El viento soplaba en
grandes ráfagas. Las espigas de trigo se tendían bajo los golpes de la
borrasca. Los esbeltos árboles de la selva se inclinaban humildemente, y los
animales corrían en busca de refugio. El estruendo del viento cantaba entre las
copas de los árboles, fustigaba la superficie del estanque de los lirios,
trocándola en espuma, y daba vueltas a las anchas y lisas hojas de las plantas
acuáticas.
Pero
el viejo roble seguía erguido c inmutable en el linde del bosque y no se
doblaba bajo la furia de la tormenta.
-¿Por
que no te inclinas cuando el viento golpea tus ramas? preguntó la esbelta
caña?. Yo sólo soy una frágil caña. Me balanceo con cada ráfaga.
Desdeñosamente,
el roble replicó:
-¡Bah,
eso no es nada! Las tormentas que he soportado y vencido son innumerables.
La
tormenta lo oyó y sopló furiosamente. El luminoso zigzag de un relámpago rasgó
la oscuridad del cielo, y la lluvia azotó con fuerza el ramaje del poderoso
roble. Pero el árbol resistió impasible.
Por
fin, pasó la tempestad, asomó el sol por encima de una nube, sonrió a la Tierra que estaba allá
abajo y volvió a reinar la calma.
Entonces,
salieron del claro los leñadores, blandiendo sus hachas v cantando alegremente.
Iban a talar el gigantesco roble.
Éste
se mantuvo erguido con firmeza, recibiendo valerosamente los golpes, cuando la
filosa hoja del hacha lo hería. Luego, al balancearse su enorme tronco,
profirió un terrible gemido y se desplomó con estruendo atronador. Los
leñadores le cortaron las ramas, lo ataron y se lo llevaron del bosque, donde
había estado en pie durante tantos años.
La
esbelta caña, firme y erecta en su sitio, suspiró con lástima.
-¡Qué
desgracia! -exclamó?. ¡Pobre roble! ¡Éramos tan buenos amigos!
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