miércoles, 26 de mayo de 2010

Conocerse a sí mismo


Lo fácil y lo difícil

Hablamos de trabajos difíciles, de materias difíciles, de situaciones psicológicas difíciles, de actuaciones o circunstancias difíciles, de personas difíciles, de épocas difíciles... La lista sería inacabable y no pretendemos completarla ni dar una solución para cada uno de los casos en tan pocas líneas. Queremos, en cambio, llamar la atención sobre la posición interior de quien debe enfrentarse con lo difícil.

Casi todos reconocen que hay cosas fáciles: generalmente, son las que hacen los demás y unas pocas que cumplen satisfactoriamente cada uno de los afectados. No sé por qué la mayoría de la gente piensa que "los demás" -las "no grullas" del mito platónico- tienen cosas fáciles que hacer, y que la vida acumula las dificultades sobre uno y no sobre ellos. Será, tal vez, porque la mayoría de la gente no sabe ponerse de verdad en el lugar de los demás.

Por otra parte, cada cual sabe que, ante ciertas situaciones, puede salir airosamente del paso; cada cual sabe que tiene capacidad para hacer bien o muy bien algunas tareas. Junto a éstas, se juntan otras muchísimas que se ven como irresolubles, como metas inalcanzables.

Pensemos un poco. Lo fácil en sí no existe. Si preguntáramos , uno por uno, qué es lo que considera fácil, todos responderían de manera diferente. Existe lo que sabemos y podemos hacer, y lo que ni sabemos ni podemos hacer.

Lo fácil es lo ya aprendido, lo que ya se ha dominado y se realiza con soltura. ¿Cuándo, dónde y cómo lo hemos aprendido...? Lo cierto es que lo aprendido y lo asimilado se refleja como una cierta facilidad para actuar en la vida.

Del mismo modo, lo difícil en sí no existe. Depende de la persona y de su saber acumulado. Lo que no se conoce, lo que se presenta como algo nuevo, tiene la máscara de lo difícil. Es probable que, por no saber resolver la situación, se siga llamando "difícil" durante muchos años a una misma cosa, que ya no es tan desconocida ni nueva, sino repetitiva y temida... La experiencia del miedo y del temor a lo nuevo no es la que nos lleva a superar lo difícil. Precisamente, para evitar las dificultades, hay que evitar todo atisbo de temor.

Es natural que la vida esté repleta de cosas difíciles. Todos hemos venido al mundo para aprender, para sumar nuevos conocimientos... Si todo fuera siempre fácil sería un toque de atención: o nos hemos estancado en lo que ya sabíamos, o nos hemos vuelto inconscientes como para no reconocer los nuevos escalones...

Lo difícil es lo que nos pone frente a lo que nos corresponde adquirir en este momento, a lo que -pareciendo una dura prueba- es, sin embargo, el ejercicio indispensable para que las experiencias se abran paso en la conciencia...
Extraido del libro "Para conocerse mejor" de Delia Steinberg Guzmán
http://www.nueva-acropolis.org.ar

domingo, 23 de mayo de 2010

El guacho


Un cordero guacho, criado con toda clase de atenciones por las hijitas del pastor, vivía como un príncipe. Mantenido con leche a discreción, tampoco le faltaban golosinas, y con sólo venir balando, al momento conseguía que se ocupasen de él y le diesen mil cosas buenas: un terrón de azúcar, un pedazo de pan, granos de maíz, una zanahoria o cualquier otra cosa de su agrado. Y aunque gordo a más no poder, siempre pedía y siempre le daban de todo a pedir de boca.
Asimismo, no podía ver pasar la majada, sin dejar todo tirado, para correr a mezclarse con ella y atropellar brutalmente a los corderos recién nacidos, quitándoles la teta materna y tratando de chuparse él solo toda la leche, con balidos tan quejumbrosos como si estuviera muerto de hambre.
Hasta que un día, una oveja le preguntó si no tenía vergüenza, gordo como estaba y en estado de tan manifiesta prosperidad, de llorar así por leche; y el guacho le confesó ingenuamente lo que muchos, sin confesarlo, sienten, que nada valía para él lo que tenía, mientras veía que tuvieran algo también los demás.
El hombre sin envidia nunca es pobre de veras; ni rico de veras el envidioso.
Fábulas Argentinas

viernes, 21 de mayo de 2010

Buitres

Érase un buitre que me picoteaba los pies. Ya había desgarrado los zapatos y las medias y ahora me picoteaba los pies. Siempre tiraba un picotazo, volaba en círculos inquietos alrededor y luego proseguía la obra.

Pasó un señor, nos miró un rato y me preguntó por qué toleraba yo al buitre.

-Estoy indefenso -le dije- vino y empezó a picotearme, yo lo quise espantar y hasta pensé torcerle el pescuezo, pero estos animales son muy fuertes y quería saltarme a la cara. Preferí sacrificar los pies: ahora están casi hechos pedazos.

-No se deje atormentar -dijo el señor-, un tiro y el buitre se acabó.

-¿Le parece? -pregunté- ¿quiere encargarse del asunto?

-Encantado -dijo el señor- ; no tengo más que ir a casa a buscar el fusil, ¿Puede usted esperar media hora más?

- No sé -le respondí, y por un instante me quedé rígido de dolor; después añadí -: por favor, pruebe de todos modos.

-Bueno- dijo el señor- , voy a apurarme.

El buitre había escuchado tranquilamente nuestro diálogo y había dejado errar la mirada entre el señor y yo. Ahora vi que había comprendido todo: voló un poco, retrocedió para lograr el ímpetu necesario y como un atleta que arroja la jabalina encajó el pico en mi boca, profundamente. Al caer de espaldas sentí como una liberación; que en mi sangre, que colmaba todas las profundidades y que inundaba todas las riberas, el buitre irreparablemente se ahogaba.

