Ese cuerpo del que habían salido Rayuela y esos cuentos
perfectos y alucinantes, podía morir.
Era inconcebible, pero despiadadamente cierto: Cortázar, a
diferencia de su obra, a diferencia de Oliveira y La Maga y el axolotl y la
isla al mediodía, no era inmune al paso terrible del tiempo.
No hicimos mención al incidente ni una vez, ni él ni yo,
como si reconocer su debilidad y mi incapacidad para comprenderla fuese algo
extrañamente vergonzoso, un secreto que preferíamos mantener oculto, inexpresable,
olvidado.
Pero no lo olvidé.
Ese encuentro con la perecedera nalga de Cortázar anticipó
el día, ese 12 de febrero de 1984, cuando sonó el teléfono de nuestra casa en
Bethesda, Maryland, y Saúl Sosnowski me avisó que Julio había fallecido. El desgarro
de esa noticia todavía me ronda, todavía me duele, treinta años más tarde. Si
no hay consuelo para la muerte de aquellos que hemos de veras amado, no hay
consuelo para la ausencia de alguien que me enseñó a vivir y a escribir y que
le brindó a mi Angélica una amistad franca y sensitiva; si nos entristece que
no esté entre nosotros un ser como él, que prodigó tanta felicidad a tantos
seres humanos, lo que sí existe y persiste es mi agradecimiento por haber
tenido el privilegio de compartir su vida entonces y ahora, y siempre, siempre,
su obra literaria.
Le gustaba hacernos regalos.
Quiero pensar que, al pedir ayuda, allí, en el mar
turbulento de Zihuatanejo, me estaba librando una última lección de tantas que
me entregó. Se estaba despidiendo de mí y del mundo, me estaba aprestando para
el día en que no contáramos con su presencia inmediata y urgente, el día en que
nos quedáramos sin su cerebro tan universal y ese corazón tan generoso y
aquella nalga tan dura y efímera e imprescindible, nos estaba preparando –y te
lo agradezco, Julio– para este momento en que todo es recuerdo, todo es
inmortal.
Por Ariel Dorfman
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