jueves, 12 de junio de 2014

LA GUERRA AL MALÓN

 
I


  Cuando ingresé al Ejército, allá por mayo de 1877, el  tren que debía llevarme hasta Chivilcoy, cabecera entonces del Ferrocarril del Oeste, salía de la estación del  Parque y del mismo lugar en donde ahora se levanta,  soberbio e imponente, el teatro Colón.

Y no debe sorprender que el tren tuviese su punto de partida en el centro de la ciudad, si se considera que el desierto empezaba ahí nomás, a cuarenta leguas de la casa de gobierno.
Entonces los indios, señores soberanos de la pampa, se daban el lujo de traer sus invasiones hasta las puertas de Buenos Aires, no siendo extraño que el malón quemase las mejores poblaciones de Olavarría, Sauce Corto, la Blanca Grande, 25 de Mayo, Junín, Pergamino, etc.

Aquellas épocas -y no pertenecen a la edad de piedra, ni siquiera a la de bronce- han sido ya olvidadas,  y con ellas los pobres y heroicos milicos, cuyos restos blanquean, acaso confundidos con las osamentas del  ganado, a orillas de las lagunas o en el fondo de los  médanos.

Pero, dejemos a un lado las digresiones históricas  y vengamos al Parque.
 Mi padre, que había creído descubrir en mí todos los caracteres de un guerrero, me encajó de cadete, por no meterme de fraile, y, para que ganase en buena ley los galones, eligió para mi debut un regimiento que se hallaba en la frontera, primera línea. Una mañana fui llevado a la estación, entregado al alférez Requejo, que regresaba con un sargento y dos soldados a Trenque Lauquen, y... en marcha.


del  Comandante Manuel  Prado


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