Pronto
Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que
descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente
abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la
cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca
para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
-¡Jordán!
¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán
corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
-¡Soy yo,
Alicia, soy yo!
Alicia lo
miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato
de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano
de su marido, acariciándola temblando.
Entre sus
alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre
los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos
volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa,
desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la
última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose
de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y
siguieron al comedor.
-Pst... -se
encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... poco hay que
hacer...
-¡Sólo eso
me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue
extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía
siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero
cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche
se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la
sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde
el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la
cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón.
Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban
hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego
el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces
continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio
agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama,
y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Alicia
murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya,
miró un rato extrañada el almohadón.
-¡Señor!
-llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de
sangre.
Jordán se
acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos
lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas
oscuras.
-Parecen
picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
-Levántelo a
la luz -le dijo Jordán.
La sirvienta
lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y
temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
-¿Qué hay?
-murmuró con la voz ronca.
-Pesa
mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo
levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del
comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores
volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta,
llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas,
moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola
viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a
noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su
boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La
picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había
impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la
succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a
Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a
adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece
serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de
pluma.
Horacio
Quiroga
Cuentos de amor de
locura y de muerte, 1917
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