martes, 23 de abril de 2013

La barrica de amontillado

Era entonces media noche, y mi obra tocaba a su fin; había completado ya la octava línea de ladrillos, la novena y la décima y una parte de la undécima y última, faltándome tan sólo ajustar una piedra.
La moví con trabajo, y la coloqué al fin en la posición deseada. En el mismo momento resonó en el nicho una carcajada ahogada que me puso los cabellos de punta, y a la cual siguió una voz triste que a duras penas reconocí como la de Fortunato.
-¡Ah, ah! -exclamaba-. ¡No es mala broma! ¡Buena jugarreta! ¡Cómo nos reiremos en el palacio, ja, ja, de nuestro buen vino!
-¡Del amontillado! -dije yo.
-¡Ja, ja! Sí, del amontillado. Pero ya es tarde. ¿No nos esperan en el palacio la señora Fortunato y los demás? Vámonos.
-Sí -repuse-, vámonos.
-”¡Por amor de Dios, Montresor!”
-Sí -dije-, por amor de Dios.
Estas palabras quedaron sin contestación; en vano apliqué el oído, e impaciente ya, grité con fuerza:
-¡Fortunato!
Nada. Introduje mi luz a través de la abertura que había quedado y la dejé caer dentro. Sólo me contestó un ruido de campanillas que me hizo daño en el corazón, sin duda a causa de la humedad de las catacumbas. Me apresuré a poner término a mi obra, hice un esfuerzo, ajusté la última piedra y la cubrí de mortero, levantando después la antigua pared de osamentas para tapar la nueva mampostería. Desde hace medio siglo ningún mortal las ha tocado. In pace requiescat.

 Edgar Allan Poe

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