Franz Kakfa Checoslovaquia: 1883-1924

terú-terú


El terú-terú, alegre, dispuesto, conversador, entrometido, burlón, lo mismo le hace los cuernos al gavilán que al buey, pero es amigo de todos, en la Pampa, y su principal oficio es avisar a cualquier bicho, de sus compañeros, de los peligros que corre o podría correr. Si cruza un perro, solo, por el campo ¡pobre de él! ¡Lo que le dirán de cosas los terús, a la pasada!, ni las ganas le dejarán de volver a pasar por allí.
Un día, a la madrugada, entre la neblina liviana que todavía flotaba encima del suelo húmedo de los bajos, se iba aproximando despacio a una laguna, un mancarrón bichoco despuntando con los dientes las matitas de pasto salado, dando algunos pasos, parándose, volviendo a caminar, hasta que se paró muy cerca de una bandada inmensa de patos dormidos en la orilla.En aquel momento, el primer rayo de sol hizo brillar detrás del mancarrón una escopeta larga, larguísima, un fusil, un cañón, capaz de no dejar vivo un solo pato de todos los de la bandada.
Pero sonó también entonces el grito de alarma del terú-terú, y ya que el mancarrón disimulaba a un cazador, peligro había para los patos amigos. "¡Terú-terú!" y éstos empezaron a levantar la cabeza; se agitaron, escucharon, miraron; "terú-terú"; gritaba el guardián honorario de los campos, hasta que se voló la bandada toda, dejando al cazador renegar contra "ese maldito pácaro de mizeria... hico de alguna matre desgraziata"...
El terú-terú se reía ahora, y se burlaba del hombre "¡terú-terú!" celebrando, aunque fuera gratuito, el servicio prestado por él a los patos; tanto que le dio rabia al cazador, y que, a pesar de lo que cuesta un tiro destinado a matar cincuenta patos (lo menos cuatro centavos y medio); "¡Santa Madonna!" clamó éste, e hizo volar por las nubes al pobre terú descuartizado.
El comedido siempre sale malparado.

La Filosofía

“Que la filosofía no es una ciencia productiva resulta evidente ya desde los primeros que filosofaron: en efecto, los hombres comenzaron a filosofar al quedarse maravillados ante algo, maravillándose en un primer momento ante lo que comúnmente causa extrañeza y después, al progresar poco a poco, sintiéndose perplejos también ante cosas de mayor importancia, por ejemplo, la luna, el sol, los astros, y ante todo, el origen del Todo.
Ahora bien, el que se siente perplejo y maravillado reconoce que no sabe. Así pues, si filosofaron por huir de la ignorancia, es obvio que perseguían el afán de conocimiento y no por utilidad alguna.”(ARISTÓTELES)

jueves, 20 de mayo de 2010

LA VERDAD... ¿ES LA VERDAD?


El rey había entrado en un estado de honda reflexión durante los últimos días. Estaba pensativo y ausente. Se hacía muchas preguntas, entre otras por qué los seres humanos no eran mejores. Sin poder resolver este último interrogante, pidió que trajeran a su presencia a un ermitaño que moraba en un bosque cercano y que llevaba años dedicado a la meditación, habiendo cobrado fama de sabio y ecuánime.


Sólo porque se lo exigieron, el eremita abandonó la inmensa paz del bosque.

--Señor, ¿qué deseas de mí? -preguntó ante el meditabundo monarca.

--He oído hablar mucho de ti -dijo el rey-. Sé que apenas hablas, que no gustas de honores ni placeres, que no haces diferencia entre un trozo de oro y uno de arcilla, pero todos dicen que eres un sabio.

--La gente dice, señor -repuso indiferente el ermitaño.

--A propósito de la gente quiero preguntarte -dijo el monarca-. ¿Cómo lograr que la gente sea mejor?

--Puedo decirte, señor -repuso el ermitaño-, que las leyes por sí mismas no bastan, en absoluto, para hacer mejor a la gente. El ser humano tiene que cultivar ciertas actitudes y practicar ciertos métodos para alcanzar la verdad de orden superior y la clara comprensión. Esa verdad de orden superior tiene, desde luego, muy poco que ver con la verdad ordinaria.


El rey se quedó dubitativo. Luego reaccionó para replicar:

--De lo que no hay duda, ermitaño, es de que yo, al menos, puedo lograr que la gente diga la verdad; al menos puedo conseguir que sean veraces.

El eremita sonrió levemente, pero nada dijo. Guardó un noble silencio.

El rey decidió establecer un patíbulo en el puente que servía de acceso a la ciudad. Un escuadrón a las órdenes de un capitán revisaba a todo aquel que entraba a la ciudad. Se hizo público lo siguiente: “Toda persona que quiera entrar en la ciudad será previamente interrogada. Si dice la verdad, podrá entrar. Si miente, será conducida al patíbulo y ahorcada”.

Amanecía. El ermitaño, tras meditar toda la noche, se puso en marcha hacia la ciudad. Su amado bosque quedaba a sus espaldas. Caminaba con lentitud. Avanzó hacia el puente. El capitán se interpuso en su camino y le preguntó:

--¿Adónde vas?

--Voy camino de la horca para que podáis ahorcarme -repuso sereno el eremita.

El capitán aseveró:

--No lo creo.

--Pues bien, capitán, si he mentido, ahórcame.

--Pero si te ahorcamos por haber mentido -repuso el capitán-, habremos convertido en cierto lo que has dicho y, en ese caso, no te habremos ahorcado por mentir, sino por decir la verdad.

--Así es -afirmó el ermitaño-.

Ahora usted sabe lo que es la verdad... ¡Su verdad!

*El Maestro dice: El aferramiento a los puntos de vista es una traba mental y un fuerte obstáculo en el viaje interior.



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martes, 18 de mayo de 2010

BON JOVI - Blood on Blood (JAPAN Dec 31, 1990)

Había un rey de corazón puro y muy interesado por la búsqueda espiritual. A menudo se hacía visitar por yoguis y maestros místicos que pudieran proporcionarle prescripciones y métodos para su evolución interna. Le llegaron noticias de un asceta muy sospechoso y entonces decidió hacerlo llamar para ponerlo a prueba.

El asceta se presentó ante el monarca, y éste, sin demora, le dijo:

--¡O demuestras que eres un renunciante auténtico o te haré ahorcar!

El asceta dijo:

--Majestad, os juro y aseguro que tengo visiones muy extrañas y sobrenaturales. Veo un ave dorada en el cielo y demonios bajo la tierra.

!Ahora mismo los estoy viendo! ¡Sí, ahora mismo!

--¿Cómo es posible -inquirió el rey- que a través de estos espesos muros puedas ver lo que dices en el cielo y bajo tierra?

Y el asceta repuso:

--Sólo se necesita miedo.

*El Maestro dice: Caminar hacia la Verdad es más difícil que hacerlo por el filo de la navaja, por eso sólo algunos se comprometen con la Búsqueda.

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Perdón Tolo ....

.... no saben lo que hacen, me hubiese gustado que te quedaras.
Vamos a volver a la decadencia de pelear el torneo las dos primeras fechas y después abajo. Vamos a empezar a comprar jugadores mediocres por millones y después nada. No se puede creer, no aprendemos mas... así nos va.
Jorge

Libertad de la voluntad y fatum

Friedrich Nietzsche
Traducción de Luis Fernando Moreno Claros, en NIETZSCHE, F., De mi vida. Escritos autobiográficos de juventud (1856-1869), Valdemar, Madrid, 1997



La libertad de la voluntad, que en sí misma no es otra cosa que libertad del pensamiento, está limitada de la misma manera que la libertad de pensar. El pensamiento no puede ir más allá del horizonte hasta el que se extienden las ideas; sin embargo, éste se basa en las percepciones que se van adquiriendo y puede ampliarse conforme lo hace. Asimismo, la libertad de la voluntad puede expandirse también hasta ese mismo punto, si bien, dentro de tales confines, es ilimitada. Otra cosa distinta es el obrar de la voluntad; la facultad de hacerlo se nos impone de manera fatalista.

