Un navío regresaba al puerto después de dar la vuelta al
mundo; el tiempo era bueno y todos los pasajeros estaban en el puente. Entre
las personas, un mono, con sus gestos y sus saltos, era la diversión de todos.
Aquel mono, viendo que era objeto de las miradas generales, cada vez hacía más
gestos, daba más saltos y se burlaba de las personas, imitándolas.
De pronto saltó sobre un muchacho de doce años, hijo del
capitán del barco, le quitó el sombrero, se lo puso en la cabeza y gateó por el
mástil. Todo el mundo reía; pero el niño, con la cabeza al aire, no sabía qué
hacer: si imitarlos o llorar.
El mono tomó asiento en la cofa, y con los dientes y las
uñas empezó a romper el sombrero. Se hubiera dicho que su objeto era provocar
la cólera del niño al ver los signos que le hacía mientras le mostraba la
prenda.
El jovenzuelo lo amenazaba, lo injuriaba; pero el mono
seguía su obra.
Los marineros reían. De pronto el muchacho se puso rojo de
cólera; luego, despojándose de alguna ropa, se lanzó tras el mono. De un salto
estuvo a su lado; pero el animal, más ágil y más diestro, se le escapó.
-¡No te irás! -gritó el muchacho, trepando por donde él. El
mono lo hacía subir, subir... pero el niño no renunciaba a la lucha. En la cima
del mástil, el mono, sosteniéndose de una cuerda con una mano, con la otra
colgó el sombrero en la más elevada cofa y desde allí se echó a reír mostrando
los dientes.
Del mástil donde estaba colgado el sombrero había más de dos
metros; por lo tanto, no podía cogerlo sin grandísimo peligro. Todo el mundo
reía viendo la lucha del pequeño contra el animal; pero al ver que el niño
dejaba la cuerda y se ponía sobre la cofa, los marineros quedaron paralizados
por el espanto. Un falso movimiento y caería al puente. Aun cuando cogiera el
sombrero no conseguiría bajar.
Todos esperaban ansiosamente el resultado de aquello. De
repente alguien lanzó un grito de espanto. El niño miró abajo y vaciló. En
aquel momento el capitán del barco, el padre del niño, salió de su camarote
llevando en la mano una escopeta para matar gaviotas. Vio a su hijo en el
mástil y apuntándole inmediatamente, exclamó:
-¡Al agua!... ¡Al agua o te mato!...
El niño vacilaba sin comprender.
-¡Salta o te mato!... ¡Uno, dos!...
Y en el momento en que el capitán gritaba:
-¡Tres!... -el niño se dejó caer hacia el mar.
Como una bala penetró su cuerpo en el agua; mas apenas lo
habían cubierto las olas, cuando veinte bravos marineros lo seguían.
En el espacio de cuarenta segundos, que parecieron un siglo
a los espectadores, el cuerpo del muchacho apareció en la superficie. Lo
transportaron al barco y algunos minutos después empezó a echar agua por la
boca y respiró.
Cuando su padre lo vio salvado, exhaló un grito, como si
algo lo hubiese tenido ahogado, y escapó a su camarote.
León Tolstoi
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