Convendría separarla de la Dio-logía , cuyos Padres
se despliegan desde Moisés a James Joyce, pasando por Meister Eckhart, pero
cuyo lugar, nos parece, es nuevamente Freud quien mejor lo marca. Como lo dije:
sin ese lugar marcado, la teoría psicoanalítica se reduciría a lo que es, para
mejor o para peor, un delirio de tipo schreberiano; Freud no se engañó al
respecto y no vacila en reconocerlo (cf. precisamente su "caso
Schreber").
Ese lugar de Dios-el-Padre es el que designé como
Nombre-del-Padre y el que me proponía ilustrar en lo que debía ser el
decimotercer año de mi seminario (mi undécimo en Sainte-Anne) cuando un pasaje
al acto de mis colegas psicoanalistas me forzó a ponerle punto final después de
mi primera lección. Nunca retomaré ese tema, pues veo en él que ese sello
no podría aún ser abierto por el psicoanálisis.
En efecto, la posición del psicoanalista está suspendida a
una relación muy hiante. Pero no sólo a ella, pues se le requiere que construya
la teoría de la equivocación esencial del sujeto en la teoría: lo que llamamos
el sujeto supuesto al saber.
Una teoría que incluye una falta que debe volverse a
encontrar en todos los niveles; inscribirse aquí como indeterminación, allí
como certeza yformar el nudo de lo ininterpretable; en ella me esfuerzo,
sin dejar de experimentar su atopia sin precedentes. La pregunta aquí es: ¿qué
soy yo para osar una tal elaboración? La respuesta es sencilla: un psicoanalista.
La respuesta es suficiente, si se limita su alcance a lo que tengo de un
psicoanalista: la práctica.
Ahora bien, es precisamente en la práctica donde el
psicoanalista debe estar a la altura de la estructura que la determina, no en
su forma mental, ¡por desgracia! Allí justamente se encuentra el impasse, pero
en su posición de sujeto en tanto que inscrita en lo real: una tal inscripción
es lo que define propiamente el acto.
En la estructura de la equivocación del sujeto supuesto
al saber, el psicoanalista (pero ¿quiés es y dóde está y cuándo está, agote
usted la lira de las categorías, es decir, la indeterminación de su sujeto, el
psicoanalista?), no obstante, debe encontrar la cereza de su acto y la hiancia
que hace su ley.
¿Llegaré acaso a recordarles, a quienes algo saben de esto,
la irreductibilidad de lo que queda de ello al final del psicoanálisis y que
Freud indicó (en Análisis terminable e interminable) bajo los términos de
castración, incluso de envidia del pene?
¿Acaso puede evitarse que dirigiéndome a una audiencia a la
que nada prepara para esta intrusión del acto psicoanalítico, pues ese acto
sólo se le presenta bajo disfraces que lo degradan y desvían, el sujeto que mi
discurso delimita, no siga siendo lo que es para nuestra realidad de ficción
psicologizante: en el peor de los casos el sujeto de la representación, el
sujeto del obispo de Berkeley, punto muerto del idealismo; en el mejor, el
sujeto de la comunicación, de lo intersubjetivo del mensaje y de la
información, inútil incluso como contribución a nuestro problema?
Aunque hayan llegado al punto de decirme, para que acuda a
este encuentro, que era popular en Nápoles, no puedo ver en el éxito de mis
Escritos más que el signo de que mi trabajo emerge en este momento del
presentimiento univeersal, que resulta de otras emergencias más opacas.
Esta interpretación es sin duda justa, si se comprueba que
este eco produce más allá del campo francés, donde esta acogida se explica
mejor por la exclusión en la que la mantuve durante veinte años.
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