jueves, 13 de febrero de 2014

La eterna nalga de Cortázar – Parte 2



Fue una jornada de sol espléndido, donde los jóvenes aprendieron diversas estrategias para extraer peces de las olas y los dos adultos dedicamos las horas a sumergirnos en Conrad y Stevenson, Hemingway y Jack London y Rudyard Kipling, comentando cómo el mar era tan frecuentemente en la literatura de habla inglesa un escenario predilecto para pasar de la mocedad a la madurez, cosa que rara vez sucedía en España o América latina.
Antes de almorzar a bordo, cuando el sol pegaba con más encarnizamiento, los cuatro navegantes nos pusimos a nadar en torno al barco. Después de un rato, Julio anunció que estaba cansado. Cuando volvimos a la nave, Rodrigo y Stéphane, dando alaridos de alegría, se encaramaron con la agilidad de unos monos, conducta que no imitamos ni Cortázar ni yo.

Por el contrario, Julio se tomó de la escalinata con ambas manos, sus largos brazos aferrados a la parte superior, sus pies todavía bajo la superficie del agua. Se quedó en esa posición un buen tiempo, cosa de un minuto, quizá dos. Yo atendía pacientemente a su lado, haciendo la bicicleta con mis piernas para que las olas no me llevaran, esperando que la escalinata estuviera libre.

De pronto, Julio se dio media vuelta hacia mí y me dijo, casi molesto, casi bruscamente: –Ayudame, Ariel.
Por un instante, no entendí. No entendí lo que me estaba pidiendo. No entendí que alguien como él, como el gran Julio Cortázar, pudiera necesitar asistencia de tipo alguno para subirse a ese barco u otro barco o cualquier embarcación ahora o mañana o nunca.

Conspiraban en contra de mi entendimiento varios factores. Por una parte, el extraordinario aspecto juvenil de Cortázar –ese aire de eterno adolescente– disfrazaba los años reales que su cuerpo había atravesado. Parecía un hombre de treinta y ocho años (mi edad entonces) y no alguien que estaba por cumplir los sesenta y seis. Pero quizá más importante era la veneración que le tenía, el pedestal en que lo había colocado, pese a una hermandad y compañerismo que había crecido maravillosamente desde que nos habíamos conocido en 1970, cuando voló a Chile a celebrar la victoria de Salvador Allende. Cortázar no era un ser humano de carne y hueso. Era un dios. Y los dioses, nuestros ídolos, no necesitan ayuda. Los dioses no envejecen ni tienen debilidades ni son incapaces de vencer una estúpida escalinata de metal en el mar.

Pero claro que era de carne y claro que era de hueso mi querido, nuestro querido Julio. Lo supe apenas me puse a responder a su súplica, apenas empecé a ayudarlo a montar hacia el barco bamboleante. Lo hice de la única manera posible, afirmando una mano, como sostén y apoyo, en una de sus nalgas.

En ese brevísimo, muscular momento, tanteando en forma incómoda y torpe la dureza huesuda de la parte inferior de su pelvis con la palma de mi mano mientras él subía, se me reveló plenamente la mortalidad irrefutable de Julio Cortázar.

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