sábado, 4 de junio de 2022
miércoles, 1 de junio de 2022
El gato cocido
Me acuerdo.
La vieja Pepa Mondelli vivÃa en el pueblo Las Perdices. Era tÃa de mis
cuñados, los hijos de Alfonso Mondelli, el terrible don Alfonso, que azotaba a
su mujer, MarÃa Palombi, en el salón de su negocio de ramos generales. Reventó,
no puede decirse otra cosa, cierta noche, en un altillo del caserón atestado de
mercaderÃas, mientras en Italia la Palombi gastaba entre los sacamuelas de
Terra Bossa, el dinero que don Alfonso enviaba para costear los estudios de los
hijos.
Los siete Mondelli eran ahora oscuros, egoÃstas y enteles, a semejanza
del muerto. Se contaba de este que una vez, frente a la estación del ferrocarril,
con el mango del látigo le saltó, a golpes, los ojos a un caballo que no podÃa
arrancar de los baches el carro demasiado cargado.
De MarÃa Palombi llevaban en la sangre su sensualidad precipitada, y en
los nervios el repentino encogimiento, que hace más calculadora a la ferocidad
en el momento del peligro. Lo demostraron más tarde.
Ya la MarÃa Palombi habÃa hecho morir de miedo, y a fuerza de penurias,
a su padre en un granero. Y los hijos de la tÃa Pepa fueron una noche al
cementerio, violaron el rústico panteón, y le robaron al muerto su chaleco. En
el chaleco habÃa un reloj de oro.
Yo vivà un tiempo entre esta gente. Todos sus gestos transparentaban
brutalidad, a pesar de ser suaves. Jamás vi pupilas grises tan inmóviles y
muertas. TenÃan el labio inferior ligeramente colgante, y cuando sonreÃan, sus
rostros adquirÃan una expresión de sufrimiento que se dirÃa exasperada por
cierta convulsión interior, circulaban como fantasmas entre ellos.
Entonces yo habÃa perdido mucho dinero.
Merodeaba por las calles de tierra del pueblo rojo, sin saber qué
destino darle a mi vida. Una lluvia de polvo amarillo me envolvÃa en sus
torbellinos, el sol centelleaba terriblemente en lo alto, y en la huella del
camino torcido oÃa rechinar las enormes ruedas de un carro cargado de muchas
grandes bolsas de maÃz.
Me refugiaba en la farmacia de Egidio Palombi.
En el laboratorio, encalado, Egidio trituraba sales en un mortero o, con
una espátula en un mármol, frotaba un compuesto. En tanto que yo me preparaba
un refresco con ácido cÃtrico y jarabe, Egidio decÃa, sonriendo tristemente:
-Esta receta me cuesta ocho centavos, y se la cobraré dos pesos y
sesenta y cinco.
Y sonreÃa, tristemente. O, anochecido, abrÃa la caja de hierro que en
otros tiempos perteneció a don Alfonso, sacaba el dinero, producto de la venta
del dÃa, y lo alineaba encima del tapete verde del escritorio.
Primero los amarillentos billetes de cien pesos, después los de
cincuenta, a continuación los de diez, cinco y uno. Sumaba, y decÃa:
-Hoy gané ciento treinta y cuatro pesos. Ayer gané ciento ochenta y
nueve pesos.
Y sus grandes ojos grises se detenÃan en mi rostro con fijeza
intolerable. Con un anonadamiento invencible me inmovilizaba su crueldad. Y él
repetÃa, porque comprendÃa mi angustia, repetÃa, con una expresión de
sufrimiento dibujado en el semblante por una sonrisa:
-Ciento treinta y cuatro pesos, ciento ochenta y nueve pesos.
Y lo decÃa porque sabÃa que ya habÃa perdido mi fortuna. Y ese
conocimiento le hacÃa más enorme y dulce su dinero, y necesitaba verme pálido
de odio frente a su dinero para gozarse más sabrosamente en él.
Y yo me preguntaba: -¿De quién le viene esta ferocidad?
