El
viejo perro sujetaba firmemente su grande y carnoso hueso entre las mandíbulas
y empezó a cruzar el angosto puente que llevaba al otro lado del arroyo. No
había llegado muy lejos cuando miró y vio lo que parecía ser otro perro en el
agua, allá abajo. Y, cosa extraña, aquel perro también llevaba un enorme hueso.
No
satisfecho con su excelente cena, el perro, que era voraz, decidió que podía,
quizá, tener ambos huesos. Entonces, gruñó y lanzó un amenazador ladrido al
perro del agua y, al hacerlo, dejó caer su propio hueso en el denso barro del
fondo del arroyo. Cuando el hueso cayó, con un chapoteo, el segundo perro
desapareció…, porque, desde luego, sólo era un reflejo.
Melancólicamente,
el pobre animal vio cómo se esfumaban los rizos del agua y luego, con el rabo
entre las patas, volvió a su casa hambriento. ¡Estúpido! Había soltado algo que
era real, por tratar de conseguir lo que sólo era una sombra.
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