En la medida en que el fatum se le aparece al hombre en el espejo de su propia personalidad, la libre voluntad y el fatum individual son dos contrincantes de idéntico valor. Nos encontramos con que los pueblos que creen en un fatum destacan por su fortaleza y el poder de su voluntad, y que, en cambio, hombres y mujeres que dejan fluir las cosas tal y como van, ya que «lo que Dios ha hecho bien hecho está», se dejan llevar por las circunstancias de manera ignominiosa. En general, «la entrega a la voluntad de Dios» y la «humildad» no son más que las coberturas del temor de asumir con decisión el propio destino y enfrentarse a él.

Ahora bien, por más que se nos aparezca el fatum en su condición de delimitador último como más potente que la libre voluntad, no debemos olvidar dos cosas: la primera, que fatum es tan sólo un concepto abstracto, una fuerza sin materia, que para el individuo sólo hay un fatum individual, que el fatum no es otra cosa que una concatenación de acontecimientos, que el hombre determina su propio fatum en cuanto que actúa, creando con ello sus propios acontecimientos, y que éstos, tal y como conciernen al hombre, son provocados de manera consciente o inconsciente por él mismo, y a él deben adaptarse. Pero la actividad del hombre no comienza con el nacimiento, sino ya en el embrión y quizá también -quien sabe-, mucho antes en sus padres y sus antepasados. Todos vosotros, que creéis en la inmortalidad del alma, tendréis que creer primero en su preexistencia, si es que no deseáis hacer que algo inmortal surja de lo mortal; también habréis de creer en esa especie de existencia del alma si es que no queréis hacerla flotar por los espacios hasta que encuentre un cuerpo a su medida. Los hindúes dicen que el fatum no es otra cosa que los hechos que hemos llevado a cabo en una condición anterior de nuestro ser.

¿Cómo podrá refutarse el argumento de que no se haya obrado ya con conciencia desde la eternidad? ¿Desde la conciencia aún sin desarrollar del niño? Aún más, ¿no podremos afirmar que nuestra conciencia está siempre en relación con nuestras acciones? También Emerson dice:

«El pensamiento siempre se halla unidoa la cosa que aparece como su expresión»

¿Puede afectarnos una nota musical sin que exista en nosotros algo que le corresponda? O, dicho de otro modo: ¿podremos captar una impresión en nuestro cerebro si éste no posee ya la capacidad de recibirla?

La voluntad libre tampoco es, a su vez, mucho más que una abstracción, y significa la capacidad de actuar conscientemente, mientras que, bajo el concepto de fatum, entendemos el principio que nos dirige al actuar inconscientemente. El actuar en sí y para sí conlleva siempre una actividad del alma, una dirección de la voluntad que nosotros mismos no tenemos por qué tener ante nuestros ojos como un objeto. En el actuar consciente podemos dejarnos llevar tanto más por impresiones que en el actuar inconsciente, pero también tanto menos. Ante una acción favorable suele decirse: «me ha salido por casualidad». Lo cual no necesita en absoluto ser verdadero. La actividad psíquica prosigue su marcha siempre con la misma intensa actividad, aun cuando nosotros no la contemplamos con nuestros ojos espirituales.

Es como si, cerrando los ojos a la luz del sol, opinásemos que el astro ya no sigue brillando. Sin embargo, no cesan ni su luz vivificante ni su calor, que continúan ejerciendo sus efectos sobre nosotros, aunque no los percibamos con el sentido de la vista.

Así pues, si no asumimos el concepto de acción inconsciente como un mero dejarse llevar por impresiones anteriores, desaparece para nosotros la contraposición estricta entre fatum y libre voluntad y ambos conceptos se funden y desaparecen en la idea de individualidad.

Cuanto más se alejan las cosas de lo inorgánico y más se amplía la formación y la cultura, tanto más sobresaliente se hace la individualidad y tanto más ricas y diversas son sus características. ¿Qué son la fuerza interior y la autodeterminación para el actuar y las manifestaciones exteriores -su palanca evolutiva-, sino voluntad libre y fatum ?

En la voluntad libre se cifra para el individuo el principio de la singularización, de la separación respecto del todo, de lo ilimitado; el fatum, sin embargo, pone otra vez al hombre en estrecha relación orgánica con la evolución general y le obliga, en cuanto que ésta busca dominarle, a poner en marcha fuerzas reactivas; una voluntad absoluta y libre, carente de fatum, haría del hombre un dios; el principio fatalista, en cambio, un autómata.

Friedrich Nietzsche
Pforta, abril de 1862
http://www.nietzscheana.com.ar

domingo, 16 de mayo de 2010

LA ELOCUENCIA DEL SILENCIO

Un padre deseaba para sus dos hijos la mejor formación mística posible.

Por ese motivo, los envió a adiestrarse espiritualmente con un reputado maestro de la filosofía vedanta. Después de un año, los hijos regresaron al hogar paterno. El padre preguntó a uno de ellos sobre el Brahmán, y el hijo se extendió sobre la Deidad haciendo todo tipo de ilustradas referencias a las escrituras, textos filosóficos y enseñanzas metafísicas. Después, el padre preguntó sobre el Brahmán al otro hijo, y éste se limitó a guardar silencio.

Entonces el padre, dirigiéndose a este último, declaró:

--Hijo, tú sí que sabes realmente lo que es el Brahmán.

*El Maestro dice: La palabra es limitada y no puede nombrar lo innombrable.

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sábado, 15 de mayo de 2010

El camaleón que no podía mimetizarse

En la margen suroeste de la selva amazónica, el primer lunes de la primavera, nació Tinkus. A diferencia de los otros camaleones bebés de la maternidad, él no podía cambiar de color. Sin embargo, por muy evidente que eso fuese, sus padres no se dieron cuenta.

Quizá estaban tan felices por traer un hijo al mundo que les impedía ver cualquier defecto. O quizá fue otra la razón, porque no sólo ellos lo pasaron por alto, sino también la matrona, los enfermeros, las pacientes y las visitas. Lo más probable es que haya sido la costumbre. Mimetizarse con el entorno estaba tan asumido como respirar. Sólo hacían ciertas referencias al color cuando necesitaban indicar la ubicación de algún amigo o pariente.

