I
Cuando ingresé al Ejército, allá por mayo de 1877, el tren que debía
llevarme hasta Chivilcoy, cabecera entonces del Ferrocarril del Oeste, salía de
la estación del Parque y del mismo lugar en donde ahora se levanta,
soberbio e imponente, el teatro Colón.
Y
no debe sorprender que el tren tuviese su punto de partida en el centro de la
ciudad, si se considera que el desierto empezaba ahí nomás, a cuarenta leguas
de la casa de gobierno.
Entonces
los indios, señores soberanos de la pampa, se daban el lujo de traer sus
invasiones hasta las puertas de Buenos Aires, no siendo extraño que el malón
quemase las mejores poblaciones de Olavarría, Sauce Corto, la Blanca Grande, 25
de Mayo, Junín, Pergamino, etc.
Aquellas
épocas -y no pertenecen a la edad de piedra, ni siquiera a la de bronce- han
sido ya olvidadas, y con ellas los pobres y heroicos milicos, cuyos
restos blanquean, acaso confundidos con las osamentas del ganado, a
orillas de las lagunas o en el fondo de los médanos.
Pero,
dejemos a un lado las digresiones históricas y vengamos al Parque.
Mi
padre, que había creído descubrir en mí todos los caracteres de un guerrero, me
encajó de cadete, por no meterme de fraile, y, para que ganase en buena ley los
galones, eligió para mi debut un regimiento que se hallaba en la frontera,
primera línea. Una mañana fui llevado a la estación, entregado al alférez Requejo,
que regresaba con un sargento y dos soldados a Trenque Lauquen, y... en marcha.
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