El moroso desenvolvimiento de sus narraciones, la humildad
del tono, su anunciada falta de originalidad y de grandeza temática en
historias que, como destaca En vida, “no significan un carajo para nadie, (son)
un montoncito de verdadera tristeza”, muestran un modo muy especial de
aproximación a la materia narrativa. Una insatisfacción que acompaña las idas y
vueltas de héroes cuyas vidas no son heroicas, ni ejemplares, ni típicas, ni siquiera
importantes: hombres que no tienen nada que contar, como no sea la historia de
algún otro; tipos que pueden cruzar la calle o no, torcer para cualquier lado;
gente que “va y viene en un tiempo que jamás se consume”.
Es un tiempo casi sin presente, que sólo vive desde el futuro de la memoria.
Ella mana el presente: “Fue un lindo tiempo, si se quiere, sólo que estaba
destinado a terminar. Todo tiempo está destinado a terminar, naturalmente, y el
principio de uno no es más que el término de otro. Pero en éste resultaba tan
claro que parecía un recuerdo desde el mismo principio” (Alrededor de la
jaula). La falta de certidumbre lleva a la memoria errátil, como a un campo de
producción de una escritura prerepresentativa. ¿Qué es, qué son, si no, ese
espacio lunar, y esa luna presente, y ese barro, en Sudeste? Origen
inapresable, presente sin datos, futuro contingente: se hace necesario recobrar
un tiempo también incontaminado en un espacio restituyente.
Es esta narrativa esencialista la que siempre me conmovió, esa monotonía, esa
persecución de lo fundamental, del ser y no del tener: los seres despojados de
todo (el Oreste de En vida; igualmente, Milo y el viejo, en Alrededor de la
jaula), personas que están frente a la naturaleza y al mundo y a las cosas y a
los otros seres como desnudos, como desapropiados. Una escritura sin duda
también desapropiada, pobre, con la riqueza de lo pobre, de lo trabajado hasta
pelarlo, para quitarle todo lo accesorio y dejar sólo lo sustantivo, lo
inmanente.
Siendo que “el lujo, el atavío y la disipación no son significantes que
sobrevengan aquí o allá, son los perjuicios del significante o del
representante mismo”, cabe preguntarse con Derrida cuál sería el agua, cuál el
barro y cuál la noche, de estos signos.
No parece absurdo pensar que tan radical poética buscó las respuestas, quizá
cerrando la parábola, en un libro como Mascaró el cazador americano, la última
novela del escritor, tan premonitoria inclusive de su propio destino. Aquí, en
esta fantasía donde los mascarones ya no son sólo máscaras sino proas y guías,
la inmersión en un sueño que se quiere colectivo parece anunciar el movimiento
de recuperación, aquel por el que la palabra sería de todos.
A esa extraordinaria coherencia entre escritura y vida, entre acción y
pensamiento, creo que alude el título de esta nota.
Página|12, 30/05/10
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