domingo, 15 de septiembre de 2013

EL SUICIDA

Y está, señoras y señores -a quienes no estoy guiando en realidad era su oficina hasta hace unos minutos; este hombre del que jamás oyeron hablar. Ahí están las facturas en la cubeta, la ceniza en el cenicero, la agenda gris delante de él, los archivos atestados, el jurado cómplice de su correspondencia sin contestar dormitando bajo el pisapapeles a la brisa que llega de la ventana de donde saltó; y aquí está el receptor rajado que nunca se reparó y el anotador con su último garabato que podría ser su propia úlcera intestinal o podría ser el laberinto florido por el que había vagado deliciosamente hasta tropezar de pronto en una alcantarilla bajo las malvas, consciente finalmente de todo lo que le faltaba. La punta del lápiz obviamente se había roto, aunque, cuando abandonó este sitio mediante una pirueta felina o un simple acto de desaparición, para quienes lo reconocieron a pesar del revoltijo en la vereda, ese hombre con tímida sonrisa dejó atrás algo que estaba intacto. Louis MacNeice

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