—Ése de allí, el que se parece a la hoja marrón con turquesa es mi hijo. ¿Cuál es el tuyo? —preguntó una señora con bata azul.
—El mío es… el de la hoja sin color —respondió orgullosa la madre de Tinkus, sin darle importancia al defecto de la hoja.
Sorprendida y preocupada por aquella contestación, la señora azul agregó:
—Qué raro, nunca había visto una hoja sin color. Por un momento pensé que era morada con verde. Creo que debo ir al oculista.

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Skid Row - C'mon and Love Me (Live at Budokan Hall 1992)

jueves, 13 de mayo de 2010

Un mensaje imperial



El Emperador, tal va una parábola, te ha mandado, humilde sujeto, que eres la insignificante sombra arrinconándose en la más recóndita distancia del sol imperial, un mensaje: el Emperador desde su lecho de muerte te ha mandado un mensaje para ti únicamente.
Ha comandado al mensajero a arrodillarse junto a la cama, y ha susurrado el mensaje; ha puesto tanta importancia al mensaje, que ha ordenado al mensajero se lo repita en el oído. Luego, con un movimiento de cabeza, ha confirmado que está correcto.
Sí, ante los congregados espectadores de su muerte -toda pared obstructora ha sido tumbada, y en las espaciosas y colosalmente altas escaleras están en un círculo los grandes príncipes del Imperio- ante todos ellos él ha mandado su mensaje.
El mensajero inmediatamente embarca en su viaje; es un poderoso, infatigable hombre; ahora empujando con su brazo diestro, ahora con el siniestro, taja un camino al través de la multitud; si encuentra resistencia, apunta a su pecho, donde el símbolo del sol repica de luz; al contrario de otro hombre cualquiera, su camino así se le facilita.
Mas las multitudes son tan vastas; sus números no tienen fin.
Si tan sólo pudiera alcanzar los amplios campos, cuán rápido él volaría, y pronto, sin duda alguna, escucharías el bienvenido martilleo de sus puños en tu puerta.
Pero, en vez, cómo vanamente gasta sus fuerzas; aún todavía traza su camino tras las cámaras del profundo interior del palacio; nunca llegará al final de ellas; y si lo lograra, nada se lograría en ello; él debe, tras aquello, luchar durante su camino hacia abajo por las escaleras; y si lo lograra, nada se lograría en ello; todavía tiene que cruzar las cortes; y tras las cortes, el segundo palacio externo; y una vez más, más escaleras y cortes; y de nuevo otro palacio; y así por miles de años; y por si al fin llegara a lanzarse afuera, tras la última puerta del último palacio -pero nunca, nunca podría llegar eso a suceder-, la capital imperial, centro del mundo, caería ante él, apretada a explotar con sus propios sedimentos.
Nadie podría luchar y salir de ahí, ni siquiera con el mensaje de un hombre muerto. Mas te sientas tras la ventana, al caer la noche, y te lo imaginas, en sueños.


Franz Kafka

martes, 11 de mayo de 2010

“SER ES ES SER PERCIBIDO”

El carácter efímero del mundo que nos rodea, las relaciones fugaces y funcionales le quitan valor a las cosas y a la personas que se convierten rápidamente en invisible. Ser invisible, no percibido es lo mismo que no ser. Por eso, la única manera de que las cosas, los hechos, las personas sean es que sean objeto de alguna percepción. Ser noticia, suceso, atracción: que todos los ojos y todos los oídos – reales y virtuales – nos miren, nos otorguen identidad, nos perciban, nos otorguen una cuota de ser.

lunes, 10 de mayo de 2010

No hay realidad ...

Berkeley desemboca en la inmanencia absoluta del conocimiento a la conciencia como se ve en el siguiente texto:"Es evidente, para quien haga un examen de los objetos del conocimiento humano, que éstos son las ideas.[...].Además de esta innumerable variedad de ideas u objetos de conocimiento, existe igualmente algo que las conoce o percibe y ejecuta diversas operaciones con ellas,[...] un ser activo al que llamamos mente, alma, espíritu, yo.[...]

Es ciertamente extraño que haya prevalecido entre los hombres la opinión de que casas, montes, ríos, en una palabra, cualesquiera objetos sensibles, tengan existencia real o natural distinta de la de ser percibidos por el entendimiento.[...]. Pues, ¿qué son los objetos mencionados sino las cosas que nosotros percibimos por nuestros sentidos, y qué otra cosa percibimos aparte de nuestras propias ideas o sensaciones? Examinando a fondo esta opinión que combatimos, tal vez hallaremos que su origen es, en definitiva, la doctrina de las ideas abstractas.

Pues, ¿puede haber más flagrante abuso de la abstracción que el distinguir entre la existencia de los objetos sensibles y el que sean percibidos, concibiéndolos existentes sin ser percibidos? [...]. Todo el conjunto de los cielos y la innumerable muchedumbre de seres que pueblan la tierra, en una palabra, todos los cuerpos que componen la maravillosa estructura del Universo, sólo tienen substancia en una mente; su ser (esse) consiste en que sean percibidos (percipi) o conocidos" (Principios, I, 1-6).

No hay realidad pues, sino sólo contenidos de conciencia fundados en el Espíritu Infinito.

Felipe Giménez. Profesor de filosofía de IES

http://www.filosofia.net

domingo, 9 de mayo de 2010

La partida



Ordené que trajeran mi caballo del establo.

El sirviente no entendió mis órdenes. Así que fui al establo yo mismo, le puse silla a mi caballo y lo monté.

A la distancia escuché el sonido de una trompeta y le pregunté al sirviente qué significaba.

Él no sabía nada ni escuchó nada.

En el portal me detuvo y preguntó:

-¿Adónde va el patrón?

-No lo sé -le dije- simplemente fuera de aquí, simplemente fuera de aquí.

Fuera de aquí, nada más, es la única manera en que puedo alcanzar mi meta.

-¿Así que usted conoce su meta? -preguntó.

-Sí -repliqué- te lo acabo de decir.

Fuera de aquí, esa es mi meta.


Franz Kafka

domingo, 2 de mayo de 2010

La pereza - parte 7

Apología de la pereza

Al trabajo fuimos arrojados por un castigo bíblico. Cuando la pareja primordial desobedeció el mandato divino de no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal, Adán y Eva no sólo fueron expulsados del Paraíso sino que, como si no bastara con semejante maldición, Jehová castigó al hombre con el deber de ganarse el pan con el sudor de su frente. El estigma que unió al hombre con el trabajo perdura todavía hoy. Y en defensa del imperativo divino, aún se cree -tal vez a modo de consuelo de esa pérdida transgeneracional- que mientras que la pereza deshumaniza al ser humano, el trabajo lo humaniza.

