Odio desde la otra vida
Fernando sentía la
incomodidad de la mirada del árabe, que, sentado a sus espaldas a una mesa de
esterilla en el otro extremo de la terraza, no apartaba posiblemente la mirada
de su nuca. Sin poderse contener se levantó, y, a riesgo de pasar por un
demente a los ojos del otro, se detuvo frente a la mesa del marroquí y le dijo:
-Yo no le conozco a usted. ¿Por qué me está mirando?
El árabe se puso de pie y, después de saludarlo ritualmente, le dijo:
-Señor, usted perdonará. Me he especializado en ciencias ocultas y soy
un hombre sumamente sensible. Cuando yo estaba mirándole a la espalda, era que
estaba viendo sobre su cabeza una gran nube roja. Era el Crimen. Usted en esos
momentos estaba pensando en matar a su novia.
Lo que decía el desconocido era cierto. Fernando había estado pensando
en matar a su novia. El moro vio cómo el asombro se pintaba en el rostro de
Fernando y le dijo:
-Siéntese. Me sentiré muy orgulloso de su compañía durante mucho tiempo.
Fernando se dejó caer melancólicamente en el sillón esterillado. Desde
el bar de la terraza se distinguían, casi a sus pies, las murallas almenadas de
la vieja dominación portuguesa; más allá de las almenas el espejo azul de agua
de la bahía se extendía hasta el horizonte verdoso. Un transatlántico salía
hacia Gibraltar por la calle de boyas, mientras que una voz morisca, lenta,
acompañándose de un instrumento de cuerda, gañía una melodía sumamente triste y
voluptuosa. Fernando sintió que un desaliento tremendo llovía sobre su corazón.
A su lado, el caballero árabe, de gran turbante, finísima túnica y modales de
señorita, reiteró:
-Estaba precisamente sobre su cabeza. Una nube roja de fatalidad. Luego,
semejante a una flor venenosa, surgió la cabeza de su novia. Y yo vi
repetidamente que usted pensaba matarla.
Fernando, sin darse cuenta de lo que hacía, movió la cabeza, confirmando
lo que el desconocido le decía. El árabe continuó:
-Cuando desapareció la nube roja, vi una sala. Junto a una mesa dorada
había dos sillones revestidos de terciopelo verde.
Fernando ahora pensó que no tenía nada de inverosímil que el árabe
pudiera darle datos de la habitación que ocupaba Lucía, porque esta miraba al
jardín del hotel. Pero asintió con la cabeza. Estaba aturdido. Ya nada le
parecía extraordinario ni terrible. El árabe continuó:
-Junto a usted estaba su novia con el tapado bajo el brazo -y acto
seguido el misterioso oriental comenzó con un lápiz a dibujar en el mármol de
la mesa el rostro de la muchacha.
Fernando miraba aparecer el rostro de la muchacha que tanto quería,
sobre el mármol, y aquello le resultaba, en aquel extraño momento, sumamente
natural. Quizá estaba viviendo un ensueño. Quizá estaba loco. Quizá el
desconocido era un bribón que le había visto con Lucía por la Cashba. Pero lo
que este granuja no podía saber era que él pensaba en aquel momento matar a
Lucía.
-Usted estaba sentado en el sillón de terciopelo verde mientras que ella
le decía: «Tenemos que separarnos. Terminar esto. No podemos continuar así».
Ella le dijo esto y usted no respondió una palabra. ¿Es o no es cierto que ella
le dijo eso?
Fernando asintió, mecanizado, con la cabeza. El árabe sacó del bolsillo
una petaca, extrajo un cigarrillo, y dijo:
-Usted y Lucía se odian desde la otra vida.
-Ustedes se vienen odiando a través de una infinita serie de
reencarnaciones.
Fernando examinó el cobrizo perfil del hombre del turbante y luego fijó
tristemente los ojos en el espejo azul de la bahía.
El transatlántico había doblado el codo de las boyas, su penacho de humo
se inmovilizaba en el espacio, y una tristeza tremenda le aplanaba sobre el
sillón, mientras que el árabe, con una naturalidad terrorífica, proseguía:
-Y usted quiere morir porque la ama y la odia. Pero el odio es entre
ustedes más fuerte que el amor. Hace millares de años que ustedes se odian
mortalmente. Y que se buscan para dañarse y desgarrarse. Ustedes aman el dolor
que uno le inflige al otro, ustedes aman el odio porque ninguno de ustedes
podría odiar más perfectamente a otra persona de la manera que recíprocamente
se odian ya.
