Una
vez que viajaban, el artista en la redecilla como soñando, y el empresario
recostado en el rincón de la ventana, leyendo un libro, el hombre del trapecio
le apostrofó suavemente. Y le dijo, mordiéndose los labios, que en lo sucesivo
necesitaba para su vivir, no un trapecio, como hasta entonces, sino dos, dos
trapecios, uno frente a otro.
El
empresario accedió en seguida. Pero el trapecista, como si quisiera mostrar que
la aceptación del empresario no tenía más importancia que su oposición, añadió
que nunca más, en ninguna ocasión, trabajaría únicamente sobre un trapecio.
Parecía horrorizarse ante la idea de que pudiera acontecerle alguna vez. El
empresario, deteniéndose y observando a su artista, declaró nuevamente su
absoluta conformidad. Dos trapecios son mejor que uno solo. Además, los nuevos
trapecios serían más variados y vistosos.
Pero
el artista se echó a llorar de pronto. El empresario, profundamente conmovido,
se levantó de un salto y le preguntó qué le ocurría, y como no recibiera
ninguna respuesta, se subió al asiento, lo acarició y abrazó y estrechó su
rostro contra el suyo, hasta sentir las lágrimas en su piel. Después de muchas
preguntas y palabras cariñosas, el trapecista exclamó, sollozando:
-Sólo
con una barra en las manos, ¡cómo podría yo vivir!
Entonces,
ya fue muy fácil al empresario consolarlo. Le prometió que en la primera
estación, en la primera parada y fonda, telegrafiaría para que instalasen el
segundo trapecio, y se reprochó a sí mismo duramente la crueldad de haber
dejado al artista trabajar tanto tiempo en un solo trapecio. En fin, le dio las
gracias por haberle hecho observar al cabo aquella omisión imperdonable. De
esta suerte, pudo el empresario tranquilizar al artista y volverse a su rincón.
En
cambio, él no estaba tranquilo; con grave preocupación espiaba, a hurtadillas,
por encima del libro, al trapecista. Si semejantes pensamientos habían empezado
a atormentarlo, ¿podrían ya cesar por completo? ¿No seguirían aumentando día
por día? ¿No amenazarían su existencia? Y el empresario, alarmado, creyó ver en
aquel sueño, aparentemente tranquilo, en que habían terminado los lloros,
comenzar a dibujarse la primera arruga en la lisa frente infantil del artista
del trapecio.
Franz Kafka
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