Tal vez como un resabio tardío de lo perdido, se descubre en la pereza cierto aspecto paradisíaco que nos seduce. A fin de cuentas, el mismísimo Jehová nos aleccionó con su pereza ejemplar: tras seis días de trabajo, el séptimo descansó… y era Dios. Nosotros, ni cortos ni perezosos (nunca mejor dicho), frágiles y culpógenos, multiplicamos el castigo bíblico hacia ámbitos insospechados hasta para el mismísimo Creador: “debería adelgazar”, “debería levantarme más temprano”, “debería hacer gimnasia”, “debería dejar de fumar”, “debería estudiar inglés”, en una cascada de mandamientos profanos, creados por una creatura que ni Dios pensó tan vulnerable. Una retórica del deber tanto o más constrictiva que la consagración del monje que se resiste a la pereza. Porque en cuanto autoimpuesta, ni siquiera nos hace falta esperar otra vida para recibir el merecido castigo sino que, mucho más eficaz, la ruina nos amenaza, por decirlo de algún modo, hic et nunc . El costo existencial de menospreciar el valor de la pereza es someternos sin descanso a imperativos que dirigen nuestras vidas, imponiéndonos metas las más de las veces triviales que cercenan nuestros deseos más genuinos.

No se trata de perpetuar el no hacer nada, ni siquiera de endiosar un dolce far niente que, con el correr de los días, lo más probable es que nos suma en un sopor insoportable. Pero sí de tener la sensibilidad, llegada la ocasión, de ser capaces de cultivar la pereza, como se cultiva la amistad o el amor. A fin de cuentas, ¿por qué no dejarse llevar, de tanto en tanto, por el regocijo de la actividad de la no actividad, por el goce útil de lo inútil que se parece, si la hay en alguna parte, a la libertad? ¿Por qué no sucumbir a ese ocio adánico?

Si aceptamos que, más que un pecado mortal, la pereza es una experiencia humana, tal vez sea ése el primer paso para terminar aceptándonos como somos, sin luchar codo a codo para demostrar nada a nadie. Por empezar, ni siquiera a nosotros mismos.

Por Diana Cohen Agrest
Para LA NACION - Buenos Aires 2010

La pereza - parte 6

Más dinero, más trabajo

La simulación desembozada alegremente en Buenos días, pereza no es sino una reacción intracorporativa a quienes ocupan los cargos gerenciales de alto nivel, los mismos que, como se suele decir, no trabajan para vivir sino que viven para trabajar. Es entendible que quien está compitiendo por un puesto o por un ascenso con otros aspirantes que consagran gran tiempo de su vida al trabajo, si desea “ascender”, tiene que sacrificar al menos la misma cantidad de horas para contar con la posibilidad de ser seleccionado. La dinámica de la competencia puede conducir a la autoexplotación y llevar a que decrezca el tiempo libre, aun si los ingresos aumentan. Pero esa misma dedicación al trabajo se comprueba en individuos que alcanzaron un nivel de vida que les permitiría vivir holgadamente sin trabajar. La pregunta del millón, entonces, parece ser: ¿por qué, una vez que se cuenta con una abultada cuenta bancaria, se trabaja cada vez más, en lugar de abandonarse a la pereza?

La respuesta dista de ser simple. Por empezar, el deseo de reconocimiento y de poder son dos factores indeclinables. En Discretionary Time. A New Measure of Freedom , Robert E. Goodin observa que “estar ocupado” es un símbolo de estatus. Otra de las respuestas es de índole macroeconómica: cuanto más tiempo se consagra al trabajo, en principio, se debería ganar más dinero y se podría gozar de un mayor nivel adquisitivo (pudiéndose adquirir mayor número de bienes tangibles e intangibles, incluido el tiempo libre). Y por último, cuanto más se trabaja, más se gasta; y cuanto más se gasta, el consumidor se habitúa a gastar más, por lo cual necesita trabajar más (salvo que se viva de rentas heredadas o de la “timba” financiera). A semejanza de los adictos que desarrollan cierta tolerancia a las drogas, los consumidores necesitan dosis adicionales para mantener cierto nivel de satisfacción. Como el jugador empedernido en el casino, a medida que se gana más dinero, se siente la necesidad de ganar todavía más, exigiéndose entonces mayor dedicación horaria al trabajo. Esta vorágine adictiva socava, de más está decir, el goce de no hacer nada.

La otra cara del mundo corporativo y del deseo de riqueza perennemente insatisfecho son los “perezosos” forzados, los expulsados del mercado laboral. Cuando la incertidumbre prospera en un mundo donde las multinacionales no tienen ni siquiera un territorio (pues son una suerte de trotamundos que hacen del mejor postor o de los paraísos fiscales su efímera patria), cuando esas multinacionales pueden tornarse aves de rapiña que, una vez que un país anfitrión ya no sirve a sus intereses, levantan su vuelo en busca de otros horizontes, allí aparecen los costos de la impiadosa economía globalizada, tal como señala Zygmunt Bauman en Vidas desperdiciadas . Entre los expulsados prematuramente del sistema, víctimas “colaterales” si las hay, los más afortunados son antiguos trabajadores que, por la movilidad de las empresas, han perdido el trabajo y no logran reinsertarse en el mercado laboral tradicional, pero generan la proliferación de empleos atípicos: de tiempo parcial, trabajos temporarios, con horarios flexibles, teletrabajo.

Los ciberociosos

Pero no es el único sentido en que el trabajo ya no es lo que era. En Burbujas de ocio , Roberto Igarza advierte que el trabajo y el ocio como estrategia colectiva de realización ya no se oponen. Y fundamentalmente, se derribó la frontera entre el trabajo y el hogar, la vida pública y la privada, entretejidos cada vez más (el teletrabajo, las oficinas móviles, son una muestra apenas incipiente).

En este nuevo marco, la distancia entre la ociosidad y el ocio, hoy más que nunca, parece borrarse. En la era digital, la hiperconectividad creó nuevas formas de comunicación interpersonal. Si nos introducimos en el ocio que se vale de las nuevas tecnologías, observa Igarza, el límite se desdibuja más porque el cibernauta usa los tiempos intersticiales en sus horas de trabajo para ingresar en las redes sociales o en servicios de uso personal. En particular, la esfera productiva es invadida por los vínculos sociales privados y por el esparcimiento: mandar SMS, el chateo, el envío de una tarjeta de feliz cumpleaños, dejar un comentario en el blog de un conocido, sacar entradas para un recital, para el teatro o hasta pasajes aéreos, o simplemente, tentarse con la infinidad de presentaciones de PowerPoint que recibimos intermitentemente (en cadenas que cubren desde la adhesión a denuncias políticas o a presuntas causas humanitarias hasta mensajes que prometen fortuna, so pena de ser maldecidos con siete años de mala suerte si uno, sacrílegamente, corta la cadena). Una vez invadido el tiempo laboral, ¿dónde termina el otium y donde comienza la ociosidad? Por cierto, parecen demasiado imbricados como para ser distinguidos.

