sábado, 23 de febrero de 2013

UN DESCENSO AL MAELSTRÖM - parte 4

"Resguardábamos nuestro barco en una ensenada, a cinco o seis millas del punto donde estamos, y si hacía buen tiempo teníamos costumbre de aprovechar la tregua de quince minutos para lanzarnos a través del canal principal del Moskoeström, muy por encima del agujero, para anclar después en cualquier punto inmediato a Otterholm o Sandflesen, donde los remolinos no son tan violentos como en otras partes. Allí solíamos esperar, para levar anclas, poco más o menos hasta la hora en que las aguas se calmaban; no nos aventurábamos nunca en la expedición sin un buen viento, del que pudiéramos estar seguros para la vuelta, y muy raramente nos engañamos en este punto. Sólo dos veces en seis años nos fue preciso pasar la noche anclados a causa de una calma chicha, cosa bien extraña en esos parajes, y otra vez debimos permanecer en tierra cerca de una semana, desfallecidos de hambre, a consecuencia de un golpe de viento que comenzó a soplar poco después de nuestra llegada y agitó el canal de tal modo que no se pudo pensar en atravesarlo. En aquella ocasión nuestro barco hubiera sido empujado muy afuera, pues los torbellinos nos zarandeaban con sin igual violencia, si no hubiésemos derivado en una de esas innumerables corrientes que se forman, hoy aquí, mañana allá, y que nos condujo al refugio de Flimen, donde por fortuna pudimos anclar.
"No le referiré a usted ni la vigésima parte de los peligros que corrimos en nuestras expediciones de pesca; ése es un mal paraje hasta cuando hace buen tiempo, pero siempre hallábamos medio de arrostrar el Moskoestróm sin accidente alguno, aunque en ciertas ocasiones me parecía que el corazón se me iba por la boca, cuando nos retrasábamos o adelantábamos un minuto al intervalo de calma de las aguas. A veces el viento no era tan vivo como lo esperábamos para hacernos a la vela y entonces se avanzaba más despacio de lo que queríamos, pues la embarcación era más difícil de gobernar a causa de la corriente.
"Mi hermano mayor tenía un hijo de dieciocho años, y yo dos que ya eran unos mocetones, y podían servirnos de mucho en semejante expedición, ya para manejar el remo, ya para pescar, pero aunque nosotros nos aviniésemos a exponer la vida, no teníamos corazón para permitir que aquellos jóvenes arrostrasen un peligro verdaderamente horrible, pues efectivamente lo era.
"Hace ahora tres años menos algunos días que ocurrió lo que voy a referirle. Era el 10 de julio de 18..., día que la gente del país no olvidará nunca, porque en ese día estalló la más espantosa tormenta que jamás se haya conocido. Sin embargo toda la mañana, y hasta muy entrada la tarde, habíamos tenido una agradable brisa del sudoeste y el sol era tan magnífico que el más práctico marinero no hubiera podido prever lo que iba a ocurrir.
"Los tres habíamos pasado, mis dos hermanos y yo, a través de las islas a las dos de la tarde, y muy pronto tuvimos la embarcación cargada de una magnífica pesca, mucho más abundante aquel día que lo había sido nunca hasta entonces, según observamos los tres. Eran las siete en mi reloj cuando levamos anclas para volver a casa, a fin de franquear lo más peligroso del Stróm en el intervalo de las aguas tranquilas, que, como ya sabíamos, debía producirse a las ocho.
"Nos hicimos a la vela con una buena brisa a estribor y durante algún tiempo avanzamos con bastante rapidez, sin pensar ni remotamente en el peligro, pues en realidad no veíamos la menor causa de inquietud. De repente nos sorprendió un salto de viento que venía de Helseggen; era una cosa del todo extraordinaria que jamás nos había sucedido y comencé a inquietarme un poco sin saber exactamente por qué. Nos pusimos contra el viento, pero fue imposible atravesar los remolinos, y ya iba a proponer la retirada para anclar en el punto de costumbre, cuando al mirar por la proa vimos el horizonte cubierto de una nube singular, de color de cobre, que avanzaba con asombrosa rapidez.

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