En un
momento lo perdí de vista hasta que al rato me gritó desde la isla. Yo no
quería seguirle el juego. Tampoco estaba seguro de animarme a atravesar el río.
Le contesté que se dejara de joder, que volviera, y me senté a esperarlo.
Calculé que no iba a tardar porque no podía estar mucho tiempo sin fumar. Pero
también esa vez me equivoqué. Me pidió que escondiera su ropa y que me fuera a
casa porque tenía ganas de dar un paseo por la isla. A dos pasos había un
muelle con botes pero ninguno de los dos quería ridiculizarse. Llamé al
barquero y le di la poca plata que tenía para que le alcanzara el paquete de
cigarrillos e intentara traerlo de vuelta. Pero no volvió. Se quedó pitando en
silencio en la otra orilla hasta que me cansé de su juego y me fui a dormir.
Creo que
fue ese episodio el que lo alejó por un tiempo de mí y del taller de tornería. La
tarde en que lo encontré tirado en la calle temí que se muriera con la
impresión de que yo lo había abandonado. La ambulancia tardó siglos en llegar y
lo llevó a un hospital donde me dijeron que tenía el cráneo roto. Mi madre se
quedaba a su lado durante la mañana y a la tarde iba yo. Cuando pudo mover los
labios me dijo que se había gastado el aguinaldo completo en la primera cuota
del torno y no se animaba a decírselo a mi madre.
Era otro
de sus juguetes tardíos pero todavía no estaba seguro de poder disfrutarlo.
"¿Me voy a morir?", me preguntó cuando se dio cuenta de que tenía una
bolsa de hielo sobre la cabeza. Le dije que no, aunque no era seguro, y le
pregunté dónde estaba su famoso torno. "Llega de Buenos Aires en el tren
de la semana que viene; es una hermosura, no te imaginas", me contestó muy
serio. Una enfermera había puesto las cosas que llevaba sobre la mesa de luz.
El pañuelo, el encendedor, la billetera vacía, unas monedas y el folleto del
torno que era italiano y parecía una nave espacial. "¿Te duele?",
dije y me senté cerca de la ventana a mirar a las chicas que atravesaban el
jardín. "Sí, desde hace mucho", murmuró. "¿Qué me pasó
ahora?" Le conté que lo había agarrado un auto y se había golpeado la
cabeza contra el pavimento. Pareció sorprenderse, como si le dijera que se
había caído de la calesita: "Y a tu madre, ¿qué le vamos a decir?".
Se refería al aguinaldo y a todo lo que otra vez no podríamos comprar. Cerró
los ojos y se durmió. O tal vez en su confusión de huesos rotos y sesos desbaratados
pensaba en lo buena que hubiera sido su vida sin mi madre y sin mí. Me incliné
para decirle al oído que no siempre se puede ganar, que a veces hay que saber
quedarse de este lado de la orilla. Hizo una mueca de disgusto y entornó los
párpados: "Eso es de cobardes; los ríos están para que uno los
cruce". Como siempre, del infortunio sacaba alguna lección que lo
disculpaba ante los demás.
Después
de hablar con el médico tuve miedo de que aquella fuera su última metáfora. A
mi madre le dije que la plata del aguinaldo se la habían robado en la calle
mientras estaba caído y que de todos modos para nosotros no habría fiestas ese
fin de año. Antes de Navidad lo trasladaron a casa, flaco y vendado como un
faquir. Ocultaba el folleto del torno abajo de la almohada. No sé si mi madre
se creyó el cuento del aguinaldo robado, pero en Nochebuena no tuvimos festejos
ni palabras bonitas. Mi padre pasaba las horas inmóvil, con la mirada puesta en
el techo. Un día me hizo una seña para que me inclinara a escucharlo: "Véndelo",
susurró, "cuando llegue véndelo por lo que te den". Me pareció que
contenía un lagrimón y le dije que no, que ahora estaba en medio de la
corriente y tenía que nadar. Después de todo, eso era lo que había querido
enseñarme. Hizo un gesto de alivio, me pasó un brazo alrededor del cuello, y
dijo: "Está bien, pero no te olvides de mandarme un bote con los
cigarrillos".
Osvaldo
Soriano
Cuentos de los años felices (1993)
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