Pero desde tiempo atrás, cuando ni se soñaba con el ciberespacio, uno de los mayores desafíos fue cómo “llenar” el tiempo ocioso cuyo logro cristalizaba parcialmente la aspiración (en su nacimiento tenida por utópica) de reducir las horas de trabajo. Cuando se descubrió que el ocio también era una suerte de mercancía de la cual se podía sacar provecho, se crearon espacios de esparcimiento destinados a satisfacer nuevas necesidades, pues tal como Hannah Arendt observó en La condición humana , “el tiempo de ocio del animal laborans siempre se gasta en el consumo, y cuanto más tiempo le queda libre, más ávidos y vehementes son sus apetitos”. Las actividades del tiempo libre (el turismo, el consumo cultural, el culto del cuerpo y la recreación) inauguraron desacralizados rituales. Hoy más que nunca, los recitales de rock, la asistencia a los cines y los estadios deportivos, las maratones, el consumo indiscriminado de revistas y de horas de televisión están plagados de usuarios recreacionales que buscan “matar el tiempo” (cuando, en rigor de verdad, es el tiempo el que nos mata). Pues no es raro que, en nombre del esparcimiento, se estimulen agendas agotadoras que terminen por ser tanto o más alienantes que las jornadas laborales: unas vacaciones all inclusive se promocionan con un cronograma imposible de cumplir. La paradoja es que la pereza parece desprovista de todo interés y apenas atractiva para quienes persiguen emociones más estimulantes. Al mismo tiempo, por su carácter transgresor, puede ser una maldición pero también una bendición deshacerse del teléfono móvil, de la agenda electrónica, de las agendas de cualquier clase.

Es verdad, sin embargo, que otro paradigma posible es hacer del ocio una oportunidad para desarrollarnos social y colectivamente, escogiendo actividades que enriquezcan los proyectos personales, como sujetos comprometidos con el mundo y no como meros espectadores pasivos de lo que nos toca vivir.

Por Diana Cohen Agrest
Para LA NACION - Buenos Aires 2010

La pereza - parte 5

La fiaca antisistema

Amparadas en la llamada “ética del trabajo”, las buenas conciencias se sienten tranquilas a sabiendas de que obedecen cierta norma de vida que conlleva dos premisas implícitas: si se quiere obtener lo necesario para vivir y alcanzar la felicidad, hay que hacer algo que pueda ser recompensado con un pago a cambio. Y trabajar es una actividad noble que jerarquiza a quien la ejerce y es moralmente perjudicial no hacerlo.

Pese a su prestigio, el concepto mismo de “ética del trabajo” no está libre de sospecha. En el universo corporativo, la ética, “palabra-detergente, se usa en todo momento para lavar las conciencias sin frotar”, denuncia con impiadoso sarcasmo la francesa Corinne Maier en Buenos días, pereza, un best seller que conmocionó en 2004 el mundo empresarial. La crítica de Lafargue a la hipocresía burguesa, que hace del trabajo la suprema virtud y desenmascara el ocio creador como privilegio reservado a la clase dominante y fundado en la explotación de los asalariados, tendría esta discípula corporativa.

Su programa de acción, tan confrontativo como el de Lafargue, aunque aggiornato , se orienta a contrarrestar, solapadamente, el sojuzgamiento fagocitador que, en nombre de la ética empresarial, se ejerce sobre la masa corporativa. Su proclama parte de la premisa de que la empresa no es animada por ideales humanistas:

¡Oídme bien, ejecutivos medios de las grandes sociedades! Este libro provocador pretende “desmoralizaros”, en el sentido de haceros perder la moral. Os ayudará a utilizar en vuestro provecho la empresa que os emplea, a diferencia de lo que ocurría hasta ahora, que era ella la que se aprovechaba de vosotros. Os explicará por qué trabajar lo menos posible redunda en vuestro interés y cómo se puede minar el sistema desde el interior sin que se note.

El teatro de operaciones de la pereza puede ser la empresa, organizada según condiciones productivas, en cronogramas preestablecidos y sujetos a rituales tan rígidos como impersonales, donde se da por descontada la consagración de los cuadros inferiores y medios de la empresa a su tarea. No obstante, este escenario corporativo difícilmente pase de ser un imaginario colectivo de lo que debería ser, idealmente, un lugar de trabajo. Porque la pereza no se muestra allí frontalmente, su combate no es abierto ni revolucionario, sino que se manifiesta en actos de interrupción e interferencias, las más de las veces indetectables.

Frente a la lógica productiva empresarial, Maier nos advierte la “moraleja de esta historia: si trabajas en una empresa, aunque no tengas nada que esperar, tendrás en cualquier caso algo que temer”. Y aunque así lo exija el Homo economicus cretinus , no es cuestión de sucumbir al karochi , la muerte brusca que fulmina a los ejecutivos japoneses, ni al burn out , el estrés laboral que condujo a una epidemia suicida entre los ejecutivos de France Telecom. A modo de último recurso en legítima defensa, Maier recomienda perfeccionar el arte de no hacer nada: permanecer en la oficina hasta más tarde para hacer llamadas telefónicas personales, leer el diario, navegar por Internet o ingresar en las redes sociales (aconseja no salir jamás al pasillo sin un expediente bajo el brazo, porque las manos vacías pueden despertar la sospecha de que se va al bar). Y hasta simular que se lleva trabajo a casa, para transmitir la falsa impresión de que uno vive y hasta puede dar la vida por la empresa. La ideología fomentada en los valores corporativos durará un tiempo pero, concluye Maier remedando a Stalin, “la muerte siempre gana. El problema es saber cuándo”.

Por Diana Cohen Agrest
Para LA NACION - Buenos Aires 2010

La pereza - parte 4

El derecho a holgar

Ese statu quo que afianzaba la fe en el trabajo y consideraba el ocio una recompensa bien ganada tuvo un nuevo giro en el siglo XIX. Aunque se suponía que las máquinas iban a reducir el trabajo, el efecto fue diametralmente opuesto: el trabajo se incrementó. Pues en lugar de reducir el tiempo consagrado a la producción de bienes, el excedente condujo a la búsqueda de nuevos mercados donde podría ser comercializada una sobreproducción hecha realidad gracias a un proceso productivo que se retroalimentaba a costa del trabajo asalariado.

En ese escenario, las luchas obreras bregaban por la legalización de la reducción de la jornada a diez horas. El mismo Karl Marx anticipó la transformación social del trabajo, profetizando un incremento del tiempo libre que emanciparía, finalmente, a los hombres de la necesidad y brindaría a los trabajadores la oportunidad de desarrollar su creatividad. Sin embargo, su visión del mundo no era la de un mundo indolente, sino la de un universo productivo donde se aboliría la división del trabajo pero no el trabajo como tal.

