Un
día, un ratoncito asomó la nariz fuera de su agujero y vio que un gran toro
pastaba apaciblemente, apenas a una docena de metros de distancia. Retozón,
como siempre, el ratoncito se acercó a él por detrás y le propinó un ligero
mordisco en el pie.
El
toro lanzó un aterrador mugido y echó a correr por el campo, desgarrando la
hierba y mirando fieramente a su alrededor, como si buscara a un enemigo. El
ratoncito corrió detrás de él, porque no quería perderse esa diversión.
-¡Alguien
me ha mordido el pie! -bramó el toro-. ¡Alguien me ha mordido el pie y no
descansaré hasta descubrirlo! ¡Simplemente, no lo toleraré!
-¿Te
dolió mucho? -preguntó el ratoncito, asomando con mucha precaución la cabeza
por entre un montón de hierba.
-No
-dijo el toro, con más suavidad-. Realmente, no me dolió, pero no quiero que me
muerdan” el pie.
-Fui
yo quien lo hizo, noble toro -chilló el ratoncito-. Aunque sólo soy un ratón,
obtuve una victoria sobre cuatro cascos, un poderoso cuerpo y un par de
cuernos.
Y
meneando la cola, escapó.
El
toro miró el sitio donde había estado el ratón y, después de un momento, se
alejó confuso.
-Debí
comprender que ninguna persona importante se atrevería a atacarme -se dijo,
esforzándose en recuperar la dignidad perdida-. Después de todo, sólo era el
ratón.
Acá no se puede poner Me gusta!
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