¡Un loco! ¡Cómo sobrecogía mi corazón esa palabra hace años! ¡Cómo habría despertado el terror que solía sobrevenirme a veces, enviando la sangre silbante y hormigueante por mis venas, hasta que el rocío frío del miedo aparecía en gruesas gotas sobre mi piel y las rodillas se entrechocaban por el espanto! Y, sin embargo, ahora me agrada. Es un hermoso nombre. Muéstrenme al monarca cuyo ceño colérico haya sido temido alguna vez más que el brillo de la mirada de un loco... cuyas cuerdas y hachas fueran la mitad de seguras que el apretón de un loco. ¡Ja, ja! ¡Es algo grande estar loco! Ser contemplado como un león salvaje a través de los barrotes de hierro... rechinar los dientes y aullar, durante la noche larga y tranquila, con el sonido alegre de una cadena, pesada... y rodar y retorcerse entre la paja extasiado por tan valerosa música. ¡Un hurra por el manicomio! ¡Ay, es un lugar excelente!
Me acuerdo del tiempo en el que tenía miedo de estar loco; cuando solía despertarme sobresaltado, caía de rodillas y rezaba para que se me perdonara la maldición de mi raza; cuando huía precipitadamente ante la vista de la alegría o la felicidad, para ocultarme en algún lugar solitario y pasar fatigosas horas observando el progreso de la fiebre que consumiría mi cerebro. Sabía que la locura estaba mezclada con mi misma sangre y con la médula de mis huesos. Que había pasado una generación sin que apareciera la pestilencia y que era yo el primero en quien reviviría. Sabía que tenía que ser así: que así había sido siempre, y así sería; y cuando me acobardaba en cualquier rincón oscuro de una habitación atestada, y veía a los hombres susurrar, señalarme y volver los ojos hacia mí, sabía que estaban hablando entre ellos del loco predestinado; y yo huía para embrutecerme en la soledad.
Así lo hice durante años; fueron unos años largos, muy largos. Aquí las noches son largas a veces... larguísimas; pero no son nada comparadas con las noches inquietas y los sueños aterradores que sufría en aquel tiempo. Sólo recordarlo me da frío. En las esquinas de la habitación permanecían acuclilladas formas grandes y oscuras de rostros insidiosos y burlones, que luego se inclinaban sobre mi cama por la noche, tentándome a la locura. Con bajos murmullos me contaban que el suelo de la vieja casa en la que murió el padre de mi padre estaba manchado por su propia sangre, que él mismo se había provocado en su furiosa locura. Me tapaba los oídos con los dedos, pero gritaban dentro de mi cabeza hasta que la habitación resonaba con los gritos que decían que una generación antes de él la locura se había dormido, pero que su abuelo había vivido durante años con las manos unidas al suelo por grilletes para impedir que se despedazara a sí mismo con ellas. Sabía que contaban la verdad... bien que lo sabía. Lo había descubierto años antes, aunque habían intentado ocultármelo. ¡Ja, ja! Era demasiado astuto para ellos, aunque me consideraran como un loco.
Finalmente llegó la locura y me maravillé de que alguna vez hubiera podido tenerle miedo. Ahora podía entrar en el mundo y reír y gritar con los mejores de entre ellos. Yo sabía que estaba loco, pero ellos ni siquiera lo sospechaban. ¡Solía palmearme a mí mismo de placer al pensar en lo bien que les estaba engañando después de todo lo que me habían señalado y de cómo me habían mirado de soslayo, cuando yo no estaba loco y sólo tenía miedo de que pudiera enloquecer algún día! Y cómo solía reírme de puro placer, cuando estaba a solas, pensando lo bien que guardaba mi secreto y lo rápidamente que mis amables amigos se habrían apartado de mí de haber conocido la verdad. Habría gritado de éxtasis cuando cenaba a solas con algún estruendoso buen amigo pensando en lo pálido que se pondría, y lo rápido que escaparía, al saber que el querido amigo que se sentaba cerca de él, afilando un cuchillo brillante y reluciente, era un loco con toda la capacidad, y la mitad de la voluntad, de hundirlo en su corazón. ¡Ay, era una vida alegre!

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Una pequeña fábula


“Ay”, dijo el ratón, “el mundo se está haciendo más chiquito cada día. Al principio era tan grande que yo tenía miedo, corría y corría, y me alegraba cuando al fin veía paredes a lo lejos a diestra y siniestra, pero estas largas paredes se han achicado tanto que ya estoy en la última cámara, y ahí en la esquina está la trampa a la cual yo debo caer”.
“Sólamente tienes que cambiar tu dirección”, dijo el gato, y se lo comió.

Kafka