Todo ello era cierto. El hombre de la chilaba prosiguió:
-¿Quiere usted venir a mi casa? Le mostraré en el pasado el último
crimen que medió entre usted y su novia. ¡Ah!, perdón por no haberme
presentado. Me llamo Tell Aviv; soy doctor en ciencias ocultas.
Fernando comprendió que no tenía objeto resistirse a nada. Bribón o
clarividente, el desconocido había penetrado hasta las raíces de su terrible
problema. Golpeó el gong, y un muchachito morisco, descalzo, corrió sobre las
esteras hacia la mesa, recibió el duro «assani», presto como un galgo le trajo
el vuelto y, de pronto, Fernando se encontró bajo las techadas callejuelas
caminando al lado de su misterioso compañero, que, a pesar de gastar una
magnífica chilaba, no se recataba de pasar al lado de grasientas tiendas donde
hervían pescado día y noche, puestos de té verde, donde en amontonamiento
bestial se hacinaban piojosos campesinos descalzos.
Finalmente llegaron a una casa arrinconada en un ángulo del barrio de
Yama el Raisuli.
Tell Aviv levantó el pesado aldabón morisco y lo dejó caer; la puerta,
claveteada como la de una fortaleza, se entreabrió lentamente y un negro del
Nedjel apareció sombrío y semidesnudo. Se inclinó profundamente frente a su
amo; la puerta, entonces, se abrió aún más, y Fernando cruzó un patio sombreado
de limoneros con grandes tinajones de barro en los ángulos. Tell Aviv abrió una
puerta y le invitó a entrar. Se encontraban ahora en un salón con un estrado al
fondo cubierto de cojines. En el centro una fontana desgranaba su vara de agua.
Fernando levantó la cabeza. El techo de la habitación, como el de los salones
de la Alhambra, estaba abombado en bóveda.
Ríos de constelaciones y de estrellas se cuajaban entre las nebulosas, y
Tell Aviv, haciéndole sentar en un cojín, exclamó:
-Que la paz de Alá esté en tu corazón. Que la dulzura del Profeta aceite
tu generosidad. Que tus entrañas se cubran de miel. Eres un hombre ecuánime y
valiente. No has dudado de mi amistad.
Y como si estuvieran perdidos en una tienda del desierto, batió tan
rudamente el gong que el negro, sobresaltado, apareció con un puñado de rosas
amarillas olvidado entre las manos:
-Rakka, trae la pipa -y dirigiéndose a Fernando, aclaró-: Fumarás ahora
la pipa de la buena droga. Ello facilitará tu entrada en el plano astral. Se te
hará visible la etapa de tu último encuentro con la que hoy es tu novia. La
continuidad de vuestro odio.
Algunos minutos después Fernando sorbía el humo de una droga acre al
paladar como una pulpa de tamarindo. Así de ácida y fácil. Su cuerpo se deslizó
definitivamente sobre los cojines, mientras que su alma, diligentemente, se
deslizaba a través de espesas murallas de tinieblas. A pesar de las tinieblas,
él sabía que se encaminaba hacia un paisaje claro y penetrante. Rápidamente se
encontró en las orillas de una marisma, cargada de flexibles juncos. Fernando
no estaba ni triste ni contento, pero observaba que todas las particularidades
vegetales del paisaje tenían un relieve violento, una luminosidad expresiva,
como si un árbol allí fuera dos veces más profundamente árbol que en la tierra.
Más allá de la marisma se extendía el mar. Un velero, con sus grandes lienzos
rojos extendidos al viento se alejaba insensiblemente. De pronto Fernando se
detuvo sorprendido. Ahora estaba vestido al modo oriental, con un holgado
albornoz de verticales rayas negras y amarillas. Se llevó la mano al cinto y
allí tropezó con un pistolón de chispa.
