domingo, 5 de enero de 2014

La doble trampa mortal - Parte 3


Habían llegado al avión. Subió Ferrain, y el mecánico la ayudó a Estela. Ella recogió el paracaídas y se cruzó el correaje bajo las axilas. 
Ferrain la miró, y aunque estaba muy lejos de tener deseos de sonreír, no pudo evitar que una sonrisa extraña, dubitativa, le encrespara los labios. E insistió en su pregunta: 
-Pero, ¿usted cree en ese chisme? -Luego, sin esperar que ella le contestara, apretó el botón del encendido. La hélice osciló como un élitro de cristal, y el motor tableteó semejante a una ametralladora. La máquina se deslizó por la pradera y brincó ligeramente dos veces. Luego quedó suspendida en la atmósfera, cuando Estela bajó la cabeza, las torres de la catedral estaban abajo. En los patios con palmeras se veían algunos monjes que levantaban la cabeza. 
Aparecieron los caminos asfaltados, el mar; a lo lejos, entre neblinas sonrosadas, el ceniciento peñón de Gibraltar; la costa de España se recortaba adusta en el azul del Mediterráneo. Durante pocos minutos el avión pareció seguir a lo largo de la mar; pero la costa desapareció y avanzaron sobre crecientes bultos de montañas verdes. Por los caminos zigzagueantes avanzaban lentos camiones. Grupos de campesinos moros eran ostensibles por sus vestiduras blancas. El avión ganó altura, y la costra terrestre, más profunda y sombría, apareció desierta como en los primeros días de la creación. 
A pesar de que lucía el sol, el paisaje era siniestro y hostil, con la encrespadura de sus montes y la oquedad verde botella de los valles. 
Una congoja infinita entró en el corazón de Ferrain. Vio que Estela metió la mano en el bolso y estuvo allí buscando algo. Finalmente, extrajo una petaca morisca, y le ofreció un cigarrillo. Ferrain no aceptó. Ella fumaba y miraba las profundidades. Ferrain sentía que un infortunio inmenso se aplastaba sobre su vida, descorazonándole para toda acción. Hubiera querido decirle algo a esa mujer, escribírselo en la pizarra; pero una fuerza fatal dominaba su voluntad; tras él estaba el servicio, el destino así aceptado de servir en la absoluta disciplina, y el tiempo, como una brizna cargada de hielo de muerte, corría a través de sus pulmones ansiosos. 
Más bultos de montañas se renovaban en el confín. Abajo, la tierra, como en los primeros días de la creación, mostraba riachos salvajes, entre verticales y resquebrajaduras de bosques titánicos y cordones de una primitiva geología. 
Parecían estar situados en el centro de un inmenso globo de cristal, cuya costra verde se levantaba por momentos hacia sus rostros, como removida por un aliento monstruoso. 
Estela miró su reloj pulsera. El corazón de Ferrain comenzó a golpear como el hacha de un leñador en un pesado tronco. Avanzaban ahora hacia un valle que dilataba su pradera entre dos cordones de cerros amarillentos. Allí abajo, casi al confín, se veía arder una hoguera. Estela tocó el hombro de Ferrain, y le señaló la dirección opuesta a la hoguera. Muy lejos, a ras de tierra, se distinguían los cubos blancos de un caserío. Era el poblado de Beni Hassan. 
Ferrain volvió la cabeza, resignado. Adivinó el movimiento de Estela. Cuando quiso lanzar un grito, ella saltaba al vacío. Tan apresuradamente, que sobre el asiento se le olvidó el bolso. 
La mujer caía en el vacío semejante a una piedra. Verticalmente. El paracaídas no se abrió. Ferrain hizo girar maquinalmente el aparato para ver caer a la mujer. Ella era un punto negro en el vacío. El paracaídas no se abrió. Luego ya no la vio caer más. Estela se había aplastado en la tierra. 
Ferrain, temblando, apagó el encendido del motor. Aterrizaría en aquella pradera. Involuntariamente, su mirada se volvió hacia el bolso que Estela había olvidado sobre el asiento. Iba a extender la mano hacia él, cuando de allí escapó una llamarada. La explosión de la bomba, oculta en el bolso, y que Estela había dejado para asegurarse la retirada, desgarró el fuselaje del avión, y el cuerpo de Ferrain voló despedazado por los aires.

Roberto Arlt

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