El ciervo no fue de este parecer.
-No; no es de la ira ni del amor ni del hambre de donde
procede el mal, sino del miedo. Si fuera posible no sentir miedo, todo
marcharía bien. Nuestras patas son ligeras para la carrera y nuestro cuerpo
vigoroso. Podemos defendernos de un animal pequeño, con nuestros cuernos, y la
huida nos preserva de los grandes. Pero es imposible no sentir miedo.
Apenas
cruje una rama en el bosque o se mueve una hoja, temblamos de terror. El
corazón palpita, como si fuera a salirse del pecho, y echamos a correr. Otras
veces, una liebre que pasa, un pájaro que agita las alas o una ramita que cae,
nos hace creer que nos persigue una fiera; y salimos disparados, tal vez hacia
el lugar del peligro.
A veces, para esquivar a un perro, vamos a dar con el
cazador; otras, enloquecidos de pánico, corremos sin rumbo y caemos por un
precipicio, donde nos espera la muerte. Dormimos preparados para echar a
correr; siempre estamos alerta, siempre llenos de terror. No hay modo de
disfrutar de un poco de tranquilidad. De ahí deduzco que el origen del mal está
en el miedo.
Finalmente intervino el ermitaño y dijo lo siguiente:
-No es el hambre, el amor, la ira ni el miedo, la fuente de
nuestros males, sino nuestra propia naturaleza. Ella es la que engendra el
hambre, el amor, la ira y el miedo.
León Tolstoi
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