Fue una jornada de sol espléndido, donde los jóvenes
aprendieron diversas estrategias para extraer peces de las olas y los dos
adultos dedicamos las horas a sumergirnos en Conrad y Stevenson, Hemingway y
Jack London y Rudyard Kipling, comentando cómo el mar era tan frecuentemente en
la literatura de habla inglesa un escenario predilecto para pasar de la mocedad
a la madurez, cosa que rara vez sucedía en España o América latina.
Antes de almorzar a bordo, cuando el sol pegaba con más
encarnizamiento, los cuatro navegantes nos pusimos a nadar en torno al barco.
Después de un rato, Julio anunció que estaba cansado. Cuando volvimos a la
nave, Rodrigo y Stéphane, dando alaridos de alegría, se encaramaron con la
agilidad de unos monos, conducta que no imitamos ni Cortázar ni yo.
Por el contrario, Julio se tomó de la escalinata con ambas
manos, sus largos brazos aferrados a la parte superior, sus pies todavía bajo
la superficie del agua. Se quedó en esa posición un buen tiempo, cosa de un
minuto, quizá dos. Yo atendía pacientemente a su lado, haciendo la bicicleta
con mis piernas para que las olas no me llevaran, esperando que la escalinata
estuviera libre.
De pronto, Julio se dio media vuelta hacia mí y me dijo,
casi molesto, casi bruscamente: –Ayudame, Ariel.
Por un instante, no entendí. No entendí lo que me estaba
pidiendo. No entendí que alguien como él, como el gran Julio Cortázar, pudiera
necesitar asistencia de tipo alguno para subirse a ese barco u otro barco o
cualquier embarcación ahora o mañana o nunca.
Conspiraban en contra de mi entendimiento varios factores.
Por una parte, el extraordinario aspecto juvenil de Cortázar –ese aire de
eterno adolescente– disfrazaba los años reales que su cuerpo había atravesado.
Parecía un hombre de treinta y ocho años (mi edad entonces) y no alguien que
estaba por cumplir los sesenta y seis. Pero quizá más importante era la
veneración que le tenía, el pedestal en que lo había colocado, pese a una
hermandad y compañerismo que había crecido maravillosamente desde que nos
habíamos conocido en 1970, cuando voló a Chile a celebrar la victoria de
Salvador Allende. Cortázar no era un ser humano de carne y hueso. Era un dios.
Y los dioses, nuestros ídolos, no necesitan ayuda. Los dioses no envejecen ni
tienen debilidades ni son incapaces de vencer una estúpida escalinata de metal
en el mar.
Pero claro que era de carne y claro que era de hueso mi
querido, nuestro querido Julio. Lo supe apenas me puse a responder a su
súplica, apenas empecé a ayudarlo a montar hacia el barco bamboleante. Lo hice
de la única manera posible, afirmando una mano, como sostén y apoyo, en una de
sus nalgas.
En ese brevísimo, muscular momento, tanteando en forma
incómoda y torpe la dureza huesuda de la parte inferior de su pelvis con la
palma de mi mano mientras él subía, se me reveló plenamente la mortalidad
irrefutable de Julio Cortázar.
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