Pero en pocos años una voz tanto o más disonante intentaría desenmascarar los propios supuestos de la Revolución Socialista, animada por una idea tan revolucionaria como quimérica: la pereza -lejos de ser un pecado o un vicio- fue proclamada como un legítimo derecho individual. Es la tesis de Paul Lafargue, discípulo rebelde (y yerno) de Marx, quien compuso El derecho a la pereza , publicado en 1883, con el que impulsó un debate en torno al socialismo utópico todavía no resuelto, en una suerte de “antimanifiesto” en cuyas páginas defenestra el trabajo y defiende el placer como máximo objetivo de la clase obrera. Lafargue insiste en que, con o sin dictadura del proletariado, el trabajo asalariado es un vástago enmascarado de la esclavitud, y que lo que verdaderamente nos realiza es el ocio placentero.

Mientras que el Manifiesto del Partido Comunista -publicado en 1848 con las firmas de Marx y Engels- prometía que, con la revolución socialista, “los proletarios… no tienen nada que perder, como no sean sus cadenas”, el yerno opositor da un paso más en el desocultamiento de los procesos capitalistas de producción, proponiendo una reducción radical del tiempo consagrado al trabajo y una exaltación del tiempo libre que se volvería realidad “si desarraigando de su corazón el vicio que la domina y envilece su naturaleza -proclamaba Lafargue-, la clase obrera se alzara en su fuerza terrible para reclamar, no ya los derechos del hombre, que son simplemente los derechos de la explotación capitalista, ni para reclamar el derecho al trabajo, que no es más que el derecho a la miseria; sino para forjar una ley de hierro que prohibiera a todo hombre trabajar más de tres horas diarias”. Su propuesta auguraba un mundo nuevo: una jornada laboral máxima de tres horas y mejoras en el poder adquisitivo. Con esa estrategia que aunaría el goce de un abundante tiempo libre con un incremento de los ingresos, la clase obrera gozaría de más tiempo para consumir más bienes. Valiéndose de la implementación de una política laboral de este tenor, se favorecería el consumo interno y, a su vez, se eliminarían las crisis de superproducción periódicas resultantes de la introducción de la maquinaria en el proceso productivo.

Para los ideólogos del ocio, la emancipación del trabajo esclavo fue la promesa de un nuevo hombre, creativo, activo y humanista. Ese hombre nuevo erigiría una nueva deidad -invocada por un Lafargue con algo de revolucionario y con mucho de poeta romántico-, a la cual dedicó una disruptiva plegaria: “¡Oh Pereza, apiádate de nuestra larga miseria! ¡Oh Pereza, madre de las artes y de las nobles virtudes, sé el bálsamo de las angustias humanas!”

Lo cierto es que, en su antimanifiesto, Lafargue no sólo atacó unas cuantas tesis de su célebre suegro, sino que develó panfletariamente una realidad que, como sus discípulos antisistema del siglo XXI confirman, continúa vigente.

Por Diana Cohen Agrest
Para LA NACION - Buenos Aires 2010

La Pereza - parte 3

El pecado anticapitalista

El cambio fundamental introducido por la Reforma fue su trasvaluación del trabajo, entendido como el ejercicio de la laboriosidad al servicio del individuo y de la comunidad, en el supremo deber moral de todo ser humano. Tal como señalaba Max Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo , las homilías hicieron de la pereza el pecado más pecaminoso. Como orfebres de las almas (y de los cuerpos), los pastores predicaban las virtudes del trabajo y tallaban la imagen del feligrés que consagra su laboriosidad a la glorificación de Dios en la Tierra. Toda resistencia a la acción se tornó una injuria contra el Señor pues, declara Weber, “lo que sirve para aumentar su gloria no es el ocio ni el goce, sino el obrar, por tanto, el primero y principal de todos los pecados es la dilapidación del tiempo”.

Desde la lente moral del rigorismo protestante, la pereza es vista como el vicio que promueve el goce de las posesiones materiales y estimula el uso complaciente de la riqueza en tentaciones de la carne, frívolas y peligrosas. En esta atmósfera, la consagración absoluta al trabajo invade la vida pública y privada: “Perder el tiempo en la vida social, en lujos -describía Weber en estos términos el escenario cotidiano de ese entonces-, incluso en dedicar al sueño más tiempo del indispensable para la salud -de seis a ocho horas como máximo-, es absolutamente condenable desde el punto de vista moral”.

Con el florecimiento del capitalismo y la irrupción de la Revolución Industrial, la indolencia se secularizó, en la medida en que perturbaba el progreso material e inhibía la virtud de la diligencia. Se transmutó en un pecado hacia un tiempo mensurable, uniforme, cotidiano, no reversible: el tiempo del reloj. Si la pereza es el pecado que se define en relación con la pérdida de tiempo y nada hay más preciado que el tiempo, en la vida profana, el tiempo es oro y la pereza se torna un pecado contra la ética capitalista del trabajo.

Los biempensantes

Esa enseñanza perdura aún hoy, cuando se cree que todo aquello que hace que la vida valga la pena de ser vivida suele ser expulsado del reino de la pereza: el desafío, el estrés, el deseo, la iniciativa y el regocijo de usar el propio talento para vencer las fuerzas que se nos oponen. Por añadidura, el trabajo como promesa de felicidad, como apuesta al futuro, supone una recompensa: el merecido descanso. Todavía compartimos la idea de que el ocio, definido ya como un impasse en el trabajo, ya como tiempo libre o como diversión u ocupación reposada, en cualquier caso parece ser un derecho bien ganado. En cambio la ociosidad, portadora de un matiz innegablemente peyorativo, es definida como el vicio de no trabajar, perder el tiempo o gastarlo inútilmente.

En “De la ociosidad y el deber de combatirla”, Kant recoge estos matices y señala una distinción interesante entre la ociosidad y el ocio del jubilado que “no tiene nada que ver con la desidia”, o lo que es lo mismo, entre el ocio asimilable a la pereza y el llamado “ocio merecido”. El último es un derecho que supone, en sus palabras, “la coronación de una vida activa”; la ociosidad, en cambio, es siempre viciosa, porque “son las acciones, y no el goce, las que hacen al hombre experimentarse como un ser vivo. Cuanto más ocupados estamos, más vivos nos sentimos, cobrando mayor conciencia nuestra vida… El valor del hombre estriba en la cantidad de cosas que hace”. Fiel a la directriz que vincula la economía con la ética, Kant nos advierte que mientras que la ociosidad atenta contra el trabajo productivo, el ocio es una necesidad vital que compensa el trabajo cumplido.

