jueves, 4 de noviembre de 2010

El manuscrito de un loco - parte 2


Las riquezas fueron mías, la abundancia se derramó sobre mí y alborotaba entre placeres que multiplicaban por mil la conciencia de mi secreto bien guardado. Heredé un patrimonio. La ley, la propia ley de ojos de águila, había sido engañada, y había entregado en las manos de un loco miles de discutidas libras. ¿Dónde estaba el ingenio de los hombres listos de mente sana? ¿Dónde la habilidad de los abogados, ansiosos por descubrir un fallo? La astucia del loco los había superado a todos.

Tenía dinero. ¡Cómo me cortejaban! Lo gastaba profusamente. ¡Cómo me alababan! ¡Cómo se humillaban ante mí aquellos tres hermanos orgullosos y despóticos! ¡Y el anciano padre de cabellos blancos, qué deferencia, qué respeto, qué dedicada amistad, cómo me veneraba! El anciano tenía una hija y los hombres una hermana; y los cinco eran pobres. Yo era rico, y cuando me casé con la joven vi una sonrisa de triunfo en los rostros de sus necesitados parientes, pues pensaban que su plan había funcionado bien y habían ganado el premio. A mí me tocaba sonreír. ¡Sonreír! Reírme a carcajada limpia, arrancarme los cabellos y dar vueltas por el suelo con gritos de gozo. Bien poco se daban cuenta de que la habían casado con un loco.

Pero un momento. De haberlo sabido, ¿la habrían salvado? La felicidad de la hermana contra el oro de su marido. ¡La más ligera pluma lanzada al aire contra la alegre cadena que adornaba mi cuerpo! Pero en una cosa, pese a toda mi astucia, fui engañado. Si no hubiera estado loco, pues aunque los locos tenemos bastante buen ingenio a veces nos confundimos, habría sabido que la joven antes habría preferido que la colocaran rígida y fría en una pesado ataúd de plomo que llegar vestida de novia a mi rica y deslumbrante casa. Habría sabido que su corazón pertenecía a un muchacho de ojos oscuros cuyo nombre le oí pronunciar una vez entre suspiros en uno de sus sueños turbulentos, y que me había sido sacrificada para aliviar la pobreza del hombre anciano de cabellos blancos y de sus soberbios hermanos.

Ahora no recuerdo ni las formas ni los rostros, pero sé que ella era hermosa. Sé que lo era, pues en las noches iluminadas por la luna, cuando me despierto sobresaltado de mi sueno y todo está tranquilo a mi alrededor, veo, de pie e inmóvil en una esquina de esta celda, una figura ligera y desgastada de largos cabellos negros que le caen por el rostro, agitados por un viento que no es de esta tierra, y unos ojos que fijan su mirada en los míos y jamás parpadean o se cierran. ¡Silencio! La sangre se me congela en el corazón cuando escribo esto... ese cuerpo es el de ella; el rostro está muy pálido y los ojos tienen un brillo vidrioso, pero los conozco bien. La figura nunca se mueve; jamás gesticula o habla como las otras que llenan a veces este lugar, pero para mí es mucho más terrible, peor incluso que los espíritus que me tentaban hace muchos años... Ha salido fresca de la tumba, y por eso resulta realmente mortal.

Durante casi un año vi cómo ese rostro se iba volviendo cada vez más pálido; durante casi un año vi las lágrimas que caían rodando por sus dolientes mejillas, y nunca conocí la causa. Sin embargo, finalmente lo descubrí. No podía evitar durante mucho tiempo que me enterara. Ella nunca me había querido; por mi parte, yo nunca pensé que lo hiciera; ella despreciaba mi riqueza y odiaba el esplendor en el que vivía; pero yo no había esperado eso. Ella amaba a otro y a mí jamás se me había ocurrido pensar en tal cosa. Me sobrecogieron unos sentimientos extraños y giraron y giraron en mi cerebro pensamientos que parecían impuestos por algún poder extraño y secreto. No la odiaba, aunque odiaba al muchacho por el que lloraba. Sentía piedad, sí, piedad, por la vida desgraciada a la que la habían condenado sus parientes fríos y egoístas. Sabía que ella no podía vivir mucho tiempo, pero el pensamiento de que antes de su muerte pudiera engendrar algún hijo de destino funesto, que transmitiría la locura a sus descendientes, me decidió. Resolví matarla.
Durante varias semanas pensé en el veneno, y luego en ahogarla, y en el fuego. Era una visión hermosa la de la gran mansión en llamas, y la esposa del loco convirtiéndose en cenizas. Pensé también en la burla de una gran recompensa, y algún hombre cuerdo colgando y mecido por el viento por un acto que no había cometido... ¡y todo por la astucia de un loco! Pensé a menudo en ello, pero finalmente lo abandoné. ¡Ay! ¡El placer de afilar la navaja un día tras otro, sintiendo su borde afilado y pensando en la abertura que podía causar un golpe de su borde delgado y brillante!

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