miércoles, 12 de febrero de 2014

La eterna nalga de Cortázar – Parte 1


Mucho antes de que me despidiera para siempre de Julio Cortázar me había dado cuenta, para mi asombro y pesar, de que él no era inmortal.

Le hablé por última vez desde Estados Unidos en enero de 1984, cuando pensé que iba a poder visitarlo en París dentro de poco, reunión que no se concretó porque tuve que cancelar ese viaje debido a que mi hijo mayor, Rodrigo, se rompió un pierna. Pero alcancé a hablar con Julio en esa ocasión –sobre su estadía reciente en Nicaragua, sobre la fatiga que lo acosaba, sobre cuánto echaba de menos a su querida Carol. Y también sobre los preparativos que hacíamos con mi mujer, Angélica, para retornar al peligroso Chile de Pinochet–. Me pidió que tuviéramos cuidado, como si la muerte nos rondara a nosotros y no a él. Unas semanas más tarde, su fallecimiento impidió que nos diéramos el abrazo que nos habíamos prometido.

La verdadera despedida, sin embargo, el momento en que tuve la revelación de que no lo tendríamos siempre con nosotros en esta tierra, ocurrió varios años antes de esa conversación telefónica final, en una tarde soleada de agosto de 1980, en medio del agua del Pacífico, varios kilómetros mar adentro de la bahía mexicana de Zihuatanejo.

Cortázar había arrendado una casa en aquella playa, para veranear con Carol y el hijo de ella, Stéphane. Por nuestra parte, con mi familia habíamos tomado unas habitaciones en un hotel cercano, puesto que mis padres se nos habían unido para esas vacaciones. Mi mamá, que me había obsequiado Bestiario cuando yo rayaba los 17 años, insistiendo en que era un libro enigmático y señero que yo gozaría en forma particular (¡y vaya si tenía razón!), estaba emocionada de conocer por fin a uno de los autores que más admiraba. Recuerdo que, con la candidez que siempre la caracterizaba, le confesó a Julio en un almuerzo al que él nos convidó (y donde cocinó un pescado exquisito) que ella se sentía incómoda departiendo con él porque se estimaba un cronopio insuficiente.

–Ocurre –le dijo a Cortázar, medio abochornada– que yo enrollo la pasta dentífrica de abajo hacia arriba, en forma muy burguesa y demasiado racional y occidental. Julio, con esa ternura inmensa y un sentido del humor parecido al de mi madre, le aseguró que solo un cronopio hecho y derecho podría plantearse semejante dilema. Y que, por lo tanto, con toda solemnidad le daba la bienvenida al club de los cronopios.
Durante esos días, hablé mucho con Cortázar –sobre cómo las dictaduras de América latina habían influido en nuestra literatura (acabábamos de ser jurados en un concurso sobre militarismo en el continente, junto a Gabo y Julio Scherer y Pablo González Casanova, entre otros), pero también sobre temas menos contingentes, como la obra de Roberto Arlt, cuyas obras completas Cortázar estaba releyendo por primera vez en décadas, para escribir el prólogo de una nueva edición.


De lo que no hablamos, estoy seguro, fue de la vejez o de la muerte, las que, no obstante, iban a manifestarse inesperadamente durante una excursión en bote que Julio había organizado para que él y Stéphane salieran a pescar, invitándome a mí y a Rodrigo para que nos acopláramos a la aventura.

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