En un automóvil de seis cilindros me llevaba a casa de su tÃa Pepa, la
hermana de su padre. Allà comÃa, para no gastar en el hotel, y la vieja,
recordando el egoÃsmo de su difunto hermano, se regocijaba en esta virtud del
sobrino.
Cuando yo llegaba, la tÃa Pepa me hacÃa recorrer su caserón, abrÃa los
armarios y me mostraba rollos de telas, bultos de frazadas y joyas que ella
regalarÃa a sus futuras nueras y conducÃame a la huerta, donde recogÃa ensalada
para el almuerzo o me mostraba las habitaciones desocupadas y la sólida reja de
las ventanas.
Si no, hablaba, interrumpiéndose, tomándome de un brazo y clavando en mÃ
sus implacables ojos grises, más grises aún en el arco de los párpados. Y a
espaldas del sobrino, me contaba de su hermano muerto, de su hermano que yo
comprendÃa habÃa robado en todas las horas de su vida, para dejar un millón de
pesos a los hijos de MarÃa Palombi.
-Y esa perra tiró todo a la calle.
Cuando nombraba a su cuñada, la tÃa Pepa masticaba su odio como una
carne pulposa, y exaltándose, contábame tantas cosas horribles, que yo
terminaba por sentir cómo su odio entrábase a tonificar mi rencor, y ambos nos
detenÃamos, estremecidos de un coraje que se hacÃa insoportable en el latido de
las venas.
-¿De dónde les viene a esa gente un alma tan sucia? Y a veces creÃa en
la herencia trasegada de la MarÃa Palombi y otras en la continuidad del
terrible don Alfonso Mondelli. Después comprendà que ambos se complementaban.
Esta historia explicará el alma de los Mondelli, el egoÃsmo y la
crueldad de los Mondelli, y su sonrisa, que les daba expresión de sufrimiento,
y su belfo colgante como el de los idiotas.
Y esta historia me la contó, riéndose, el hijo de la tÃa Pepa, aquel que
fue una noche al cementerio a robarle el chaleco al padre de MarÃa Palombi.
La tÃa Pepa tenÃa gallinas en el fondo de la casa, y junto al brasero,
siempre acurrucado a su lado, un hermoso gato negro.
Cuando una de las gallinas se «enculecó», la tÃa Pepa consiguiose una
docena de «verdaderos» huevos catalanes.
Más tarde nacieron once pollitos, que iban de un lado a otro por el
patio de tierra, bajo la implacable mirada de la vieja.
Vigilándoles, el gato negro se regodeaba, enarcando el lomo y
convirtiendo sus pupilas redondas en oblicuas rayas de oro macizo.
Una mañana devoró un pollo, y estropeó a otro de un zarpazo.
Cuando la tÃa Pepa recogió del suelo la gallinita muerta, el gato,
soleándose en la cresta del muro, malhumorado, la espiaba con el vértice de sus
ojos.
Doña Pepa no gritó. Súbitamente amontonó en ella tanta ira, que,
desesperada, fue a sentarse junto al brasero.
Al mediodÃa el gato entró al comedor. Se deslizó prudentemente,
atisbando el ojo gris de la patrona, y deteniéndose a los pies de la mesa,
maulló dolorosamente.
La tÃa Pepa le arrojó un pedazo de carne asada.
Después que los muchachos salieron, la vieja tomó una lata vacÃa, en
cuya tapa circular hizo varios agujeros, y la llenó hasta la mitad de agua.
Preparó también cierto alambre, de esos que se utilizan para atar los
fardos de pasto, y llamó al gato con voz meliflua. Este se deslizó como a
mediodÃa, prudente, desconfiado. La tÃa Pepa insistÃa, llamándole despacio,
golpeándose un muslo con la palma de la mano.
El gato maulló, quejándose de un desvÃo, luego, acercose, y frotó su
pelaje en la saya de la vieja.
Bruscamente, lo metió en el tacho, con los alambres ató la tapa, echó
más carbón en el brasero, colocó la lata encima, y tomando la pantalla, suavemente,
movió el aire para avivar el fuego.
Y sentada allÃ, la tÃa Pepa pasó la tarde escuchando los gritos del gato
que se cocÃa vivo.
Roberto Arlt