Habían
llegado al avión. Subió Ferrain, y el mecánico la ayudó a Estela. Ella recogió
el paracaídas y se cruzó el correaje bajo las axilas.
Ferrain
la miró, y aunque estaba muy lejos de tener deseos de sonreír, no pudo evitar
que una sonrisa extraña, dubitativa, le encrespara los labios. E insistió en su
pregunta:
-Pero,
¿usted cree en ese chisme? -Luego, sin esperar que ella le contestara, apretó
el botón del encendido. La hélice osciló como un élitro de cristal, y el motor
tableteó semejante a una ametralladora. La máquina se deslizó por la pradera y
brincó ligeramente dos veces. Luego quedó suspendida en la atmósfera, cuando
Estela bajó la cabeza, las torres de la catedral estaban abajo. En los patios
con palmeras se veían algunos monjes que levantaban la cabeza.
Aparecieron
los caminos asfaltados, el mar; a lo lejos, entre neblinas sonrosadas, el
ceniciento peñón de Gibraltar; la costa de España se recortaba adusta en el
azul del Mediterráneo. Durante pocos minutos el avión pareció seguir a lo largo
de la mar; pero la costa desapareció y avanzaron sobre crecientes bultos de
montañas verdes. Por los caminos zigzagueantes avanzaban lentos camiones.
Grupos de campesinos moros eran ostensibles por sus vestiduras blancas. El
avión ganó altura, y la costra terrestre, más profunda y sombría, apareció
desierta como en los primeros días de la creación.
A
pesar de que lucía el sol, el paisaje era siniestro y hostil, con la
encrespadura de sus montes y la oquedad verde botella de los valles.
Una
congoja infinita entró en el corazón de Ferrain. Vio que Estela metió la mano
en el bolso y estuvo allí buscando algo. Finalmente, extrajo una petaca
morisca, y le ofreció un cigarrillo. Ferrain no aceptó. Ella fumaba y miraba
las profundidades. Ferrain sentía que un infortunio inmenso se aplastaba sobre
su vida, descorazonándole para toda acción. Hubiera querido decirle algo a esa
mujer, escribírselo en la pizarra; pero una fuerza fatal dominaba su voluntad;
tras él estaba el servicio, el destino así aceptado de servir en la absoluta
disciplina, y el tiempo, como una brizna cargada de hielo de muerte, corría a
través de sus pulmones ansiosos.
Más
bultos de montañas se renovaban en el confín. Abajo, la tierra, como en los
primeros días de la creación, mostraba riachos salvajes, entre verticales y
resquebrajaduras de bosques titánicos y cordones de una primitiva
geología.
Parecían
estar situados en el centro de un inmenso globo de cristal, cuya costra verde
se levantaba por momentos hacia sus rostros, como removida por un aliento
monstruoso.
Estela
miró su reloj pulsera. El corazón de Ferrain comenzó a golpear como el hacha de
un leñador en un pesado tronco. Avanzaban ahora hacia un valle que dilataba su
pradera entre dos cordones de cerros amarillentos. Allí abajo, casi al confín,
se veía arder una hoguera. Estela tocó el hombro de Ferrain, y le señaló la
dirección opuesta a la hoguera. Muy lejos, a ras de tierra, se distinguían los
cubos blancos de un caserío. Era el poblado de Beni Hassan.
Ferrain
volvió la cabeza, resignado. Adivinó el movimiento de Estela. Cuando quiso
lanzar un grito, ella saltaba al vacío. Tan apresuradamente, que sobre el
asiento se le olvidó el bolso.
La
mujer caía en el vacío semejante a una piedra. Verticalmente. El paracaídas no
se abrió. Ferrain hizo girar maquinalmente el aparato para ver caer a la mujer.
Ella era un punto negro en el vacío. El paracaídas no se abrió. Luego ya no la
vio caer más. Estela se había aplastado en la tierra.
Ferrain,
temblando, apagó el encendido del motor. Aterrizaría en aquella pradera.
Involuntariamente, su mirada se volvió hacia el bolso que Estela había olvidado
sobre el asiento. Iba a extender la mano hacia él, cuando de allí escapó una
llamarada. La explosión de la bomba, oculta en el bolso, y que Estela había
dejado para asegurarse la retirada, desgarró el fuselaje del avión, y el cuerpo
de Ferrain voló despedazado por los aires.
Roberto Arlt
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