El ideal del homo laborans que alentó el desarrollo del capitalismo fue ennoblecido por quienes proclamaron los ideales de la Revolución Francesa. De allí en más, las fortunas heredadas o la pertenencia a un linaje apenas importarían porque el mundo ofrecería una oportunidad a los triunfadores.

Por Diana Cohen Agrest
Para LA NACION - Buenos Aires 2010

sábado, 1 de mayo de 2010

La Pereza - parte 2

La caída

Ese paraíso que hacía del ocio la suprema virtud de los seres libres llegó a su fin. No sólo el ocio se volvió pecado sino que muchos placeres terrenales tuvieron igual destino. Cierto monje y teólogo del siglo IV, Evagrio Póntico, enumeró por vez primera los que, en sus orígenes, eran ocho pecados capitales, ordenados en orden creciente de gravedad: gula, lujuria, avaricia, tristeza, ira, acedia, vanagloria y soberbia. Disconforme con el orden y calidad de los vicios, en el siglo VII Gregorio I añadió la envidia y eliminó la vanagloria (por su cercanía con la soberbia) y la acedia (por su semejanza con la tristeza). La lista presentada en su Moralia in Job , incluía la soberbia, la envidia, la ira, la tristeza, la avaricia, la gula y la lujuria.

El derrotero de los pecados no concluye allí porque la lista canónica, tal como la reconocemos hoy, cambió la tristeza por la pereza. Una de las razones alegadas es que se consideraba que la tristeza era algo demasiado vago para ser calificado de pecado mortal, apreciación que condujo a que la Iglesia la reemplazara por la pereza en el siglo XVII. Porque ya dos siglos antes, Tomás de Aquino señalaba que la tristeza o acedia aquejaba a los monjes a las cuatro de la tarde, cuando se exacerbaban la indiferencia abismal hacia sí mismo y hacia los otros y se desencadenaban el aburrimiento, la apatía y la inercia: dominado por una pasividad indolente que recaía en el descuido en las tareas religiosas, el monje estaba expuesto a este desinterés imputable a cierta tristeza y desesperación, rapidamente asimilado a la melancolía.

Pasaporte al infierno

Al igual que cada uno de los otros seis pecados, se pensó que la tristeza, acedia y, más tarde, la pereza, era la madre de una familia de pecados más livianos, entre otros, la holgazanería, la inactividad, la modorra, la inestabilidad y la locuacidad. Pero en el plano espiritual y religioso y desde su génesis misma, esos estados del alma no significaban un mal menor, pues suponían privilegiar el goce de los sentidos y el desprecio del trabajo espiritual.

En la dimensión teológica, el hombre tiene el deber no sólo de resistir al Mal, sino de hacer el Bien. Lo pecaminoso de estos pecados consiste no tanto en cometer una blasfemia contra Dios como en dejar de actuar a favor del Bien, permitiendo al alma vagar sin objetivos o sucumbir en una parálisis de la voluntad. Si hay una suerte de combate maniqueo entre las fuerzas del Bien y las del Mal, la inercia humana es la capitulación ante las fuerzas de la oscuridad, cuando el espíritu se sustrae de los propios pensamientos, talentos y deseos, apartándolos de la sociedad o del servicio a Dios. Es el drama de la historia y del mundo, toda vez que el progreso o el repliegue del Bien y del Mal dependen de las acciones humanas. Cuando un elemento de voluntarismo humano se concede a los hombres, o cuando los deberes con respecto a Dios o a la historia son necesarios para enfrentar el destino, la omisión de la acción aparece como un pecado. En otra teoría de la salvación como es el budismo, no hay Nirvana posible, no hay apaciguamiento de toda inquietud del espíritu, sin la contemplación, la inactividad y el retiro de la acción, sin la meditación liberadora de las ligaduras que nos atan al mundo y que reposa, cuando menos para una mirada occidental, en cierta forma de pereza.

El pecado de la acedia, asimilado a la tristeza, fue rebautizado como “pereza”, la cual nunca pudo liberarse de esa carnadura pecaminosa, propia del espíritu que -ante la incapacidad de superar los obstáculos- huye del Bien. Pero existió una razón más poderosa que las razones de la fe que exigieron esa nueva clasificación de los pecados. El cambio aconteció cuando esa expresión poderosa de los espíritus melancólicos que caminaban por los pasillos conventuales abandonó el confinamiento de los claustros y se tornó una verdadera amenaza para el orden social.

Por Diana Cohen Agrest
Para LA NACION - Buenos Aires 2010

ADN Cultura de La Nación

La pereza - parte 1

Noble linaje

En otros tiempos -cuando todavía no era asociada con la omisión de cualquier labor productiva- la pereza era una condición dichosa en la cual solazarse. Y aunque los filósofos en la Antigua Grecia no se ponían de acuerdo en el origen o en la naturaleza del cosmos, en cierta cuestión habrían alcanzado un consenso universal: el trabajo era una actividad aborrecible. Escribe Platón en su República cuando, como un arquitecto utópico, construye imaginariamente su ciudad ideal:

La naturaleza no ha hecho al zapatero ni al herrero; tales ocupaciones degradan a los que las ejercen: viles mercenarios, miserables sin nombre, que son excluidos por su mismo estado de los derechos políticos. En cuanto a los negociantes, habituados a mentir y engañar, serán tolerados en la ciudad como un mal necesario.

Sólo el hombre que goza del ocio es libre, porque sólo el hombre libre puede gozar del ocio. Esa aversión hacia la producción o el intercambio de bienes materiales fue adoptada por los romanos, quienes privilegiaron igualmente el otium sobre las actividades productivas. Cicerón se pregunta:

¿Qué puede salir de honorable de un negocio? ¿Y qué puede producir de honesto el comercio? Todo lo que se llama negocio es indigno de un hombre honrado… Los negociantes no pueden ganar sin mentir, y ¿qué hay más vergonzoso que la mentira? Por lo tanto, es necesario considerar como algo bajo y vil el oficio de todos los que venden su pena o su industria; puesto que cualquiera que cambie su trabajo por dinero se vende y se pone a nivel de los esclavos.

En un principio, el ocio era la práctica social por excelencia de los ciudadanos libres, mientras que el negocio era un lastre vergonzante reservado a los charlatanes sin cuna. Sin embargo, la novedad en la concepción romana del ocio consiste en la introducción del ocio de masas: pero aunque al circo romano asistía el gran público y se constituyó en el pasatiempo popular por excelencia, habría sido diseñado como un dispositivo de control social por parte de la clase patricia.

Esta visión exultante de la ociosidad privativa del mundo grecorromano sería opacada por las enseñanzas cristianas que hicieron de la pereza la fuente de incontables males.

ADN Cultura de La Nación