Probablemente,
lo que más le gustaba al buey era la comida. Si le gustaban más otras cosas, no
las recordaba. Además, estaba demasiado atareado: araba durante todo el día,
arrancaba los tocones de los árboles o arrastraba una enorme carreta para su
amo. Al llegar la noche, se sentía cansado y le dolían los pies, pero, sobre
todo, quería cenar.
Al
terminar un fatigoso día, cuando ?sentía más hambre que nunca, tuvo que
recorrer cinco largos kilómetros para volver a la casa. Después de beber agua
fresca, se arrastró trabajosamente, con toda la rapidez posible, hasta su
pesebre. No era glotón. Sólo quería comida suficiente para un buey.
Pero
esa noche, apenas metió el hocico en el fragante heno de su pesebre, despertó a
un terrible perro que dormía allí, que quiso morderlo. El buey retrocedió,
parpadeó con sus pacientes ojos pardos y esperó. Cuando el perro dejó de ladrar
y de gruñir y volvió a acostarse, el buey intentó nuevamente mordisquear un
poco de heno, esta vez del rincón más alejado del pesebre. Con repentino
gruñido, el perro se levantó de un salto y le mordió la blanda nariz.
Ahora
bien, el buey siempre había tratado de mostrarse conciliador. Nunca se
excitaba, y si aborrecía algo, eran las peleas. Pero el perro estaba tendido
sobre su heno y él había mordisqueado lo suficiente para que se le acentuara el
apetito. Era un animal de pocas palabras, pero, después de soportar otros diez
minutos de salvajes ladridos del perro, decidió que debía decir algo al
respecto, algo que los demás cuadrúpedos -y también los bípedos- pudieran
recordar con provecho.
-Perro
-declaró, con su tono más grave-. No te comprendo muy bien. Si quieres mi cena,
estoy dispuesto a compartirla contigo. Pero a los perros no les gusta el heno y
tú ni lo comes ni me dejas comerlo. Todo ser que impide que los demás tomen lo
que él mismo no puede disfrutar, es un bribón y un ente molesto. Además, me
estoy sintiendo fastidiado -agregó el buey, con tono más serio aún-. ¡De veras!
Después
de haber pronunciado este discurso, retrocedió y bajó con aire amenazador la
maciza cabeza. El perro miró sus ojos fulgurantes y salió del pesebre.
-En
realidad, yo no me proponía hacerle daño -se dijo el buey, mientras mascaba su
heno-. Pero no habría hecho mal en propinarle un par de coces. Todos los que no
pueden ver cómo los demás disfrutan de la vida, debieran recibir una buena
lección.
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