Un pesado yatagán colgaba de su cinturón de cuero. Más allá la arena del
desierto se extendía fresca hasta el ribazo de árboles de un bosque. Fernando
se echó a caminar melancólicamente y pronto se encontró bajo la cúpula de los
árboles de corteza lisa y dura y de otros que, por un juego de luz, parecían
cubiertos por escamas de cobre oxidado. Como Tell Aviv le había dicho, la paz
estaba en él. No lejos se escuchaba el murmullo de un río. Continuó por el
sendero, y una hora después, quizá menos, se encontró en la margen del río. El
lecho estaba sembrado de peñascos y las aguas se quebraban en sus filos de
flechas de cristal. Lo notable fue que al volver la cabeza, vio un hermoso
caballo ensillado, con una hermosa silla de cuero labrado. Fernando,
sorprendido, buscó con la mirada en redor. No se veía al dueño del caballo por
ninguna parte. El caballo inmóvil, de pie junto al río, miraba melancólicamente
pasar las aguas. Fernando se acercó. Un sobresalto de terror dejó rígido su
cuerpo y rápidamente llevó la mano al alfanje. No lejos del caballo, sobre la
arena, completamente dormida se veía una boa constrictor. El vientre de la boa,
cubierto de escamas negras y amarillas aparecía repugnantemente deformado en
una gran extensión. Por la boca de la boa salían los dos pies de un hombre. No
había dudas ahora. El hombre que montaba el caballo, al llegar al río, desmontó
posiblemente para beber, y cuando estaba inclinado de cara sobre el agua,
probablemente la boa se dejó caer de la rama de un árbol sobre él, lo trituró
entre sus anillos y después se lo tragó ¡Vaya a saber cuántas horas hacía que
el caballo esperaba que su amo saliera del interior del vientre de la boa!
Fernando examinó el filo de su yatagán -era reciente y tajante-, se
aproximó a la boa, inmóvil en el amodorramiento de su digestión, y levantó el
alfanje. El golpe fue tremendo. Cercenó no sólo la cabeza del reptil, sino los
dos pies del muerto. La boa decapitada se retorció violentamente.
Entonces Fernando, considerando el atalaje del caballo, pensó que el
hombre que había sido devorado por la boa debía ser un creyente de calidad,
cuya tumba no debía ser el vientre de un monstruo. Se acercó a la boa y le
abrió el vientre. En su interior estaba el hombre muerto. Envuelto en un rico
albornoz ensangrentado, con puñal de empuñadura de oro al cinto. Un bulto se
marcaba sobre su cintura. Fernando rebuscó allí: era una talega de seda. La
abrió, y por la palma de su mano rodó una cascada de diamantes de diversos
quilates. Fernando se alegró. Luego, ayudándose de su alfanje, trabajó durante
algunas horas hasta que consiguió abrir una tumba, en la cual sepultó al
infortunado desconocido.
Luego se dirigió a la ciudad, cuyas murallas se distinguían allí a lo
lejos en el fondo de una curva que trazaba el río hacia las colinas del
horizonte.
Su día había sido satisfactorio. No todos los hijos del Islam se
encontraban con un caballo en la orilla de un río, un hombre dentro del vientre
de una boa y una fortuna en piedras preciosas dentro de la escarcela del
hombre. Alá y el Profeta evidentemente le protegían.
No estaban ya muy distantes, no, las murallas de la ciudad. Se
distinguían sus macizas torres y los centinelas con las pesadas lanzas
paseándose detrás de los merlones.
De pronto, por una de las puertas principales salió una cabalgata. Al
frente de ella iba un hombre de venerable barba. El grupo cabalgaba en
dirección de Fernando. Cuando el anciano se cruzó con Fernando, este lo saludó
llevándose reverentemente la mano a la frente. Como el anciano no le conocía,
sujetó su potro, y entonces pudo observar la cabalgadura de Fernando, porque
exclamó:
-Hermanos, hermanos, mirad el caballo de mi hijo.
Los hombres que acompañaban al anciano rodearon amenazadores a Fernando,
y el anciano prosiguió:
-Ved, ved, su montura. Ved su nombre inscrito allí.
Recién Fernando se dio cuenta de que efectivamente, en el ángulo de la
montura estaba escrito en caracteres cúficos el posible nombre del muerto.
-Hijo de un perro, ¿de dónde has sacado tú ese caballo?
