Desde el principio, la prisión
debía ser un instrumento tan perfeccionado como la escuela, el cuartel o el
hospital y actuar con precisión sobre los individuos. El fracaso ha sido
inmediato, y registrado casi al mismo tiempo que el proyecto mismo. Desde 1820
se constata que la prisión, lejos de transformar a los criminales en gente
honrada, no sirve más que para fabricar nuevos criminales o para hundirlos
todavía más en la criminalidad.
Entonces, como siempre, en el mecanismo del
poder ha existido una utilización estratégica de lo que era un inconveniente.
La prisión fabrica delincuentes, pero los delincuentes a fin de cuentas son
útiles en el dominio económico y en el dominio político. Los delincuentes
sirven.
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