Pero una noche oí crujir el
entarimado a mis espaldas. Crujió de un modo singular. Me estremecí. Me volví.
No vi nada. Y no volví a pensar en ello.
Pero al día siguiente, a la misma
hora, se produjo el mismo ruido. Tuve tanto miedo que me levanté, seguro,
completamente seguro de que no estaba solo en mi cuarto. No se veía nada sin
embargo. El aire estaba límpido y transparente en todas partes. Mis dos
lámparas iluminaban todos los rincones.
El ruido no se repitió y fui
calmándome poco a poco; sin embargo, permanecía inquieto y me volvía a menudo.
Al día siguiente me encerré a
hora temprana, buscando la forma en que podría conseguir ver lo Invisible que
me visitaba.
Y lo vi. Estuve a punto de morir
de terror.
Había encendido todas las bujías
de mi chimenea y de mi lustro. La habitación estaba iluminada como para una
fiesta. Sobre la mesa ardían mis dos lámparas.
Frente a mí, la cama, una vieja
cama de roble con columnas. A la derecha, mi chimenea. A la izquierda, la
puerta, con el cerrojo echado. A mi espalda, un grandísimo armario de luna. Me
miré en él. Tenía unos ojos extraños y las pupilas muy dilatadas.
Luego me senté como todos los
días.
La víspera y la antevíspera el
ruido se había producido a las nueve y veintidós minutos. Esperé. Cuando llegó
el momento preciso, percibí una sensación indescriptible, como si un fluido, un
fluido irresistible hubiera penetrado en mí por todas las parcelas de mi carne,
sumiendo mi alma en un espanto atroz. Y se produjo el crujido, justo a mi lado.
Me incorporé volviéndome tan
deprisa que estuve a punto de caerme. Se veía como en pleno día, ¡pero yo no me
vi en el espejo! Estaba vacío, claro, lleno de luz. Yo no estaba dentro, y sin
embargo me hallaba enfrente. Lo miré con ojos enloquecidos. No me atrevía a
avanzar hacia él, sintiendo que entre nosotros se interponía él, lo Invisible,
y que me tapaba.
¡Qué miedo pasé! Y he aquí que
empecé a verlo envuelto en bruma en el fondo del espejo, en una bruma como a
través del agua; y me parecía que aquella agua fluía de izquierda a derecha,
lentamente, volviéndome más preciso segundo a segundo. Era como el final de un
eclipse. Lo que me tapaba no tenía contornos, sino una especie de transparencia
opaca que iba aclarándose poco a poco.
Y finalmente pude verme con
claridad, como hago todos los días cuando me miro.
¡Lo había visto!
Y no he vuelto a verlo.
Pero lo espero sin cesar, y
siento que mi cabeza se extravía en esa espera.
Permanezco horas, noches, días y
semanas delante del espejo esperándolo. ¡Ya no viene!
Ha comprendido que yo lo había
visto. Mas yo sé que lo esperaré siempre, hasta la muerte, que lo esperaré sin
descanso, delante de ese espejo, como un cazador al acecho.
Y en ese espejo empiezo a ver
imágenes locas, monstruos, cadáveres horribles, toda clase de bestias
espantosas, de seres atroces, todas las visiones inverosímiles que deben acosar
la mente de los locos.
Ésta es mi confesión, querido
doctor. Dígame qué debo hacer.
FIN
Guy de Maupassant
No hay comentarios.:
Publicar un comentario