Fernando no atinaba a pronunciar palabra. Las evidencias lo acusaban. De
pronto el anciano, que le revisaba y acababa de despojarle de su puñal y
alfanje ensangrentado, exclamó:
-Hermanos..., hermanos..., ved la bolsa de diamantes que mi hijo llevaba
a traficar...
Inútil fue que Fernando intentara explicarse. Los hombres cayeron con
tal furor sobre él, y le golpearon tan reciamente, que en pocos minutos perdió
el sentido. Cuando despertó estaba en el fondo de una mazmorra oscura,
adolorido.
Transcurrieron así algunas horas; de pronto la puerta crujió, dos
esclavos negros le tomaron de los brazos y le amarraron con cadenitas de bronce
las manos y los pies. Luego a latigazos le obligaron a subir los escalones de
piedra de la mazmorra, a latigazos cruzó los negros corredores y después entró
a un sendero enarenado. Su espalda y sus miembros estaban ensangrentados. Ahora
yacía junto al cantero de un selvático jardín. Las palmas y los cedros
recortaban el cielo celeste con sus abanicos y sus cúpulas; resonó un gong y
dejaron de azotarle. El anciano que le había encontrado en las afueras de la
ciudad apareció bajo la herradura de una puerta en compañía de una joven. Ella
tenía descubierto el rostro. Fernando exclamó:
Era el rostro de Lucía, su novia. Pero en el sueño él se había olvidado
de que estaba viviendo en otro siglo.
El anciano lo señaló a la joven, que era el doble de Lucía, y dijo:
-Hija mía: este hombre asesinó a tu hermano. Te lo entrego para que
tomes cumplida venganza de él.
-Soy inocente -exclamó Fernando-. Le encontré en el vientre de una boa.
Con los pies fuera de la boa. Lo sepulté piadosamente -y Fernando, a pesar de
sus amarraduras, se arrodilló frente a «Lucía». Luego, con palabras febriles,
le explicó aquel juego de la fatalidad. «Lucía», rodeada de sus eunucos le
observaba con una impaciente mirada de mujer fría y cruel, verdoso el
tormentoso fondo de los ojos. Fernando, de rodillas frente a ella, en el jardín
morisco, comprendía que aquella mirada hostil y feroz era la muralla donde se
quebraban siempre y siempre sus palabras. «Lucía» lo dejó hablar, y luego,
mirando a un eunuco, dijo:
El esclavo como hasta el fondo del jardín, luego regresó con una traílla
de siete mastines de ojos ensangrentados y humosas fauces. Fernando quiso
incorporarse, escapar, gritar otra vez su inocencia. De pronto sintió en el
hombro la quemadura de una dentellada, un hocico húmedo rozó su mejilla, otros
dientes se clavaron en sus piernas y...
El negro de Nedjel le había alcanzado una taza de té, y sentado frente a
él Tell Aviv, dijo:
-¿No me reconoces? Yo soy el criado que en la otra vida llamé a los
perros para hacerte despedazar.
Fernando se pasó la mano por los ojos. Luego murmuró:
-Todo esto es extraño e increíblemente verídico.
-Si tú quieres puedes matarla a Lucía. Entre ella y yo también hay una
cuenta desde la otra vida.
-No. Volveríamos a crear una cuenta para la próxima otra vida.
-No te costará nada. Lo haré en obsequio a tu carácter generoso.
Fernando volvió a rehusar, y, sin saber por qué, le dijo:
-Eres más saludable que el limón y más sabroso que la miel; pero no
asesines a Lucía. Y ahora, que la paz de Alá esté en ti para siempre.
Salió, pero una tranquilidad nueva estaba en el fondo de su corazón. Él
no sabía si Tell Aviv era un granuja o un doctor en magia, pero lo único que él
sabía era que debía apartarse para siempre de Lucía. Y aquella misma noche se
metió en un tren que salía para Fez, de allí regresó para Casablanca y de
Casablanca un día salió hacia Buenos Aires. Aquí le encontré yo, y aquí me
contó su historia, epilogada con estas palabras:
-Si no me hubiera ido tan lejos, creo que hubiera muerto a Lucía.
Aquello de hacerme despedazar por los perros no tuvo nombre...
Roberto
Arlt
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